El reciente affaire Etchevere y la publicidad que le dio al Proyecto Artigas del monaguillo Grabois, volvió a mostrar el desconocimiento de la dinámica agraria nacional por parte de gran parte de nuestra izquierda. Si observamos las intervenciones que el trotskismo ha tenido en el asunto nos encontramos una y otra vez con el mismo diagnóstico y la misma solución: el campo argentino se encuentra dominado por una oligarquía todopoderosa que, dueña de enormes latifundios, bloquea o limita el desarrollo capitalista; por tanto, la solución pasaría por la fragmentación de la tierra y su reparto entre los “verdaderos productores” (léase arrendatarios, chacareros, campesinos o pueblos originarios, según el antojo momentáneo del trotskista que empuñe la pluma).
Guido Lissandrello – Grupo de Investigación de la Izquierda Argentina
De allí que toda la crítica al Proyecto Artigas se reduzca a su carácter “trucho” y se intente correr al peronismo a la manera habitual del trotskismo: proponiendo una Reforma Agraria “de verdad” o “consecuente”. Eso, palabras más palabras menos, ha dicho el Partido Obrero Oficial,[1] el Partido de los Trabajadores Socialistas,[2] el Movimiento Socialista de los Trabajadores[3] y el Movimiento al Socialismo[4]. Mención aparte merece la Tendencia del PO, que renegó, en una nota puntual[5], de la eficacia de la Reforma Agraria. No sabemos si es una posición publicada a título personal o que refleja una revisión profunda del programa del PO. Ameritaría que los compañeros lo pasen en limpio, sobre todo porque su máximo referente, Jorge Altamira, fue promotor de la idea alberdiana de “repoblar el campo”. Estas posiciones ya las hemos visto en el llamado “conflicto del campo” y debiera tomarse nota de su resultado: el carácter testimonial de la izquierda en plena disputa interburguesa.
Lo cierto es que estas ideas lejos están de ser nuevas. Fueron esbozadas en los orígenes mismos de la izquierda argentina, primero por boca de Germán Avé-Lallemant y luego, sobre todo, por el Partido Socialista. En la década del ’70 el debate se reactualizó, tanto por las profundas transformaciones que acarreó la “Revolución Verde” en el campo como por la apertura del proceso revolucionario, que puso a la orden del día la discusión de programas y estrategias en los cuales la cuestión agraria tenía un rol central. En efecto, allí reside el punto medular del asunto. La naturaleza del campo argentino, en el marco de un capitalismo de base agraria, no es un problema teórico-académico, sino un problema político cardinal de la revolución. De lo que se diga de ello se desprenden tareas, alianzas y sujetos revolucionarios diferentes. Los ’70 fueron un laboratorio en ese sentido, pues se pusieron a prueba todos los programas de la izquierda, muchos de los cuales aún perduran.
A los efectos de contribuir a este debate, adelantamos aquí las conclusiones de un libro de próxima aparición por nuestro sello Ediciones ryr,en el que estudiamos el conjunto de los programas y estrategias que se desarrollaron dentro de la fuerza social revolucionaria en los ’70, tomando como puerta de entrada el examen que cada organización (Partido Comunista de la Argentina, Montoneros, Partido Revolucionario de los Trabajadores – Ejército Guerrillero del Pueblo, Partido Comunista Revolucionario, Vanguardia Comunista, Partido Socialista de los Trabajadores, Política Obrera y Organización Comunista Poder Obrero) y tradición (estalinismo, maoísmo, trotskismo, guevarismo, socialismo revolucionario y el llamado “peronismo de izquierda”) realizó sobre la cuestión agraria. Lecciones sobre las que se debiera tomar nota para dejar de tropezar una y otra vez con la misma piedra.
El derecho a la resurrección
“Allí donde la desproporción de poder sea tan grande que ninguna limitación del propio objetivo asegure contra la ruina, o donde la duración previsible del peligro sea tan grande que ni el más ahorrativo empleo de las fuerzas pueda llevar ya hasta la meta, la tensión de las fuerzas deberá concentrarse en un único y desesperado golpe; el apremiado, que ya no puede esperar ayuda de cosas que ninguna le prometen, pondrá toda su última confianza en la superioridad moral que la desesperación da los valientes, contemplará la suprema osadía como la suprema sabiduría, tenderá la mano a la astucia, aún más osada, y, si no ha de hallar el éxito, hallará en una honrosa ruina el derecho a una futura resurrección.”
(Karl von Clausewitz, De la guerra, 1832).
“Y un día los ejércitos de amargura desfilarán todos en la misma dirección. Caminarán juntos y de ellos emanará el terror de la muerte.”
(John Ernst Steinbeck, Las uvas de la ira, 1939).
Llegado el final de este recorrido, corresponde pasar en limpio las conclusiones generales. En primer lugar, debemos constatar un hecho elemental. A lo largo de estas páginas hemos analizado los más variados programas políticos: el estalinismo, el maoísmo, el guevarismo, la izquierda del peronismo, el trotskismo (y una variante específica, el morenismo) y el “socialismo revolucionario”. Todos esos programas tuvieron una encarnadura organizativa en la etapa, e incluso en más de una nomenclatura. De modo que la primera conclusión general que debemos extraer es que la Argentina de los ’70 fue la pampa húmeda de la izquierda, un campo fértil en el cual crecieron, con alcance desigual, un abanico variado de opciones políticas.
Sin embargo, esa heterogeneidad y diversidad se simplifica ostensiblemente cuando nos detenemos a examinar el tratamiento que recibió la cuestión agraria. Allí nos topamos con una serie de tópicos comunes y compartidos: la existencia de una oligarquía, el latifundio como traba al desarrollo capitalista, la penetración del imperialismo a través de los monopolios comercializadores, el estancamiento agrario, la existencia mayoritaria del campesinado o de una capa chacarera. En definitiva, lo que aparecía como hegemónica era la idea de un desarrollo capitalista incompleto en la Argentina, producto de una burguesía que no habría culminado con la totalidad de sus tareas. Lo que se observa, en este punto, es el carácter dominante del programa de liberación nacional, es decir, aquel que ponía el foco en la liquidación de las trabas nacionales: la oligarquía y el imperialismo. Se podrá argumentar que existieron matices, por caso el trotskismo y el guevarismo, que, a diferencia del estalinismo y el maoísmo, no contemplaban la alianza con las burguesías nacionales ni sostenían la existencia de etapas. Pero aun abogando por una revolución en permanencia (PO y PST) o por la existencia de un enfrentamiento imperialista a posteriori de la revolución (PRT-ERP), lo cierto es que ninguna de las organizaciones cuestionaba el carácter incompleto de la nación argentina. De este modo, todos planteaban la resolución de tareas burguesas y abrían un terreno común con el nacionalismo.
En el campo, la tarea fundamental sería la liquidación de la gran propiedad, su fraccionamiento y reparto entre el campesinado. Así se pretendía dar inicio al despegue de las fuerzas productivas que estarían constreñidas por el latifundio y una oligarquía especuladora, parasitaria o rentista. El gran terrateniente oprimiría a los pequeños arrendatarios, imposibilitando su capitalización y el incremento de la productividad. Partidos como el PC, el PCR y VC, consideraban aquello como una traba precapitalista, lo cual justificaba la alianza con algún sector de la burguesía a fin de alcanzar un pleno desarrollo del capitalismo en el agro. El trotskismo, no lo afirmaba abiertamente, pero en la práctica llamaba a una alianza con el pequeño capital. En manos de productores directos, se presuponía, se desarrollaría una producción eficiente que sacaría a la Argentina del atraso. En este punto, el PC ofrecía la versión más idealista, en la medida que oponía a la oligarquía absentista, despreocupada del desarrollo nacional, explotadora y opresiva, a un productor campesino o chacarero que tendría un interés, casi altruista, por el impulso a la nación, la diversificación de la producción y el ofrecimiento de condiciones de trabajo y remuneraciones “justas”. La burguesía agraria no aparecía entonces movida por la prosecución de la ganancia. En definitiva, tanto por el diagnóstico sobre las trabas del campo (la “oligarquía parasitaria” y el latifundio) como por la solución a ello (la reforma agraria y la redistribución del suelo), las organizaciones que estudiamos (con la excepción de la OCPO y los planteos de Viñas) pueden ubicarse en la línea, con mayor o menor radicalidad, de la corriente agrarista-reformista que estudiamos en el capítulo I.
Los partidos que más consecuentemente impulsaron la alianza obrero-campesina, como Montoneros, VC, PCR y PC, paradójicamente fueron los que más abiertamente reconocieron la existencia de intereses contrapuestos entre campesinos y obreros. Montoneros, por ejemplo, habló de “contradicciones secundarias” que podrían conducir a desviaciones en el enfrentamiento contra la oligarquía. Claramente se refería al enfrentamiento natural que podría darse entre quienes eran explotados y llamados a unirse a sus explotadores. El PCR, por mencionar otro caso, reprodujo en su prensa un documento del movimiento liguista, en el que la burguesía agraria reconocía que no pagaría los salarios de sus obreros por el alto precio de los arriendos.
Es allí donde se observa, finalmente, el núcleo del asunto. Lo que la reforma agraria y la alianza obrero-campesina, en las condiciones reales de la estructura social argentina, implicaba, era una confluencia con fracciones de la burguesía agraria o de la pequeña burguesía (fundamentalmente, explotadora). Los partidos del proletariado se convertían, una vez que cruzaban la tranquera, en los partidos de los enemigos de la clase obrera. El proletariado rural fue el convidado de piedra de una alianza que lo relegaba a ser furgón de cola de sus explotadores. Fue, por tanto, la gran clase olvidada. Las masas obreras del campo fueron abandonadas por quienes debían organizarlas para intervenir en el proceso revolucionario.
Todo ello fue el resultado de un profundo desconocimiento de la realidad argentina. Hemos visto que, con excepción del PC, Viñas y, en alguna medida, el PCR, el grueso de las organizaciones careció por completo de cualquier análisis teórico y empírico de la cuestión agraria en los años ’60 y ’70. E incluso en los casos del PC y el PCR el análisis fue evidentemente unilateral, basados en datos aislados (casi siempre, extensión de las unidades productivas y censos para cuantificar clases confiando en las propias categorías censales). Lo que ello pone sobre la mesa es el menosprecio de la tarea intelectual que corresponde al partido revolucionario. Eso es algo que el grueso de los observables que analizamos, compartían. Quizás PO sea en este punto, el ejemplo más claro de la ignorancia.
Puede argumentarse que se trataba de partidos de la “nueva izquierda”, es decir, de constitución reciente y que comenzaron a surgir en un momento signado por el ascenso de masas, por lo que urgían otras actividades más allá de lo intelectual. Esto es cierto solo parcialmente. Algunos, como el PC, ya tenían 50 años, y el morenismo era una tradición con más de 25 años; VC y PO, por caso, apenas promediaban los 5 años, mientras que el PRT-ERP y Montoneros se constituyeron como tales en el medio de esos hechos (si bien el partido de Santucho venía de un núcleo militante con algunos años más). Sin embargo, Viñas realizó un análisis mucho más certero en un período de tiempo relativamente breve: casi 4 años, entre 1969, año en que se disgregó el MLN, y 1973, cuando publicó su libro. No parece entonces tanto una cuestión de tiempo, sino de la jerarquía que se le otorgaba a la tarea.
En buena medida, esto se podría explicar por una concepción implícita y arraigada en buena parte de las organizaciones, según la cual los problemas nodales ya han sido resueltos por los clásicos del marxismo. No sorprende que la clasificación esbozada por Lenin (campesino chico, mediano y grande) haya sido retomada explícitamente por varias organizaciones para plasmarla en la realidad argentina. Abiertamente, en partidos como el PC, PCR y VC, eso se observa con nitidez. Toda la preocupación era como distinguir los límites entre las capas, no con conocimiento empírico sino con una derivación lógica. En otros partidos, como los que se reivindicaban trotskistas, guevaristas o peronistas, la preocupación era menor pero, justamente por ello, más grave: el campesinado aparecía como todo aquel que no fuera oligarquía, es decir, que no concentraba tierras en grandes extensiones. De resultas de todo ello, en la realidad se desconocía qué era y qué no era un campesino en la Argentina. La consecuencia práctica, la hemos visto: el seguidismo a los movimientos en donde se encontraban fracciones de la burguesía que eran desalojadas en un momento de crisis capitalista que implicaba concentración y centralización del capital. Esa experiencia que se conoció como las Ligas Agrarias. En lugar de promover la diferenciación en el interior del movimiento liguista, agudizando las líneas de clase que lo atravesaban, la izquierda intervino fomentando la identificación y los reclamos de tipo “campesinos”. No sorprende en este punto, que la organización con más éxito en ese movimiento haya sido justamente Montoneros, aquella que apostaba abiertamente a la conciliación de clases y se identificaba con el gobierno al que las Ligas apelaban y que brindó leyes como las del Pacto Agrario.
A este déficit profundo se le sobreimprimió uno más general: el desconocimiento del funcionamiento de la realidad capitalista. Es lo que señalamos en el capítulo I cuando nos referíamos al sentido común según el cual la legalidad capitalista se alteraba sensiblemente una vez que se ingresaba al campo. El grueso de las organizaciones compartían el mismo horizonte: en el campo las clases sociales no eran burguesía y proletariado, sino que aparecía la oligarquía y el campesinado; la concentración de la producción era regresiva para el desarrollo capitalista; la propiedad privada de la que se desprende la renta agraria era contraria a una sociedad burguesa. Todo ello era un conocimiento que ya se hallaba disponible. No agotaba la realidad argentina, pero permitía comprender la dinámica general del capitalismo. Incluso en ese punto, la izquierda en la etapa mostró deficiencias. El conocimiento científico de la realidad cedió ante adopciones acríticas de las experiencias rusa o china, que funcionaban como “tipos ideales”. A lo que se suma la asunción acrítica de la imagen del agro argentino construido por la “visión tradicional”, sin percibir no solo sus falencias sino tampoco los cambios que se habían producido en el campo argentino desde la elaboración de estas tesis a principios del siglo XX, con el momento en que la izquierda que asumió estas ideas debía intervenir sobre la realidad. Así, reclamando una reforma agraria se creaba el problema que había enfrentado Lenin y que la Argentina no tenía: una masa de campesinos que reclamaban el derecho a su parcela individual. En este sentido, podemos apuntar que el grueso de las organizaciones (al menos PC, VC, PCR y PST) tuvo dificultades para delimitarse del tercer peronismo y sus medidas agrarias que, al menos en el discurso, se presentaban como ataques a la oligarquía y la concentración de la tierra.
La única excepción a todo lo que hemos mencionado fue el caso Viñas y, subsidiariamente, OCPO. La importancia del trabajo del ex dirigente del MLN radica no simplemente en haber planteado un diagnóstico certero de la realidad, sino en la posibilidad misma de poder realizarlo. El panorama que describimos en el capítulo I era perfectamente asequible para los contemporáneos. No faltaban los datos empíricos ni el conocimiento sobre la dinámica del capital. En ambos, Viñas mostró un manejo que le posibilitó un conocimiento más acabado de la realidad. Investigaciones futuras podrán dilucidar si esa capacidad de comprensión de la estructura argentina fue la que posibilitó el crecimiento vertiginoso de OCPO.
Finalmente, creemos haber aportado evidencia favorable no solo a nuestra hipótesis particular, sino a aquella más general de la cual nuestra investigación es una parte: la que, como indicamos en la Introducción, sostiene que las causas de la derrota del proceso revolucionario se explican por las debilidades subjetivas de la fuerza social revolucionaria. La incapacidad para comprender la realidad que se desea transformar es justamente parte de esas debilidades y contribuyen a explicar por qué esa fuerza se mantuvo en un estado embrionario. Este conocimiento que nos brinda el estudio de la historia, conserva completa actualidad, en particular a una década del llamado “conflicto del campo” que puso sobre la mesa las mismas debilidades de la izquierda argentina y el abandono del verdadero productor de la riqueza agraria: el proletariado. Lejos de todo pesimismo, el reconocimiento de estos déficits de la izquierda y su derrota en los ’70, no nos hablan de la imposibilidad de la revolución, sino de la imperiosa de necesidad de prepararse adecuadamente para ella. Es tiempo de poner en pie un a nueva izquierda que se anime a pensar con cabeza propia los problemas de su revolución. Es lo que merecen los compañeros que entregaron su vida por el Socialismo, los que se ganaron el derecho a la resurrección.
[1]https://bit.ly/3nC7Dfh; https://bit.ly/3lMLWZw