Ianina Harari
¿Los obreros peronistas estaban domesticados? ¿Seguían ciegamente la voluntad de su líder? En este artículo le contamos las dificultades de Perón y de la burguesía argentina para imponer su disciplina.
Una de las mayores conquistas sindicales de la clase obrera argentina fue la conformación de comisiones internas y cuerpos de delegados. La función de estos órganos gremiales es velar por el cumplimiento de la legislación laboral, en especial los convenios colectivos, y asegurar la intervención sindical inmediata ante cualquier conflicto que se suscite con la patronal. En la mayoría de los casos, la instauración de estos organismos de fábrica se logró bajo los primeros gobiernos peronistas. Tras conseguir una serie de demandas gremiales, los obreros necesitaban garantizar el cumplimiento de sus conquistas. Para ello, era necesario que las organizaciones que los representaban tuvieran presencia permanente en los lugares de trabajo. Si bien la burguesía concedió la creación de comisiones internas y cuerpos de delegados, intentó mantenerlos regimentados, en especial, en los momentos en que el enfrentamiento era más agudo.
Cuando asumió el gobierno, Perón sancionó un régimen que habilitaba la presencia sindical en las fábricas. El decreto nº 23.852 de 1945 otorgaba a las asociaciones con personería gremial el derecho de “contribuir a la vigilancia en el cumplimiento de la legislación del trabajo” y a los obreros el derecho a peticionar a sus empleadores “por sí o por intermedio de sus representantes” [1]. Más allá de esta concesión, el espíritu de la norma era regimentar las organizaciones obreras instaurando un mayor control por parte del Estado. No obstante esta intencionalidad, la conflictividad obrera no mermó. De hecho, la presencia de organismos gremiales en los lugares de trabajo fue una nueva fuente de fricciones que no pudieron ser atenuadas por el gobierno.
Sin lugar para los carneros
Uno de los problemas que parecía ser común era la solicitud por parte de las comisiones internas del despido de los carneros. La cámara patronal de la industria metalúrgica recibía usualmente consultas de sus socios respecto a este tipo de reclamos, en los cuales se exigía la cesantía trabajadores que no acataron una huelga. Frente a estas situaciones, la Cámara Argentina de Industrias Metalúrgicas aclaraba que no existía ninguna norma legal que avalara estas exigencias ni que obligaran al empleador a aceptarlas. Sin embargo, a pesar de tener la legislación a su favor, la cámara recomendaba a sus socios prudencia frente a los pedidos de las comisiones internas en relación a los despidos:
“Puede plantearse una situación muy delicada si los obreros exigen el despido de los que no acataron la declaración de huelga. Desde el punto de vista legal, asiste al empleador el derecho no aceptar ninguna imposición en ese sentido […] De cualquier forma, la prudencia aconseja eludir situaciones que puedan derivar en huelga” [2].
Ante este temor, las cesantías exigidas por las comisiones internas muchas veces se efectivizaban y las empresas debían afrontar juicios en los que se solía fallar a favor del trabajador despedido. Por ejemplo, un empleado fue echado por pedido de sus compañeros, que se negaban a trabajar si ese obrero lo hacía. En ese caso, como en otros similares, la justicia dictaminó que los despidos por causas gremiales eran injustificados y que las organizaciones obreras no podían solicitar a la patronal que aplicara medidas disciplinarias a trabajadores por motivos sindicales [3]. No obstante, los obreros desoyeron a la justicia peronista y mantuvieron esta práctica.
La poca contracción al trabajo
La creación de la figura de delegado trajo otra serie de disgustos a los empresarios. La patronal metalúrgica comenzó a advertir que la función gremial de los delegados interfería con sus tareas laborales, aunque en principio no de manera alarmante. En su revista, sugerían que se debía “desarraigar el mal hábito de algunos delegados, que parecen considerar que la función es incompatible con el cumplimiento de sus deberes para con el empleador y trabajan lo menos posible o no trabajan nada” [4].
La cámara metalúrgica recibía frecuentemente consultas de sus socios acerca de cómo actuar frente a este tipo de situaciones. Las quejas tenían como eje el tiempo que perdían los delegados en recorrer la fábrica para hablar con los compañeros, la paralización del trabajo por conflictos menores y las reuniones periódicas. En estos casos aconsejaban prudencia en el trato con los representantes gremiales para evitar “situaciones desagradables”. Incluso se advertía que resultaba delicado querer despedir a un obrero que se encontraba desempeñando funciones gremiales o que las hubiera desempeñado recientemente. El riesgo no provenía de las acciones legales que pudiera iniciar contra la empresa, sino en la respuesta contra el despido que pudieran dar del sindicato y los compañeros del delegado.
Nuevamente, el problema no radicaba necesariamente en la justicia peronista. De hecho, cuando se producía la cesantía de delegados, muchas veces la justicia solía fallar a favor de la empresa. En uno de los fallos, contra la empresa Tilcart, la Justicia dictaminó que “no es arbitrario el despido de un obrero cuando resulta comprobado que el mismo injuriaba los intereses de la empresa parando las máquinas para conversar con sus compañeros o simplemente ‘para hacer tiempo’.” [5] Es decir, las empresas no temían en este caso al régimen, sino a lo que los obreros mismos pudieran hacer.
Otro problema que se suscitaba estaba relacionado con la cantidad de trámites que realizaban los representantes gremiales. Los empresarios metalúrgicos solicitaron al Ministerio de Trabajo y Previsión que se agilizaran los trámites en las audiencias de conciliación, porque acarreaban el pago de jornales improductivos, tanto a los obreros implicados como a la comisión interna que también asistía. Sin embargo, dado cierto vacío legal respecto a las funciones, derecho y obligaciones de las comisiones internas y delegados, los empresarios carecían de herramientas para imponer una mayor disciplina. Por este motivo, comienzan a reclamar por la sanción de un reglamento.
Filosofía de la prudencia
En todas las consultas que la cámara metalúrgica recibía respecto a cómo actuar frente a los “abusos” de los delegados, la respuesta siempre comenzaba con una queja sobre la falta de reglamentaciones. Como mencionamos, principalmente se buscaba limitar la pérdida de tiempo de trabajo. También reclamaban que se excluyera del sindicato y de los cargos gremiales al personal jerárquico y administrativo, porque los mismos eran “contradictorios” con sus tareas. Es decir, la agremiación conjunta hacía primar la solidaridad de clase por sobre la función coercitiva que los empleados debían ejercer. Por ejemplo, un empresario se quejaba de un capataz devenido en delegado que, por esta razón, no imponía la suficiente disciplina a los trabajadores.
Todos estos reclamos servían de argumento para solicitar una reglamentación. En marzo de 1952, durante la negociación del convenio metalúrgico, por presión de la parte empresaria, se pactó iniciar la discusión sobre un reglamento para las comisiones internas. Como esto no se concretó, en 1954, la patronal volvió a exigir el debate de este reglamento como condición para la negociación salarial. Pero tuvo que ceder frente a la negativa obrera.
Ante este vacío, la cámara comenzó a promover acuerdos particulares en los establecimientos para imponer una normativa. Paralelamente, siguió presionando por la reglamentación. Cuando se convocó al Congreso de la Productividad y el Bienestar Social, en 1955, presentó una ponencia sobre el reglamento para las comisiones internas, junto con otras dos: “Agremiación conjunta de empleados y obreros” y “Reglamento para el control del ausentismo”.
En julio de 1955, solicita al Ministerio de Trabajo que se incorpore la reglamentación que presentaron al Congreso de la Productividad al convenio firmado ese año. Pero la propuesta de la patronal no fue aprobada bajo el peronismo. Recién en el convenio que se firma en 1960, logran imponer algunas de las reglamentaciones que reclamaban. Por ejemplo, que el representante sindical que debía ausentarse en horario laboral para atender asuntos gremiales, informara a su inmediato superior, quien debía extenderle una autorización o la cantidad de delegados y la composición numérica de la Comisión Interna, según la cantidad de obreros del establecimiento [6]. Si bien no lograron otro tipo de reclamos más estrictos, con estas medidas pretendían imponer una mayor disciplina a los delegados. Aún así, no se establecieron legalmente las restricciones pretendidas originalmente, como aquella que prescribía la imposibilidad del delegado de charlar con la comisión interna en horarios de trabajo.
¿Por qué en los ’50 los obreros se oponían a la reglamentación de las comisiones internas? Simplemente porque las relaciones de fuerza les eran favorables. Toda reglamentación hubiera implicado un recorte a su posibilidad de hacer jugar con todo su peso esa ventaja. Esta misma relación de fuerzas explica las apelaciones de las entidades patronales a la prudencia de los empresarios. Esa misma prudencia les aconsejó –mientras no hubo otro remedio- apoyar al gobierno peronista que, en aparente mediación de las clases sociales enfrentadas, a través de importantes concesiones a la clase obrera, defendía el orden burgués.
NOTAS
1 Decreto nº 23.852 del 2/10/1945, artículos 33 y 49.
2 Metalurgia, nº 134, octubre de 1951, pp. 32-33.
3 Metalurgia, nº 135, noviembre de 1951, p. 40.
4 Metalurgia, nº 117, abril de 1950, p. 10.
5 Metalurgia, nº 152, junio de 1953, p. 47.
6 Convención Colectiva de Trabajo n º55/60.