Finales posibles. Una lectura política de «La edad de oro», de Agustín Mendilaharzu y Walter Jakob – Rosana López Rodríguez

en El Aromo nº 74

Finales posibles
Una lectura política de La edad de oro, de Agustín Mendilaharzu y Walter Jakob

En este artículo, ofrecemos una reseña de la obra que continúa a la que acabamos de reseñar (Los talentos). En ella se reflexiona sobre las formas de ruptura del arte y su vínculo con las masas.

Rosana López Rodríguez

La edad de oro es la segunda obra de teatro de Mendilaharzu y Jakob. Completa, con Los talentos, la perspectiva desde la cual sus autores crean y desde la cual construyen el lugar del artista en la vida social. Por ahora, al menos. Es un testimonio, entonces, de uno de los caminos por los que transita hoy la nueva generación del teatro argentino.

La anécdota y su contenido

La obra relata la historia de dos amigos entrando en la madurez, entre los 30 y 40, que buscan estabilizar su vida económica mediante la puesta en marcha de un emprendimiento empresarial, la producción de remeras-“recuerdo” de la ciudad donde se centra la acción, Mar del Plata. El inicio del negocio va precedido y parcialmente acompañado por la liquidación de la colección de discos de uno de los protagonistas, que aprovecha la instalación del local mientras se lanza la nueva actividad. En ese proceso conoce a un muchacho que entra a comprar y descubre que el vendedor y su socio tienen la misma pasión que él por Peter Hamill. En el transcurso de la obra, el jovencito demuestra que puede conquistar a una mujer regalándole discos del oscuro e incomprensible músico, y los “emprendedores”, a su vez, que es posible triunfar económicamente.
El contenido de la obra constituye una reflexión sobre el lugar del artista, de lo que debe entenderse por “éxito” para él, en una posición solidaria a la ya expuesta en Los talentos, pero en este caso visto desde la perspectiva del receptor. Son los fanáticos de Hamill los que nos responden a las preguntas que la obra se plantea. En la misma veta anti-populista, los “hamilleros” defienden una ética anti-mercantil: el éxito no es vender sino construir sobre terreno virgen, abrir el paso. Desde ese punto de vista, Hamill es el músico que todos los colegas famosos escuchan cuando quieren saber hacia dónde va la música. No tiene un éxito de público porque se niega a ser fácil, a ofrecer el resultado esperado. Es, entonces, un músico “para entendidos”. El receptor debe, por lo tanto, estar a su altura. Ese será el “triunfo” del artista: construir un conjunto de seguidores fieles que son sus iguales, o, al menos, que saben de qué se trata.

Algunas cuestiones en disputa

Ciertos elementos de La edad… entran en contradicción con la perspectiva inaugurada en Los talentos. En particular, el final. En ésta, los artistas se reconocen como tales. Ese reconocimiento es positivo, pero doloroso y de final abierto. En La edad…, domina, a propósito según los autores, el happy end. Hamill contesta la carta que el jovencito le había enviado, justo cuando un pedido enorme de remeras llega para salvar la empresa. De paso, los adultos emplean a los jóvenes y les permiten resolver cierto problema económico. Igual que en Los talentos, reaparece el pasaje a la madurez como eje dramático.
Si la lectura política de la primera obra sonaba “anti-k”, la de la segunda sólo puede entenderse como una reivindicación de la “década ganada”. En la entrevista que acompaña a esta nota los autores se mostraron sorprendidos de esta conclusión. El abrupto happy end de La edad… es explicado como el intento de romper con la tendencia “culta” según la cual los finales verdaderamente teatrales deben ser deprimentes. La idea no es mala y no deja de constituir un gesto rupturista saludable: si no se termina a la manera de El enemigo del pueblo o La persistencia (estos ejemplos se me ocurren a mí, Rosana López) se trata de arte menor. Pero ello no elimina el problema de la lectura, que va más allá de la voluntad del autor. Curiosamente, una obra pensada desde la perspectiva del receptor, no se preocupó por su propia recepción.
Con total validez, podría pensarse que los autores buscaron desarrollar otro problema y que este no les interesa. Que incluso, si para desarrollar ese problema había que arriesgarse a esa recepción, el tema bien lo valía. Efectivamente, es válido pensar así: en última instancia, la obra queda y el kirchnerismo pasará algún día. Este razonamiento es coherente con el anti-populismo estético de los autores, con ese aristocratismo del que hablamos: los entendidos saben la verdad más allá del clima ambiente.
Llegamos así al núcleo que las dos obras examinan: el artista y su lugar. Esta concepción elitista es un arma de doble filo: estéticamente provocadora, fructífera; políticamente manipulable. Es en este punto que resulta incompatible con una posición política militante de izquierda. Suena, en el mejor de los casos, a “ni con el campo ni con el gobierno”. En su pasividad por las condiciones de la recepción, puede ser colocada en cualquier de los dos campos. Si se quiere escapar a esa trampa, si es que a los autores les interesa (y parece que sí, por sus posiciones políticas expresas), no alcanza con el aristocratismo, hay que ir a buscar al público y hay que hacerle concesiones, es decir, hay que entrar en relación y establecer un diálogo. Incómodo, pero diálogo al fin, puesto que se lo interpelará provocativa e, incluso, agresivamente.
Insisto, los autores tienen derecho a reivindicar su abstracción de las condiciones políticas inmediatas y a las condiciones de su recepción. La crítica, también, tiene derecho a sentirse insatisfecha, por lo menos en este punto (la obra ofrece muchos otros elementos de análisis que aquí no abordamos). No porque lo que hacen no valga, sino por lo contrario. Hay en el trabajo de Jakob y Mendilaharzu algo de fresco, de prometedor, de esperanzador, gérmenes de un gran teatro, de un teatro atractivo, dinámico, peleador, sin necesidad de claudicar ante la moda imperante, ante la nueva “academia” que cree que las viejas formas no pueden ofrecer ya ningún contenido relevante. Vale la pena ver ambas obras, resulta en los dos casos, una experiencia teatral genuina y de gran sustancia porque sus autores se proponen semejante desafío y demuestran estar a la altura. Por eso, nos atrevemos a pedir un paso adelante.

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