Los hombres vuelven al monte, de Fabián Díaz, con Iván Moschner
El caso de Los hombres vuelven al monte se presenta como una rara avis de la escena teatral argentina. Se trata de una obra programática, pedagógica, y al mismo tiempo, profundamente poética.
Por Rosana López Rodriguez (Grupo de Investigación sobre Literatura Popular-CEICS)
“Los nadies: los hijos de los nadies, los dueños de nada.
Los nadies: los ningunos, los ninguneados, corriendo la liebre, muriendo la vida, jodidos, rejodidos.
Que no son, aunque sean. (…)
Que no son seres humanos, sino recursos humanos.
Que no tienen cara, sino brazos.
Que no tienen nombre, sino número.
Que no figuran en la historia universal, sino en la crónica roja de la prensa local.
Los nadies, que cuestan menos que la bala que los mata.”
Fragmento de Los nadies, de Eduardo Galeano
En Los hombres vuelven al monte de Fabián Díaz[i], un hijo busca a su padre en el monte norteño. Sin embargo, esa anécdota que parece sencilla, despliega varios personajes que se van desenvolviendo en historias cruzadas, en una representación fascinante de Iván Moschner, carnadura de todos ellos. En la puesta, el espectador es arrastrado por la catarata de voces y el ida y vuelta en el tiempo: el protagonista ora es el padre, ora el hijo. Los signos se perciben con una densidad tropológica que permite interpretar, pero en el fondo quedan imágenes cargadas de significaciones múltiples, ambiguas. Cuando leemos la obra, confirmamos esta percepción: la obra de Díaz es un texto poético, habida cuenta de la distribución espacial que adopta; un texto escrito en versos, con su ritmo, sus repeticiones significantes, aunque construido a partir del cruce genérico con la historia narrada y la pluralidad de voces que permite la representación.
Las generaciones de la historia
“Mi padre está en el monte,
en una guerra con los estancieros.”
La obra retrata la historia de tres generaciones: Rodríguez, el abuelo, el soldado de Malvinas, el padre que será objeto de búsqueda, y el hijo, que termina yendo al monte a encontrarlo. El futuro soldado, la segunda generación, es hijo adoptivo de una familia conformada por Rodríguez y la Vicenta, en la que ya había cinco hermanas. Un dato retrata su “nadidad”: su documento está viciado de nulidad porque le falta un sello. No tiene identidad. Elige el apellido de su padre luego de la adopción informal, que consistió, sencillamente, en huir de la familia de origen para quedarse, cuando se lo ofrecieron, en la de Rodríguez. Es un nadie que no tiene ni un nombre, solo un apellido prestado. Ni siquiera puede conseguir un trabajo. Representa a la clase obrera que se tiene solo a sí misma. Por lo tanto, todo el asunto para un tipo de su clase consiste en cómo atravesar la situación de defender una patria que no le pertenece y cómo emerger de esa situación. Lo llevan a Malvinas, vuelve y se casa; tiene un hijo. Todas las marcas de una existencia real. Sin embargo, no alcanza. No es suficiente para convertirlo en esposo y padre de familia. En 1987, el ex combatiente abandona a su mujer y a su hijo y se va al monte con otros que también pasaron por las islas; allá, al calor de la selva, se convierten en bandidos rurales: “asaltan estancias / roban a los puesteros (…) / Solo a grandes estancieros y el tren. (…) / No atacan el pueblo.”
Se puede hacer una lectura histórica de los episodios, la obra invita a hacerla en el entrecruzamiento de tres generaciones. La de Vicenta y Rodríguez es la generación de la patria peronista. La Vicenta es una de las patas de esa patria, que alimenta, que cuida a sus hijos, que cose la ropa. Es el Estado de bienestar, que todavía sostiene a su progenie, cuya otra pata es Rodríguez, quien va muriendo de cáncer mientras prohíbe a las mujeres que le escriban al combatiente, por temor a que lo “amariconen”, a que “el nadie” pueda abandonar por eso la tarea que se le ha encomendado allá en el sur. El abuelo/padre todavía cree en la patria. El soldado, aunque ha tenido aprecio a su familia adoptiva, no es Rodríguez. Su padre no es su padre, o lo que es lo mismo, el peronismo es su partido pero no lo es. El punto culminante de esa experiencia histórica y personal frustrada es Malvinas; es por eso que, luego de la derrota, hay que abandonar ese programa que, en realidad, no es sino un engaño: en el sur no hay nada, no puede construirse nada a partir del nacionalismo.
Las hermanas, las mujeres de la generación del soldado, son un coro, no se distinguen en él individualidades. Todas sufren por lo mismo y repiten lo mismo. Es así como luego de engendrar solamente hijas deformes, mueren jóvenes: “Se habla de los químicos y del cáncer de Rodríguez. / Las hijas se contaminaron y por eso las nietas de la Vicenta están enfermas.” La patria que sostenía está muerta y su herencia está destinada a la enfermedad y la destrucción. Su progenie no tendría otro futuro, porque incluso la esposa del soldado, contemporánea de las hijas de Rodríguez, es una madre que hiede a la humedad del encierro de su cuarto, que no sale al sol del monte, que se pudre allí enclaustrada.
El olor a papa que ha impregnado al soldado en el sur está en las mujeres, en Vicenta incluso (que supo tener olor a fideos y tuco), en la esposa, en las hermanas, está en la patria que no es la patria del ex soldado, porque es ese olor que marcó su paso por Malvinas. En el norte, con sus compañeros rebelados, no hay olor a papa, hay aire en el que se puede respirar. Allí pueden romperse las reglas, por ejemplo, la de bañarse. Lo que aparece a simple vista como un caso de “delincuencia marital”, cuando el ex combatiente abandona a su esposa luego de ejercer violencia contra ella, es en realidad, la expresión de la oposición patria burguesa/rebelión. O la podredumbre y la muerte, Malvinas, el olor a humedad y a papa y todo lo que se le opone: el aire libre, el fuego purificador, el monte, el sol. No por casualidad los rebeldes prenden fuego a los pastizales en el monte, que además se incendia en verano. El fuego no destruye, sino que las ramas crecen allí a pesar del fuego, o más precisamente, por su causa. En el norte la vida está unida a la sangre y a la lucha, por eso la leche que alimenta en el monte, va junto a la sangre, así como también de las ramas que brotan del cuerpo dolorido de los que allí habitan, resisten y batallan. En la obra las significaciones del nacionalismo están invertidas, pues en lugar de ubicar a la patria en el sur (metáfora muy usada tanto por el peronismo como por el radicalismo y los militares del Proceso), la “patria” de la clase obrera es la lucha y la resistencia que se ubica en el norte. Obviamente, todo pareciera tomar un tinte guevarista, desde que, de los 70 en adelante, no puede aludirse al “norte” y la guerrilla rural sin pensar en esa experiencia política. Sin embargo, también se hunde en la tradición local (Díaz es chaqueño y Moschner misionero) de los Isidro Velazquez y los “Mate cosido”.
Tercera generación
“Acá guardo las balas, en este cajón.
Balas viejas y nuevas,
hay viejas que sirven y viejas que no sirven.”
En 1993, el hijo del soldado, buscando respuestas a la gran inquietud en que se ha convertido su vida, se va al monte a buscar a su padre, más bien a ese hombre convertido en fantasma, convertido en un mito a partir de Malvinas. Antes de partir, el hijo quema todos los recuerdos que había en los cajones de Vicenta, en especial las fotos. El engaño de Malvinas se revela por fin: si la patria de la clase obrera es la lucha, entonces el lugar al que hay que volver es al monte.
El padre se le aparece al hijo como un guazuncho hembra desollado y a punto de parir. Habrá una nueva patria nacida del padre, nacida del monte y de la rebelión, parida desde los 70. Algunas balas del pasado se heredan y otras, ya no resultan útiles. Los hombres son la clase que se debe parir a sí misma.
El caso de Los hombres vuelven al monte se presenta como una rara avis de la escena teatral argentina. Se trata de una obra programática, pedagógica, y al mismo tiempo, profundamente poética. Una reconstrucción histórica que rehúye al realismo, pero que, sin embargo, se sumerge en las profundidades de un realismo más amplio, más “realista”. Brechtiano, no por su técnica, sino por su contenido: al develar las conexiones profundas de la realidad, Díaz proclama el agotamiento de la patria burguesa y la necesidad de la hegemonía de una nueva clase. Más allá de las aporías inconducentes entre forma y contenido, estamos ante una obra de indudable valor revolucionario: Díaz ha sabido captar, en toda su magnitud, el mensaje que porta Diciembre de 2001.
[i]La obra obtuvo el tercer puesto en el 14º Concurso Nacional de Obras de Teatro a 30 años de Malvinas, realizado por el Instituto Nacional del Teatro.