El macartismo, la guerra fría y la lucha cultural. Extractos del prólogo de «Tiempo de canallas», de Lillian Hellman

en El Aromo nº 60
a60_macartismoEduardo Sartelli
Director del Centro de Estudios e Investigaciones en Ciencias Sociales
Una dama liberal

Sureña (New Orleans, 1905), Lillian Hellman gozó de una vida relativamente larga (Martha’s Vineyard, 1984) y, también relativamente, agitada. Se la suele asociar muy rápido a quien fuera su compañero durante muchos años, el escritor Dashiell Hammett, pero Hellman tiene una importante obra literaria propia. Teatro, novelas, guiones para cine, entre ellas se destacan The Children’s Hour (sobre la calumnia, 1934), The Little Foxes (sobre la aristocracia del sur estadounidense, 1939) y Watch on the Rhine (sobre el nazismo, 1941). Más famosa, o más conocida entre nosotros, tal vez sea por su autobiografía, de la cual Tiempo de canallas (Scoundrel Time, 1976) es una parte, la que aquí editamos y habla del macartismo.A mitad de los ‘30, Lillian Hellman es una de los tantos intelectuales atraídos por la experiencia soviética. Igual que muchos de ellos, la estrategia del Frente Popular le permitió ser compañera de ruta del stalinismo sin dejar de ser una “radical” americana. Es decir, lo que en EE.UU. se considera “liberal”, una reformista no muy audaz. De allí que el lector argentino pueda sentirse confundido con tanta apelación al “radicalismo”, que no alude, por supuesto, a la UCR, sino a la izquierda en general. En efecto, el terreno “liberal” americano es un suelo fecundo para la influencia “humanista” que predica el caballito de batalla del frente popular: el antifascismo. El Frente Popular es la estrategia pregonada por Stalin a partir de 1935, que identifica al fascismo como el enemigo principal, proponiendo la alianza con diversas fracciones de la burguesía “democrática”. En EE.UU. significó de hecho un apoyo a Roosevelt. Esta estrategia culminará en el “browderismo”, por su principal defensor, Earl Browder, secretario general de PC norteamericano, que se adelantará a la doctrina de la coexistencia pacífica entre comunismo y capitalismo. Es un terreno fértil porque el espectro intelectual norteamericano se ha corrido, como toda la política americana, hacia la izquierda burguesa como efecto del largo dominio del New Deal.

No sólo el estalinismo tiene cierto éxito en este ambiente, aunque sea en el mundillo intelectual. También el trotskismo conocerá su mejor momento, sobre todo en el movimiento obrero, aunque no dejará de tener influencia entre los intelectuales. Incluso una revista importante se acercará notablemente, la Partisan Review, en la que figuran nombres que se transformarán en el centro de la reacción ideológica poco después, como Sidney Hook, Melvin Lasky, Irving Kristol y otros. Como señala un estudioso de los “intelectuales de Nueva York” que protagonizaron un extraño florecimiento de marxismo anti-estalinista a fines de los ’20 y comienzos de los ’30, el hecho de que tantos miembros de ese grupo cercano al trotskismo se transformaran en creadores del neoconservadorismo, ayudó a consagrar por oposición a quienes fueron en su momento apologistas del régimen soviético, como el cantante negro Paul Robeson o nuestra Lillian Hellman. Con todo, alguna razón ha de haber para que los más consecuentes provinieran de las filas estalinistas. Y la respuesta probable es que estos últimos, no sólo tenían más “espaldas emocionales” que las que ofrecía la promesa lejana de la renovación de la revolución por la vía de una corriente débil y con tendencia a serlo cada vez más, sino que, por eso mismo, podían participar de esas experiencias que marcan la vida, como la Guerra Civil Española o la lucha anti-fascista. Lillian Hellman fue corresponsal extranjera en España y una activa luchadora contra el nazismo, lo que le valió, lógicamente, las críticas del propio Partido Comunista que, en momentos del pacto Hitler-Stalin, no podía aceptar las conclusiones anti-neutralistas de Wacht over the Rhine. Lillian Hellman puede considerarse, entonces, un nítido ejemplo de liberalismo pro-soviético típico de la era dominada por el anti-fascismo, algo cercano a lo que en la Argentina fueron, en su momento, algunos intelectuales de Sur.

Una reforma intelectual y moral

El macartismo tomado en sí mismo, desgajado de su contexto, ha sido concebido como una enfermedad pasajera. Sin embargo, no se trató de la primera ocasión en que la histeria anticomunista fue la clave de la coyuntura política americana, ni antes ni después. Ya inmediatamente después del triunfo de la revolución rusa, una ola reaccionaria se abatió sobre el país, de cuyas consecuencias resultó la decadencia del IWW, la organización sindicalista revolucionaria responsable por el ascenso de la lucha de posguerra en EE.UU. La pantalla de Hollywood no estará ausente en esa arremetida burguesa:

“La revolución bolchevique suscitó verdadera ansiedad en Estados Unidos. Los socialistas y otros activistas políticos más extremistas fueron culpados de gran parte de la intranquilidad laboral en el período inmediato de la posguerra. A raíz de la colocación de una bomba que causó daños en la casa del fiscal del Estado, Palmer, se acrecentó la histeria del ‘peligro rojo’. Esto culminó en los llamados raids de Palmer, durante los cuales fueron encarcelados 6.000 comunistas (verdaderos o sospechosos). Sea que los Zukor, Lasky, Laemmle y otros prominentes empresarios de la industria cinematográfica apoyaran expresamente la política del gobierno de Harding de persecusión de los rojos, o que quisieran simplemente sacar partido de los acontecimientos que aparecían con grandes titulares en la prensa por el bien de los ingresos de taquilla, el hecho es que se estrenaron numerosas películas anticomunistas.”(1)

Así, verán la luz Bolshevism on Trial, The Ace of Hearts y otras por el estilo. Orphans of the Storm, del padre del cine americano, David Griffith, comparaba la revolución francesa, objeto del film, con la rusa, y a los jacobinos con los bolcheviques. Hasta el fascismo era preferido al comunismo, transformando a Mussolini en un héroe de la democracia, como en The Eternal City. Sea como sea, en todos los casos se trataba de ridiculizar y/o atacar con vehemencia los ideales revolucionarios o demostrar el engaño que se escondía detrás de las bellas promesas:

“Ninguno de los filmes de este período fue más vehemente en su mensaje antirrojo que Dangerous Hours, 1920. El héroe es un joven idealista, un graduado universitario que cree firmemente en la ‘amplia libertad’ expuesta en los libros de los revolucionarios rusos. Impulsado por su fervor, apoya la huelga de los trabajadores de una fábrica de tejidos de seda y es reclutado para un grupo de espionaje bolchevique resuelto a sabotear la industria norteamericana. Boris Blotchi, cabecilla de los conspiradores y oficial del ejército rojo, quiere hacer realidad, como nos informa uno de los subtítulos del filme, ‘el sueño descabellado de plantar la semilla escarlata del Terrorismo en suelo americano’. Al final el héroe reconoce que fue engañado y denuncia a los conspiradores. El cine de mensaje norteamericano había descubierto un nuevo tipo de villano para reemplazar a los ‘hunos’.”(2)

Durante los años ‘30, la política norteamericana se verá dominada por el populismo rooseveltiano, de manera que el espectro político se correrá hacia la izquierda, proceso que llegará a su punto más lejano cuando, como consecuencia de la alianza de la URSS con los aliados contra Hitler, hasta Hollywood fabrique películas pro-stalinistas, alguna de las cuales tendrá guión de Hellman. La Gran Depresión va a llevar a Hollywood a oleadas de películas “inspiradas” en el populismo de Roosevelt, describiendo la miseria social con trazos gruesos y firmes (Our Daily Bread, The Struggle, A Man´s Castle, The President Mystery). Sin abandonar un tono derechista y conservador de fondo, el cine americano verá también surgir la crítica de Frank Capra, las películas de Paul Muni, las epopeyas de John Ford y la crítica “comunista” de Charles Chaplin en Tiempos Modernos. No se puede negar que finales como el de Viñas de Ira, basada en la novela homónima de John Steinbeck, dirigida por  John Ford y protagonizada por Henry Fonda, daban un tono épico peligrosamente izquierdista. Fonda, encarnando a Tom, el hijo mayor de una familia de desocupados que parte al oeste para trabajar en las cosechas, aprende de la derrota el siguiente mensaje:

“El hombre no tiene un alma que sea solamente suya. Sólo tiene un pedacito de un alma muy grande. Un alma muy grande que pertenece a todos. Yo estaré en todas partes. Donde alguien luche para que los hambrientos puedan comer; donde haya un policía que golpee a una persona, allí estaré yo.  Y cuando los hombres coman los alimentos que cultivan y vivan en las casas que construyen, allí estaré yo.”(3)

La madre, aceptando la decisión del novel agitador sindical, explica a su marido: “Durante un tiempo pareció que nos habían vencido, pero somos el pueblo. Nadie puede destruirnos. Marcharemos siempre hacia delante porque somos el pueblo”.

Arrastrado por las necesidades “patrióticas”, Hollywood llegará más lejos cuando se inicie la II Guerra Mundial, acompañado por un ciclo de películas anti-nazis como Confessions of a Nazi Spy, The Mortal Storm, The Man I Married o Corresponsal extranjero, de Alfred Hichtcok. La época verá también El gran dictador, de Chaplin, que sintetizará buena parte del clima ambiente. Ninochtka, por su lado, encarnará el tipo de películas anti-soviéticas que siguieron a la firma del Pacto Ribbentrop-Molotov, mostrando la crueldad de las autoridades rusas y denunciando las masacres estalinistas.

Como dijimos, durante la II Guerra Mundial, EE.UU. vivió un extraño idilio con la Unión Soviética. Demostrando hasta qué punto la superestructura política no se restringe al Estado, sino que incluye aquello que Althusser denominó “aparatos ideológicos privados”, Hollywood respondió rápidamente a la llamada. Producida la invasión de la URSS por la Alemania nazi, los rusos comenzarán a desfilar por la pantalla ocupando ahora el lugar del héroe, con la evidente intención de condicionar a la opinión pública para que acepte al nuevo aliado. Misión a Moscú inicia la saga, mostrando a un simpático y preclaro Stalin que, traicionado por trotskistas y nazis, se ve obligado a firmar un pacto con Hitler para ganar tiempo hasta que el mundo entienda el peligro que lo acecha. The North Star, Song of Russia, Days of Glory, le siguen, con temática en línea.

Vale la pena detenerse en La estrella del norte, porque el guión pertenece a Lillian Hellman. En una aldea rusa invadida por los nazis, los hombres han huido a las montañas, formando una guerrilla. Las mujeres y los niños permanecen en el pueblo, quemando la cosecha para que no pueda ser aprovechada por los invasores. En una de las escenas principales, el médico de la aldea mata a su par nazi, quien se excusa por los crímenes que comete aduciendo su obligación de cumplir órdenes. La respuesta del ruso representa bastante bien la posición que el lector verá a Hellman defender en estas páginas: “He oído de hombres como ustedes […] hombres civilizados que lamentan lo que ocurre […] ustedes son la verdadera basura […] hombres que hacen el trabajo de los fascistas y pretenden ser mejores que aquéllos para quienes trabajan, hombres que asesinan mientras se ríen de aquellos que les ordenan hacerlo”.(4)

Entonces, Hollywood, como parte del mundo cultural norteamericano, llega a la posguerra con una configuración cultural corrida hacia la izquierda liberal, como expresión de las alianzas políticas mundiales que dominaron la década anterior. El cambio de función del imperialismo norteamericano vendría a darle otra tarea a sus intelectuales, tanto aquellos que expresaban los intereses más puramente burgueses, como aquellos cuya configuración ideológica les permitía jugar un papel más progresivo, es decir, construir alianzas con fracciones de la clase obrera. A los primeros los empujaría al autoritarismo más peligrosamente cercano al fascismo; a los segundos, los obligaría a renunciar a esa ambigüedad que los constituía en “liberals” o reformistas. En ningún caso, esa conversión se realizó sin uso el de la fuerza, física, sicológica o ideológica. El macartismo será uno de los instrumentos para esa conversión, una verdadera reforma espiritual y moral, al decir de Gramsci.

 Notas:
(1) White, David y Richard Averson: El arma de celuloide, Marymar, Buenos Aires, 1964, p. 26.
(2) Ídem
(3) Citado en Ídem.
(4) Ídem.

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