Dolores que educan

en Revista RyR n˚ 10

Otra vez acerca de Sarlo, la literatura popular y la lectura masoquista (1918-1922)

Por Rosana López Rodriguez

Introducción

En el corpus de la narrativa de circulación periódica leída por Sarlo como sentimental, hemos propuesto en el número anterior de RyR una lectura de esos textos como novelas sociales, en las cuales la presencia de la lucha de clases, la crisis social y la sobredeterminación de la revolución adquieren distintas formas de representación. Una de ellas es la que designamos como estrategia desplazadasatírica y que analizamos a los efectos de cuestionar la hipótesis de Sarlo del lector infantil (frente a la cual sostenemos que ésa era una narrativa que exigía en el receptor cierto grado de interpretación política más o menos compleja de la realidad). Las otras dos formas de representación de lo social son la explícita y la implícita. Ésta última es aquella que deberá leerse escondida detrás de lo dicho. En este número nos dedicaremos entonces, a examinar aquellos textos en los cuales lo sentimental parece ocupar toda la escena narrativa.

Sarlo, al revés que nosotros, lee la novela semanal como sentimental; en su lectura lo social, si aparece, lo hace sólo para crear el conflicto en el espacio narrativo y darle sentido a las pasiones individuales. Lo sentimental domina la escena y lleva siempre el mismo mensaje: el orden es intocable, salvo que aparezca alguna solución mágica. A los protagonistas y (dado el proceso de identificación buscado y logrado en esta narrativa popular) a los lectores sólo les queda sufrir por los sentimientos irrealizables, consolándose con que el acatamiento del orden les garantice el éxito y la seguridad. El elemento mágico aparece como esperanza, en tanto que la felicidad puede realizarse de vez en cuando a partir de su intervención. Los textos son y (lo que es más importante) son leídos por el receptor popular, según Sarlo, como conformistas. El lector los lee para sufrir y en ese sufrimiento encuentra consuelo y descanso, sentimientos reforzados por la facilidad de la lectura y por la  incorporación al mundo de la cultura que dicha lectura permite. Sarlo presupone entonces un lector masoquista. Por el contrario, sostenemos como hipótesis que es probable que los receptores leyeran de otra manera. En una época de guerras y revoluciones como ésta en la que se editan estas novelas, resulta difícil creer en la hipótesis del lector masoquista. Aunque los textos estuvieran escritos con esta óptica, es posible que en lugar de sufrimiento los lectores experimentaran con el dolor. Dolor y sufrimiento no significan lo mismo. El sufrimiento es pasivo, viene de afuera, es inevitable y se siente como natural, como un destino. “Como seres sociales no estamos inevitablemente sometidos al sufrimiento. Y sin embargo, como seres sociales, estamos sometidos al sufrimiento. (…) al hambre, a las guerras, a la opresión.”[1] Como contrapartida, el dolor no es pasivo, no viene de afuera; el dolor es aprender a sentir el conflicto social como evitable, implicarse en aquello que lo provoca y hacer todo lo posible para modificarlo.  Esas situaciones sociales que en la novela semanal aparecen como sufrimiento, destino, demuestran la necesidad por parte de los autores, coincidentemente con la necesidad de la burguesía nacional, de considerarlo como inevitable. Sin embargo, nada indica que los receptores leyeran exclusivamente lo pasivo del sufrimiento; por el contrario, es muy probable que el éxito de la novela semanal dependiera de la lectura de las situaciones conflictivas como dolorosas.

A Sarlo, además, esta operación ideológica le resulta inocente, en tanto el autor se limita a darle al lector lo que éste quiere. No observa distancia alguna entre producción y recepción a pesar de que sabe que el que escribe no pertenece a la misma clase que el que lee. La diferencia entre la producción literaria burguesa y la recepción popular se cubre con la hegemonía burguesa. Así como “las ideas dominantes de una época son las ideas de la clase dominante”, cada época tiene sus sentimientos dominantes y su propia configuración dominante de sentimientos. Vale decir que lo sentimental es una construcción histórica establecida por la red de relaciones sociales en determinado momento histórico. De este modo, es crucial la afirmación de Sarlo con respecto a esta narrativa: “son textos centrados en el democrático mundo de la emoción”.[2] Esto indicaría que las pasiones son universales, que todos los individuos (independientemente de su ubicación y su tarea en la sociedad) deberían experimentar las mismas sensaciones y necesidades emocionales ante determinadas circunstancias. Ésta es la democracia de los sentimientos, una democracia burguesa que homologa al ser humano con el burgués. Las pasiones, entonces, no son universales, sino universalizadas. Exactamente en estos términos lo expresa Agnes Heller en su Teoría de los sentimientos: “(…) la identificación ideológica entre hombre y burgués es característica (…). El burgués vive su existencia como ‘burguesa’ y la generaliza como conducta humana y mundo ‘humano’ de los sentimientos.” (p.238).

Cuando en la literatura se manifiesta una regulación de los sentimientos, ello implicará una voluntad de regulación de las relaciones sociales. En tanto “democracia burguesa es el nombre de la dictadura de la burguesía en momentos de plena hegemonía”, sólo necesitamos avanzar un paso más para verificar en la novela semanal la manifestación de una hegemonía temática (lo sentimental) construida al modo burgués ideológico hegemónico. En este sentido, el concepto de democracia aplicado a lo sentimental constituye el intento de regulación de una clase social sobre los sentimientos de todas las demás. Un proceso de hegemonización: lo burgués se constituye en lo democrático. Si (en una lectura del término amplia y popular) entendemos el concepto de imperio, como dominio, hegemonía, sometimiento a, veremos cómo, en realidad, los conceptos de democracia e imperio no se oponen, siendo ambos formaciones ideológicas hegemónicas que se construyen a partir del dominio de una clase y la representación de sus sentimientos como universales. La voz de un esclavo de cualquier imperio es inaudible, no ha tenido representación, los sentimientos bajo los imperios son los de la clase dominante que ha podido representarlos. La voz del obrero en la democracia burguesa tampoco aparece si no es por la estrategia de la universalización, el que escribe muestra los sentimientos burgueses como si fueran las tareas de cualquier individuo, más allá de la clase social a la que pertenezca. Éste es el mecanismo al que apela la literatura popular del período, por esa razón se produce una fuerte identificación entre la figura del escritor y la del lector: el mundo es así, yo (como escritor) vivo el mundo así y, además, usted (que lee) es igual a mí; por lo tanto…

En momentos de plena hegemonía, es muy posible que los textos escritos en este sentido reaccionario sean decodificados por un lector sufriente, masoquista. Sin embargo, en el período que estamos considerando (en torno a la Revolución Rusa y la Semana Trágica), tal presupuesto es discutible. Los lectores bien pudieron realizar una lectura desviada de estos textos reaccionarios (que proponen el sufrimiento) o reformistas a partir de sus propios códigos de interpretación forjados por su experiencia de vida, del trabajo, de la explotación, las revueltas, las huelgas, los atentados anarquistas, etc.. En esos momentos en que la hegemonía burguesa está cuestionada, es posible que los lectores populares interpretaran las obras en una clave distinta a la del autor. Por lo tanto, la propuesta de sufrir bien pudo haber sido leída como experiencia del dolor. Tal como afirma Umberto Eco con relación a la recepción de Los misterios de París para explicar el uso popular desviado de un texto reformista: “los códigos de los lectores son fatalmente distintos del que tiene el autor”.[3]

Ahora bien, ¿cómo podemos descubrir la presencia de una experiencia del dolor y, por lo tanto, de un lector en proceso de maduración ideológico-política en estos textos? Para responder a esta pregunta nos ocuparemos de las novelas en las que el tema que expresa lo social es sentimental.  En esos textos aparece la estrategia narrativa de la elipsis; debe hacerse entonces una lectura de lo implícito, del punctum. Barthes utilizó este término para la fotografía, para designar ese agujero “que punza, que lastima, que atrae”[4] hacia el afuera sobre cual la mirada se orientará para que todo el texto adquiera un significado diferente al convenido institucionalmente. “Muy a menudo el punctum es un ‘detalle’, es decir, un objeto parcial” (p. 89) que sale de la escena textual para resemantizar todo el texto. En otros casos, ese detalle “llena toda la fotografía”/texto (p. 93). “El punctum es una especie de sutil más-allá-del-campo” (p. 109), por lo tanto, la clave está en observar esos detalles más allá del placer estético culturalmente convenido: si el detalle lo llena todo, la temática revolucionaria aparecerá en primer plano; por el contrario, si el detalle irrumpe en forma parcial, la trama será (según una lectura convencional) sentimental-erótica y disparará emociones ligadas a las relaciones sociales en conflicto. Por lo tanto, a través de lo no dicho, de lo implícito, de ese detalle que atrae la atención podrá leerse con un significado completamente distinto el texto entero: él es rico (o judío), ella es pobre (o judía), o la acción incorpora personajes de clara connotación clasista (burgueses u obreros) o ideológica (anarquistas) o bien, la resolución se enlaza con algún momento de la lucha de clases. Sostenemos que la existencia de estos “detalles” en textos aparentemente sentimentales, son indicios de que otra lectura era posible. A partir de esto podemos anticipar que no existe el conflicto exclusivamente privado en la novela semanal.

En este sentido, y como ya hemos dicho en otro lugar, Sarlo no ha realizado una lectura realmente “social” y ha elegido no ver “la vida cotidiana” que, como trataremos de probar, se manifiesta en los textos. La clave que permite a Sarlo realizar una lectura que la lleva a estas conclusiones, se encuentra en el supuesto de que esa “relación difícil pero permanente con la verdad” (p. 15) que las narraciones periódicas establecen con su referente, puede desentrañarse a partir de las “formas culturales”, las “marcas” del lector en el texto. Dichas marcas indicarían, según esta lectura, la tesis de un lector masoquista que recurre a estos textos para leer la desdicha  de otros (tan parecida a la suya propia). En tanto ningún conflicto narrativo puede resolverse en contrario de las leyes sociales y dada la homologación/identificación entre el autor/personaje/receptor, el mensaje, según la hipótesis de Sarlo, debería decodificarse en el sentido de “Mal de muchos, consuelo de tontos”. De nuevo aparece el prejuicio de la ignorancia adjudicada al receptor popular y la recepción como una especie de bálsamo catártico para el sufrimiento. Para cuestionar estas ideas, nos centraremos en este texto en la crítica al prejuicio del lector masoquista a partir de la configuración histórica y social de los sentimientos.

El detalle que faltaba: la lucha de clases

“El amor no es más fuerte que las barreras sociales. (…) no es recomendable

enamorarse más allá de los horizontes de clase, porque el orden social (…)

impone sus leyes, que coinciden con las de la conveniencia.”[5]

Los sentimientos amorosos, la pasión amorosa como hegemonía temática de la novela semanal. La presencia dentro del corpus de textos que contradicen explícitamente dicha afirmación y el peso del conflicto entre los tres órdenes de valores presentados (moral, institucional/social y de las pasiones) confirma que la novela sentimental es, en realidad, novela social. El sentimiento limitado y, por esa misma razón, motivado para la narración.

Las pasiones contrariadas que aparecen son de diversos órdenes. Veamos algunos casos. En “La hija del taller”, el eje temático es la relación que se establece entre una madre y su hija.[6] Es la historia de la construcción de dos imágenes de mujer. Una madre que construye su dignidad a partir del trabajo, una mujer que no se resigna a sostener un matrimonio con un hombre “holgazán, bebedor, pendenciero y mujeriego” que la había convertido en objeto de sus pasiones, porque sus sentimientos no son respetados ni respetables. Ella escapa del imperio de los sentimientos que intenta imponerle el padre de su hija y se somete a otra servidumbre: la del mundo del trabajo. Renuncia al postulado espacio social de la felicidad femenina e incursiona en el terreno del éxito laboral, el espacio de la felicidad masculina. El trabajo que dignifica y santifica[7], sólo lo hace con el varón. En su progreso laboral y económico, Andrea sacrifica a su hija, pues si bien el texto no la hace responsable por no haber sostenido su lugar de esposa, sí la culpa por no haber sido exclusivamente madre. Ella hace suya la sanción social para los sentimientos privados, ha sido una mala madre: “Dios (…) me perdone a mí mi oficio de planchadora. Ya no creo en mi honradez, ¡oh, Dios!, yo que toda mi vida he trabajado para ser honrada; yo soy culpable de todo y mi hija no tiene ninguna culpa. Es el resultado de mi vida de trabajo…”. La mujer trabajadora es una mala madre.

Ahora bien, no debe suponerse que el conflicto de Andrea es exclusivamente un conflicto de género. Es, en realidad, y en un sentido más amplio que por supuesto incluye al de género, un conflicto de clase. Queda en claro que la mujer pobre que supo ser ha medrado socialmente. Dejó de ser la hija de una “familia trabajadora, ignorante y sombría” y “añascando peso sobre peso, casi con avaricia, con voluntad de crearse un capitalito” pudo tener su propio taller y sus propias empleadas. Aunque “nunca dejó de trabajar” ya pertenece a otra clase social. Y eso se paga caro. La avaricia y la ambición serán la herencia para la mujer que la sucede. De hecho, Anita, la hija de Andrea, tiene estas mismas características de su madre; sin embargo, los medios que utiliza para llegar son diferentes. La joven será una mujer de placer, un objeto de los placeres de otros, creerá que los cuentos de hadas son verdades y se estará engañando, según lo entiende su madre. Andrea habrá reproducido en su hija la historia de la mala madre. Tal como afirma Sarlo, “la mujer sensual es una madre poco confiable” (p. 115) y esta afirmación constituirá el futuro de Anita, pero a instancias de una mujer que ha cometido el crimen no solamente de la sensualidad (al caer en su trampa enamorándose del hombre equivocado) sino también del aburguesamiento. Andrea ha transgredido por partida doble: una mujer trabajadora es también (como la prostituta) una madre poco confiable, ha perdido, por lo tanto, su valor femenino exclusivo y excluyente: la maternidad. Pero además, se ha masculinizado, ha ingresado a una clase social que no ha sido heredada ni adquirida por matrimonio. El texto sanciona el trabajo en la mujer y también, la acumulación de capital. La mujer que da el mal paso de género, la que se entrega a los hombres por dinero, se construye sobre la base de aquella que da el mal paso de clase. No es casual que Anita vuelva a habitar, en medio de sus lujos y placeres, en el espacio físico en que nació, ese taller que se ha desmoronado y sobre el que se “excavan nuevos cimientos”, “una nueva construcción destinada” a ella. De este modo, la culpa es la sanción social, el castigo para la madre que lo subjetiviza, lo internaliza, lo convierte en su destino, en una cuestión de mala suerte personal, lo hace suyo. 

La hija que responde a su destino de bella pobre y parece haber progresado, no recibe la sanción moral social que recibe la madre, ha tenido suerte a pesar de haber dado malos pasos, justamente porque es un rehén de los deseos y las pasiones de otros. La sociedad sólo perdona el salto de clase a la mujer si lo lleva a cabo como bella pobre, vale decir, si se sirve de su valor belleza para ascender socialmente.

Otra mujer que trabaja, Olga Vasilieff, experimenta en sus amores el límite social. Ella es “una joven médica brillante, una mujer agraciada, inteligente”, pero… es judía. Enamorada de un colega católico mantiene el secreto de su origen (judío y, por sobre todo, pobre) con la intención de convertirse, porque “para una mujer el amor está primero”. Cuando su secreto es descubierto, aparece el interdicto social bajo la apariencia del enfrentamiento religioso. Una sociedad que ha demonizado al judío como responsable de la degeneración racial y la debacle económica pone los límites. Son los peligrosos otros de una raza que “envilecida pero indómita, se agazapan en sus leyendas bajo el odio y el desprecio de la cristiandad y marchan hacia la vida (…) con sus andrajos, su suciedad y su fe”. Con idéntica estrategia, el narrador agazapa el enfrentamiento de clases bajo la forma de la religión.[8]

Ella es un verdadero peligro social porque ha dejado de ser la judía “sin nombre de los anales de los pobres”, ella ha detentado un nombre y una trayectoria que por nacimiento le habían sido negados. Su familia había vivido “oscura y miserablemente en Odessa”, “entre los rostros hirsutos, las mugrientas holapandas y los ritos solemnes de los judíos” hasta que emigró a América después de empaquetar el “grasiento Talmud”. “Iban a Estados Unidos, confundidos con los rebaños harapientos de Judá errante. Pero los detuvieron en Ellis Island. Entonces su padre resolvió venirse a Buenos Aires, donde los judíos pobres empezaban a descubrir un Canaán.”  La pobreza del judío que (a la manera de cualquier otro inmigrante, aunque aparezca bajo la forma del conflicto religioso[9]) llega para “hacer la América/Canaán/tierra prometida” entra en conflicto con la burguesía nacional: se pone sobre el tapete el peligro que representa para dicha burguesía la cuestión del arribismo social.

Es una trepadora y su transgresión debe ser castigada. Y lo será precisamente en aquello que por género, más le duele, lo que “para la mujer está primero”, se la priva de su historia de amor. El médico de quien ella está enamorada y que vive en un chalet en Belgrano, la abandona confirmando con su suicidio el límite del interdicto. Pertenecen a dos clases que no se mezclan: él, en Belgrano y ella, que “seguiría siendo la judía miserable del ghetto, la inmigrante de Odessa”, allí vuelve, al ghetto de la calle Lavalle, en una especie de llamada de lo salvaje, para reafirmar la imposibilidad de un amor que subvierta los límites de clase, para mostrar el fin de la transgresión: se suicida arrullada por el canto religioso del Jad Gadya.

El destino de tres generaciones de mujeres judías se cuenta en “El drama de Simón Krasinsky” de Abraham Rubel. La madre de Simón, la mala madre, en su ignorancia, le reprocha todos sus dolores, todo su sufrimiento al hijo y asesina al padre. La esposa de Simón es asesinada en un pogrom ante la mirada de su marido en el momento en que daba a luz una niña. La herencia de la maternidad trágica se repite (al estilo del naturalismo) en la hija de Simón: comienza a trabajar y se deja seducir por un niño bien. Huye para tener a su hijo en un hospital, un varón genéticamente castigado: “tiene la cabeza muy grande; tan grande que el médico dice que si no muere por eso antes de unos días, habrá que matarlo.” La muchacha se despide  por carta de su padre, quien muere inmediatamente después de leer las noticias recibidas. Ni siquiera la maternidad salva a la mujer, cuando es judía porque la locura (madre), la violencia social (esposa) o el desliz amoroso, no por casualidad de la mano del trabajo (hija) construyen el destino del género y de la raza. La maternidad en las judías es una condena, un mal, que, con la lógica de la herencia judía, transmiten las mujeres, aunque no sean directamente responsables (como la esposa de Simón), y sufren los varones.

“Panchita Pizarro” de Pilar de Lusarreta es una novela cuyo eje temático es el amor. Veamos, sin embargo, cómo aparece allí el conflicto social. La protagonista es de familia tradicional, aristocrática, distinguida, su padre asiste a reuniones en el Jockey Club y en su “mansión de la calle Santa Fe” conviven ya “cuatro generaciones de aquella gran familia”. Comprometida con un joven de apellido Guzmán comienzan a acumularse los obstáculos para la realización del matrimonio. El muchacho no era Alberto Guzmán sino Samuel, hijo de Abraham Gutmann, un usurero judío que había heredado no sólo la fortuna de su padre, sino también su “aptitud para los negocios”, ironía que el narrador amplía y explica: Samuel “había nacido para manejar capitales”. En la sangre, allí lleva el impostor Alberto Guzmán su corrupción. Con un registro entre despectivo e irónico el narrador nos cuenta la historia del ascenso económico de Abraham: tiene un “inmundo negocio”, un “negocito”, un “tenducho” en el que comienza a “prestar su dinerito con (…) un ilimitado interés entre sus uñas –largas y nada limpias, por cierto” y “vivía miserablemente” ejerciendo “esa misión santa de ayudar al necesitado”. El otro obstáculo, que en principio parece sentimental, es el siguiente: Samuel-Alberto estaba de novio con una muchacha judía que, no por pura coincidencia, vive en “un innoble tenducho, una casa de compra y venta”. Él sólo pudo enamorarse de esta chica, dice el narrador (y deberemos tener en cuenta la afición por el dinero que había heredado), porque “estaba atravesando ese período romántico de la juventud que en su desinterés sublime cree iguales a los seres todos”. Así como todas las crisis de la adolescencia se superan, tornando a ser los jóvenes adultos aquello que quisieron sus padres, el muchacho ya había superado esa época idealista y ya había aflorado en él el estigma heredado de la ambición, “el instinto de su raza”. Por esta razón disimula su origen, se construye una mansión “en lo más céntrico de la Avenida Alvear”, que lo resarciría de su infancia miserable no sólo por lo que representa en comparación con el “tenducho” sino también porque funcionaría como el anzuelo ideal para el engaño. Alguna muchacha de la alta sociedad ya caería, engrupida por la apariencia. Tan fuerte es en él “el deseo (…) de entrar en la sociedad porteña”…

En este contexto, es previsible la reacción familiar ante el descubrimiento de la verdad. Cuando comunican las novedades a Panchita, ella tiene una reacción moderadamente llamativa: no le interesa que sea judío, ni un impostor, ni siquiera lo habría abandonado en el caso de que hubiera sido “ladrón, asesino, estafador, todo lo más malo”. El impedimento para ella es la otra, la novia anterior engañada (como ella, aunque con otro tenor de engaño) y abandonada. En un gesto de sacrificio supremo, (pues ya sabemos cómo el amor debería regir los destinos femeninos en este tipo discursivo y en toda sociedad patriarcal, por extensión) despide a Alberto, solicitándole que vuelva con “esa niña que siempre había sido buena con él”. El trepador recibe el límite que merece y con esto sus sueños de ingresar en la alta sociedad se evaporan. Panchita puede parecer (¿es o se hace?) ingenua cuando expone en esos términos la separación; sin embargo, el narrador no lo es y el receptor no debe serlo. Ella habla femeninamente, exponiendo su renuncia en términos de sacrificio y como una cuestión exclusivamente sentimental. Con todo, esta mujer no es la Máxima/máxima violada de Cambaceres de su novela En la sangre… Panchita sacrifica explícitamente sus sentimientos (de mujer); implícitamente, no se sacrifica ella misma (su clase, su familia, su espacio de pertenencia): su actitud es masculina bajo el disfraz de la excusa de mujer herida. Su acto de habla pide al otro que se mantenga dentro de los límites de su clase (de su raza y religión) y el receptor, habida cuenta de la abundante connotación vertida por el narrador con relación al novio, reconoce esos ojos que se abren para ver la posible corrupción de clase que estaba a punto de llevarse a cabo. La protagonista no se deja invadir por los que vienen “de afuera y de abajo”[10]: el matrimonio funciona como metáfora del ingreso y del ascenso. El problema no es matrimonial – afectivo, la clave está en evitar la invasión, el peligro del arribismo…

Las familias que se destruyen o ni siquiera llegan a construirse, los enamorados que se suicidan, las hijas que se prostituyen, las madres que fracasan, los sentimientos controlados y violentados por la lucha de clases. Lucha mostrada como estéril para los proletarios, las mujeres, los judíos, los inmigrantes, un conflicto social que supera las posibilidades de los rebeldes, las excede y, por esa misma razón, cuando destruye (a nivel textual) sus sentimientos y/o sus vidas, confirma el límite. En la novela semanal hay un mundo privado regido por el sometimiento, la rebelión y el fracaso de la lucha social. Un mundo privado que no se conforma, pero que no puede sino transgredir en un intento rebelde y vano. Y sin embargo, veamos cómo los receptores populares, dadas sus experiencias, podían leer algo diferente al límite, podían decodificar en lugar de un fracaso, una posibilidad…

Conclusiones

En este texto no hemos hecho lo que Sarlo tampoco hace: un verdadero estudio de la recepción. Nos hemos limitado a mostrar que, dada la coyuntura y los “detalles”, es posible pensar otra lectura popular que la Sarlo imagina: en vez de un lector sufriente, un lector doliente. Queda para más adelante el análisis del problema de la recepción real del lector popular de este período. Sin embargo, podemos adelantar una serie de conclusiones.

La hegemonía de la democracia burguesa en el período analizado estuvo fundada en el esfuerzo por imponer las nociones de ciudadanía y nacionalidad a la de clase, por universalizar la democracia de una clase. Cuando la crisis social se inicia, surge la conciencia de clase. De allí que las novelas semanales manifiesten las fisuras en el modelo hegemónico en un doble sentido: por un lado, la coherencia temática de lo sentimental aparece siempre erosionada, violentada, ya sea porque en las emociones leemos las emociones burguesas que pugnan por imponerse (y el  lector lo sabe porque lo está viviendo) o porque, en forma explícita, el tema ni siquiera es sentimental. Por otro lado, y en una coyuntura en la que “la conciencia de clase irrumpe con fuerza”, estos textos muestran dichas irrupciones como irregularidades contra el orden hegemónico, que se limitan y sancionan. El intento de revolución existe, en vistas de que el orden establecido aparece amenazado en los textos bajo diferentes formas: la mujer que trabaja, el judío advenedizo, el inmigrante pionero y peligroso, el obrero maximalista o el anarquista, el artista excluido. Todas formas que entran en conflicto con la hegemonía democrática burguesa y la cuestionan sistemáticamente. Vale decir que debería invertirse la proposición “las pasiones aparecen amenazadas por el orden social” (literatura sentimental) de la siguiente manera: “el orden social aparece en estos textos sistemáticamente amenazado por las pasiones”.

Así como no debe subestimarse la capacidad del receptor, eliminando prima facie el conflicto ideológico en la novela semanal (conflicto cuya presencia ya ha sido probada), no deberá pensarse en una representación inocente de dichos conflictos “ya que los personajes (y las tramas) (…) se constituyen a través del filtro de la ideología del autor” y además, como se ha visto, estos autores “reflejaron ideológicamente el sentimiento de sus personajes” (Heller, p.233). Este escritor, cuyo habitus bohemio lo coloca en una situación social ambigua y paradójica, se permite (justamente por ubicarse en las afueras de la literatura culta/hegemónica/burguesa) mostrar la crisis a través de sus personajes y la representación de sus amores (u otras pasiones) difíciles, en pugna con el modelo social. Esta manifestación es concomitante con la interiorización de las estructuras objetivas que se convierten en disposiciones inconscientes en los autores. Así, muestran la convulsión social y la lucha de clases dentro de los límites sociales que la violencia hegemónica permite: sus personajes podrán transgredir, nunca abolir los límites impuestos o imponer su propia lógica de las pasiones. Representan en el malestar de sus personajes, una sociedad de clases que no se subsumen en la igualdad política del estado democrático y que debería ser modificada; sin embargo, no puede serlo. La regulación social se ha subjetivizado (en el autor y en los personajes) y esta literatura muestra la necesidad del cambio y su imposibilidad: la culpa y el castigo para los culpables es regla en la novela semanal. O, coherentemente con esto, el transgresor sólo triunfa cuando deja de cuestionar el orden social.

Una literatura que es la mímesis de los límites de la democracia burguesa y que, en su esfuerzo por mostrar su crisis, solamente logra reforzarla y sostenerla (por ejemplo, con la ideología del reformismo católico que aparece en “Un hombre desnudo” o “Ganarás el pan…”, por mencionar sólo dos casos) intentando regular los sentimientos.

No son textos del fracaso ni de la nostalgia, sino del interdicto: lo entre-dicho es aquello que se prohíbe, que pertenece al orden del deseo, la necesidad de transformación social que se representa limitado, violentado bajo diferentes formas. El hecho mismo de que los textos de la novela semanal que hablan directamente de la revolución no constituyan la mayoría del corpus es la razón por la cual podemos ver a través de los mismos lo innombrable, lo inquietante: “Lo que puedo nombrar no puede realmente punzarme. La incapacidad de nombrar es un buen síntoma de trastorno.” (Barthes, p.100). Entonces, el punctum de la novela semanal está situado en lo que designaremos peligro revolucionario; ya sea si se dispara hacia un campo ciego, un fuera del marco textual porque no se nombra o si se muestra en forma tan directa que enceguece, en cualquier caso, muestra el conflicto social en que productores y receptores estaban involucrados, esa lucha de la transgresión que dice sin decir o que dice sin dejar de mostrar el sufrimiento que hay en esa lucha.

La novela semanal aparece, en este sentido, tan paradójica, tan ambigua como sus propios productores, bohemios que no reconocen su dependencia de clase, dado que, por un lado, muestran los conflictos sociales como inevitables y por otro, escriben textos que si no enseñan a sentir, pueden ser utilizados para aprender a sentir, en la lectura popular desviada, porque representan la lucha. Los autores de las novelas semanales que analizamos no enseñan a sentir dolor, no muestran que aquello que genera malestar es modificable. Sin embargo, dada la coyuntura histórica en la que se encontraba el receptor que se implicaba en esa lectura, bien podía ser capaz de leer a través de las fisuras y, de este modo, aprender a sentir. Y en vez de percibir la transgresión inútil, sufriente, masoquista, podía leer la subversión del dolor. En esta implicación percibía que, a pesar de la sanción textual, sentir dolor era posible, que involucrarse quizá valiera la pena.

La revolución como posibilidad para el lector y como peligro para el autor. La posibilidad peligrosa de la revolución aunque apareciera castigada; después de todo, había sido posible en otro lugar, y eso los lectores lo sabían…


Notas

[1] Agnes Heller, Teoría de los sentimientos, México, Fontamara, 1989.

[2] Beatriz Sarlo, El imperio de los sentimientos, Buenos Aires, Catálogos, 1985, p.16.

[3] Umberto Eco, El superhombre de masas, Barcelona, Lumen, 1998.

[4] Roland Barthes, La cámara lúcida. Notas sobre la fotografía, Barcelona, Paidós, 1989,  p.65.

[5] Sarlo, op.cit., p.90.

[6] “Aquí está una de las razones del sentimentalismo: no combinar la peripecia sentimental con otras peripecias; no tratar pasiones fuera de las amorosas (ni siquiera la maternidad, el amor filial o la amistad merecen un espacio narrativo equivalente o en competencia con el amor)”. Sarlo, op.cit., p.86. Las bastardillas son nuestras a los efectos de hacer notar la falta de hegemonía temática en el corpus.

[7] “Por ella iba a trabajar ahora con mayor ahínco para borrar su pasado. Iba a santificarse…”, “Las manos vigorosas, santificadas por las herramientas de trabajo…”. “Los incapaces” de Oscar R. Beltrán, La novela argentina, año I, N° 13, 31 de enero de 1922.

[8] “Velado el conflicto social y económico, lo más evidente es el idioma, la raza, y su denuncia que hubiera debido apuntar al capitalismo en expansión, se deforma (…), (…) esos argumentos raciales venían encubriendo un conflicto de clases que sólo se iría poniendo en la superficie a lo largo de las décadas siguientes.” David Viñas, Literatura argentina y política, Buenos Aires, Sudamericana, 1995, p.188-9. Hacemos extensiva esta afirmación acerca de los conflictos de clase para la religión.

[9] El amor de Olga “era cristiano, sí. Más fuerte que toda su ciencia de cirujano, de médico, que todas las filosofías de la realidad y de la existencia, erguíase la superstición sublime, victoriosa.” Por eso a Olga le bastó un segundo para comprender “cuál había de ser su destino. Vio en los ojos altivos y glaciales de la hermana de Zaldívar todo el odio, el desprecio de la familia. Generaciones de cristianos de Roma, castas enteras la odiaban en aquellas pupilas frías y cristalinas.” Un punctum a pesar del castigo que el texto infringe a Olga: la religión como superstición. La familia burguesa y el pasado (la tradición) como destino..

[10] “(…) la degeneración de Buenos Aires, en verdad, no tiene su origen en los problemas matrimoniales de la ‘alta sociedad’ sino en las invasiones de ‘los que vienen de afuera y de abajo’.” David Viñas, op.cit., p.193.

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