La larga marcha de la escuela argentina hacia su descomposición
La escuela actual acepta la “diversidad” como máscara para esconder su renuncia a una educación universal. Sigue siendo una educación clasista, pero en un sentido distinto: una educación adaptada a las posibilidades de cada clase, miseria para los pobres, excelencia para los ricos.
Romina de Luca (GES – CEICS)
La gestión kirchnerista sostuvo que reinventaría la escuela, para hacerla “más inclusiva”. La contención ante la crisis social se colocaba en el centro de la escena pedagógica, pero también se trataba de recuperar la calidad perdida y fundar una nueva escuela para dejar atrás a la educación elitista, desigual e inequitativa de antaño.
Una nueva Ley de Educación Nacional, otra de financiamiento, la revalorización del circuito de educación técnica y la sanción de una ley específica, asistencia económica -Asignación Universal por Hijo, plan Progresar- para que la pertenencia de clase no fuera obstáculo para estudiar, más tiempo de estudio, distribución de libros, de netbooks, decenas de resoluciones del Consejo Federal de Educación implementando la reforma. ¿Qué resultado dio ese arsenal de buena voluntad?
Casi doce años más tarde, la escuela alcanza niveles de desigualdad, de fragmentación, de segmentación y de decadencia pocas veces vistos. Tiene más gente en su interior pero cada día educa menos. La ficción educativa actual exhibe una gran paradoja: el rendimiento “interno” del sistema mejora, más niños por más tiempo permanecen en la escuela, pero uno de cada tres no comprenderá lo que lee a los quince años ni podrá resolver una regla de tres simple. La titulación (exprés o no) se encuentra a la orden del día. Y esto no pareciera importar. Los intelectuales “progres” se encargan de encubrir la situación, edulcorando el proceso que adapta una escuela cada vez más clasista y degradada a una sociedad ya degradada. En el camino, reniega de una escuela que hizo otra cosa, intentar una educación igual para todos. La utopía sarmientina de “educar a la plebe” en el mejor nivel posible ya no existe más. Esa era una educación de clase, burguesa, pero contenía la utopía de la igualación a través de la escuela. La escuela actual acepta la “diversidad” como máscara para esconder su renuncia a una educación universal. Sigue siendo una educación clasista, pero en un sentido distinto: una educación adaptada a las posibilidades de cada clase, miseria para los pobres, excelencia para los ricos.
La esperanza de la educación
La educación argentina se desarrolló al calor de lo que podríamos denominar “ideario sarmientino”. Pero las características que asumió el sistema educativo no estaban pre-figuradas de antemano. Se impusieron no sin derrotar otros proyectos rivales. En efecto, uno de los desafíos de los intelectuales de la época era cómo imponer el orden en una sociedad convulsionada por la triunfante Revolución de Mayo. La “pacificación” aseguraría el desarrollo pleno de las relaciones sociales capitalistas, garantizando así el despliegue del capitalismo. De allí la máxima de “paz y administración” que prosiguió a la unificación estatal. La unificación debía desplegarse sobre un territorio extenso, escasamente integrado, poco poblado y, por qué no, poco educado. Cómo alcanzar la “civilización” fue uno de los temas que desvelaba a las clases dirigentes y a sus intelectuales. En esa discusión, Sarmiento y Alberdi propusieron dos posibles vías. Alberdi no negaba la utilidad de la educación pero consideraba que la inmigración sería un instrumento mucho más rápido y efectivo de cambio. En materia educativa, debía promoverse la educación comercial e industrial y no dilapidar recursos en una formación moral general. Por su parte, Sarmiento consideraba que la educación era el punto de partida de la civilización, de la ciudadanía y, por ende, del cambio. La sociedad debía asegurarse que todos los individuos recibieran educación en su primera infancia. Alberdi se preguntaba de qué le servía leer al pueblo, si no podía asumir la ciudadanía. Para Sarmiento, en cambio, la educación lo prepararía para el desempeño de las funciones sociales del futuro. Por eso, el gobierno debía hacerse cargo de la educación pública. La educación debía ser masiva y popular porque la “verdadera civilización de un pueblo” no consistía en contar con una “aristocracia del saber” sino, como afirmaba Sarmiento, en el mayor número posible de ciudadanos instruidos. La educación debía ser común, “libre de las odiosas diferencias entre ricos y pobres”. Y también pública, por el lugar que desempeñaría el Estado como agente educador.[1] Por eso, la tarea de la hora era la de estructurar un sistema de enseñanza, de instrucción pública, a cargo del Estado.
En ese debate de ideas, Sarmiento se impuso sobre Alberdi. La etapa roquista de centralización administrativa dio impulso a la conformación del sistema educativo. El Congreso Pedagógico Internacional de 1882 y la posterior sanción de la Ley 1.420 de educación, sentaron los primeros puntales. Se determinó que la educación primaria sería obligatoria, gratuita y en manos del Estado y se fijaron castigos para quiénes no cumplieran con el mandato educacional. Se ratificó la responsabilidad que la Constitución fijó para las provincias de hacerse cargo de la educación obligatoria. Como el sistema se expandía muy lentamente, en 1905, la Ley Lainez habilitó a la Nación a construir escuelas en territorio provincial, liberándolas de la carga financiera. El ritmo de construcción de escuelas aumentó y en medio siglo, la matriculación alcanzó a más del 70% de la población en edad escolar.
La masificación de la escuela posibilitó la construcción de una identidad nacional para el conjunto de la población. A tales fines, el Estado diseñó su estrategia: centralizar el mando en el poder Nacional (público), brindar una formación homogénea al conjunto de la población (común), asegurar que el costo de sostenimiento recayera en el Estado (gratuita) y a los efectos de garantizar el éxito de la empresa, obligó a toda la población a incorporarse al sistema “so pena” de castigo (obligatoria). La centralización estatal no se detuvo con la Ley Lainez. Los dos gobiernos de Juan Domingo Perón reforzaron el patrón “común”. El peronismo expresó en forma clara ese ideal: todos los niños del país debían aprender lo mismo y, de ser posible, hacerlo en el mismo momento. Todas las escuelas del país debían utilizar el mismo plan de estudios. Se ampliaron y unificaron circuitos y se dispuso un plan de estudios nacional.
¿Fue esta estrategia exitosa? Según los Censos Nacionales, hacia 1869 la tasa de analfabetismo del país era de 77,4; hacia 1895, 53,3; en 1914 35,9 y en 1947, 13,9.[2] Para la misma época, el promedio de América Latina se ubicaba entre el 40% y el 50%. En efecto, Argentina se distinguió del resto por su alto porcentaje de reclutamiento: hacia fines de los sesenta cerca del 94% de la población en edad escolar se incorporaba efectivamente a la escuela. Para 1950, los indicadores mostraban que el 85% de la población de más de diez años sabía leer y escribir. En el mismo año, el promedio de Latinoamérica se ubicaba en 58% y en Estados Unidos era de 96%. Pero también tenía límites. La deserción era alta: en el ámbito urbano el 39% de la población desertaba, el 17% ya ni siquiera se matriculaba en 2º grado. La repetición afectaba mayoritariamente a los primeros grados de la escuela primaria: hacia 1967, el 79% de los repetidores del nivel se acumulaba en los tres primeros años. A inicios de los años ’60 el promedio escolar se ubicaba entre los 4 y los 5 años de escolaridad mostrando disparidad regional: mientras en la Capital Federal el promedio era de 5,8 años y en Buenos Aires 5,4; en Chaco, Misiones, Formosa, Corrientes, Río Negro y Santiago del Estero el promedio no superaba los 3. La matrícula del nivel secundario era más bien acotada: si hacia 1958 se registraban 2.859.826 alumnos en el nivel primario, la matrícula secundaria era de 505.173 alumnos. El sistema realizaba “selecciones internas”, pero a pesar de sus déficits, la escuela primaria brindaba una formación sólida. Incluso se evaluó la entrega de certificaciones parciales de estudio al llegar al cuarto grado. Los déficits de rendimiento no deben hacernos perder de vista el eje central: en setenta años el país logró prácticamente erradicar el analfabetismo. Ese hecho colocó a Argentina en un lugar modelo dentro de Latinoamérica.
Obviamente, la escuela sarmientina creció con los límites de una escuela de clases. Su desarrollo desigual entre zonas urbanas y rurales y entre las distintas jurisdicciones, evidencia el carácter clasista de la educación. El reclutamiento de la matrícula y, en especial, los circuitos en los que se insertaba cada fracción de clase (escuela primaria, media bachiller, comercial o industrial, el acceso a la universidad) da cuenta de dicha realidad. Desde sus orígenes, la educación fue pensada como un elemento civilizador asociado al desarrollo de las fuerzas productivas y de sus necesidades. Mientras la sociedad avanzó, la educación acompañó ese proceso. No solo permitió dejar atrás una sociedad analfabeta sino que también habilito ejemplos de promoción social: la escuela bachiller como transición a los estudios superiores (fracciones burguesas y de clase media acomodada), la comercial e industrial como reaseguro de empleos para fracciones de clase media (pequeño burguesía) o de la clase obrera.
La larga marcha de la degradación
Aquel sistema educativo no existe más, ya ni siquiera como utopía. Desde mediados de los cincuenta, la burguesía se encargó de desandar aquella escuela. En realidad, se ocupó de adecuarla al agotamiento de las relaciones sociales capitalistas y a la agudización de las contradicciones sociales resultantes de la crisis. A partir de los ’60 y, con mayor fuerza, desde los años ’70, los pedagogos burgueses comenzaron a medir el rendimiento de la escuela, no con ánimo de mejorar la eficiencia educativa sino de controlar las cuentas: se trataba del abaratamiento de la maquinaria educativa. ¿Se podía hacer lo mismo gastando menos? Una de las claves era dejar atrás la homogeneidad. El concepto que iba a guiar desde entonces los esfuerzos racionalizadores fue el de descentralización, que pretendía ser una respuesta “federal” y respetuosa de lo “local”, pero cuya función real era la desarticulación completa del sistema.
Esta concepción habilitaba a “descargar” de responsabilidades al Estado nacional, que comenzó a “devolverle” las escuelas a las provincias. Por eso las transferencias de escuelas -sugerida en 1956 e implementada de hecho en 1961, 1968, 1978 y 1992- legaban también el mobiliario, los contratos de locación y a los docentes con el debido pago de salarios y de sus aportes patronales. La consolidación de veinticuatro salarios docentes y la licuación del poder de negociación sindical, fue una de las consecuencias del proceso que, con marcada intensidad, se expresó en la década del noventa.
Se adujo que la escuela se acercaría a la comunidad, que respondería a sus necesidades. Pero las necesidades que se buscaban satisfacer eran las demandas del capital. Rápidamente, se sostuvo que la “descentralización” facilitaría la constitución de “patronatos de cooperación económica” para el financiamiento educativo, se evitaría la duplicidad en los gastos, se eliminarían los gastos superfluos y el fisco lograría movilizar indirectamente recursos que no alcanzaba a recaudar de otro modo. Desde el Consejo Nacional de Desarrollo en los ’60, al Congreso Pedagógico de los ’80 pasando por la “transformación educativa” menemista y la escuela inclusiva K todos defendieron el “federalismo” descentralizador.
La fractura del sistema educativo no se limitó a un plano administrativo formal. Calendario, organización institucional, régimen disciplinar y, principalmente, currículum, fueron permeados por la nueva ideología. Se rompía con la idea de una educación común. Por el contrario, ahora se buscaba que los diseños curriculares contemplaran las necesidades regionales: cada región brindaría la educación acorde con sus necesidades inmediatas. La consecuencia: para regiones pobres, escuelas pobres.
Para el año 1980, la propuesta de regionalización del currículum en la primaria era un hecho. En esa década también se ensayó una reforma de la estructura del sistema, que luego se consolidó con la Ley Federal. Previamente, hacia fines de los sesenta, se intentó una reforma estructural del sistema (la escuela elemental e intermedia) que no fue más que la prehistoria de la Ley Federal. No extraña que el cambio de tendencia se consolidara entre fines de los setenta y principios de los ochenta. Las primeras propuestas de descentralización del sistema coincidieron con la crisis hegemónica y de acumulación capitalista que, en nuestro país, se inició en 1955. Uno de los ensayos más firmes de lo que luego sería la Ley Federal fue llevado a cabo por Onganía, aquel que representó el interés de los sectores más concentrados del capital. En ese contexto, la apertura de un proceso revolucionario, en mayo de 1969, puso en jaque sus intentos reformistas y limitó su intervención.
La reforma educativa se consolidó en varias etapas. La descentralización administrativa y curricular, entre los setenta y los noventa; el cambio en la estructura, el disciplinar y el aumento de la obligatoriedad entre los noventa y los 2000. Se cumplió así con las demandas de organismos internacionales y locales las impulsaron durante décadas. Entre 1990 y el 2000 la cobertura del nivel se amplió mejorando las “oportunidades educativas” dirán los pedagogos. La obligatoriedad empujó una mayor cobertura del sistema, principalmente en el nivel medio. Sin embargo, advertirán que el contexto social de crisis en el que se aplicó la reforma obligó a las escuelas a dar “respuestas a la inmediatez”: cubrir las necesidades de subsistencia de los niños, contener afectivamente relegando la dimensión educativa. La escuela se convertía en un comedor y en un contenedor de niños. La extensión de la obligatoriedad se revelaba entonces, como lo que realmente es: no un avance en el despliegue de contenidos educativos, sino en un instrumento de contención de la crisis social.
La profundidad de la crisis educativa se desplegó rápidamente. Desfinanciamiento, desinversión, salarios docente de miseria coparon las denuncias de la época. Pero la crisis también se manifestó en el plano curricular. Un informe de la UNESCO elaborado por Juan Carlos Tedesco y EmilioTenti Fanfani en 2001 destacaba que si se comparaban dos cohortes educativas, una de inicios de los sesenta (1961-62) y otra de mediados de los noventa (1996-97) los indicadores retrocedían. En términos relativos el abandono en 7º grado era mayor en 2001 que 35 años atrás. Algo similar ocurría en el nivel secundario. La tasa de supervivencia era menor en los noventa que la alcanzada en los sesenta.[3]
Los “logros” de la Ley Federal son “notables”: hacia el 2000, el 43,9% de los alumnos argentinos obtenían resultados iguales o debajo de 1 en comprensión lectora, siendo 5 el más elevado. ¿Qué significaba ello? Que prácticamente no sabían leer.[4] El kirchnerismo montó toda una estrategia publicitaria en torno a este fracaso estrepitoso. Prometió mejorar la calidad, unificar el sistema, mejorar las condiciones de trabajo docente. El embrutecimiento de la población era el resultado de la Ley Federal, de una escuela que había abandonado su rol educativo. Pero también era culpa del pasado, de una concepción escolar elitista.
Los resultados de las políticas educativas kirchneristas son iguales a las estadísticas del INDEC: no importa la realidad detrás de las cifras, importan las cifras. Como la realidad educativa no mejora, sino que empeora, hay que mostrar mejores “cifras”. De allí la introducción de programas de titulación cuasi compulsiva (Plan Fines 2), de allí la mejora “record” de los indicadores de rendimiento interno de la escuela por el mecanismo de pase automático de grado, de allí la negación de cualquier indicio que evidencie cuánto aprenden nuestros alumnos, como las pruebas PISA.
El kirchnerismo introduce una variante perversa en la discusión. Ahora, la burguesía y sus pedagogos progres acusan a la escuela de ser la única responsable de esos problemas. El problema ya no es el de una sociedad capitalista decadente, sino de un modelo de escuela elitista y vetusto y, cuándo no, de los docentes. Formados con viejos modelos, no saben enseñar a las poblaciones obreras, no saben evaluarlos, son autoritarios. Por eso, son los responsables del fracaso.
Para convencerlos de su responsabilidad y de la necesidad de que realicen tareas sin sentido (contener y no educar), la burguesía apela a los intelectuales “progres”, que atacan el elitismo de antaño y convocan a educar y a tener “consideración” por los pobres. Y cínicamente nos preguntan, “¿acaso no merecen educación?” Pero sus propuestas vehiculizan y agravan esos resultados que supuestamente critican. Justifican la consolidación de una escuela de clases sin ninguna pretensión universal. Cada quien recibirá lo que su realidad más inmediata determine. Para la población sobrante, los pauperizados, los miserables, una ficción que reproduce una escuela cada día más vaciada y una educación a cada paso más degradada. Hoy la escuela es más clasista que nunca. Pero si aquella era clasista, lo era en un contexto en el que la estructura social se desarrollaba a impulsos de la acumulación de capital. Esta lo es en el momento de descomposición de esa estructura. Si aquella partía de la ficción (que para ser creíble requería de alguna dosis de realidad) de la escuela como atributo de movilidad social, esta reconoce cínicamente el peso brutal de los hechos. Ya no hay ninguna realidad detrás de la ficción, por lo tanto, dejemos de crear ilusiones insostenibles que tienen, como contracara, la posibilidad de despertar sueños peligrosos. Como reconocer abiertamente este fracaso histórico es demasiado costoso, la nueva “perspectiva pedagógica” crea una nueva ficción a su imagen y semejanza: la ficción populista de la “inclusión” y el respeto a la “diversidad”. Un llamado a conformarse con lo que hay, un cántico perverso al statu quo.
Por una escuela socialista, luchemos por el socialismo
Como dijimos hace tiempo en Brutos y baratos el principal problema de la escuela argentina es su degradación. No la privatización. La población obrera no se queda afuera de la escuela porque no puede pagarla. Al contrario, está más adentro de la escuela que nunca. Pero de una escuela vaciada de todo contenido. Si queremos luchar contra ese resultado no tiene sentido seguir hablando de “privatización”. Tenemos que concentrarnos en lo que realmente está pasando: la degradación infinita de la escuela pública. Esta degradación es el resultado de la degradación social, de las transformaciones tecnológicas que hacen obsoleta una clase obrera educada, de la expansión de la población sobrante para las necesidades del capital, de la pauperización creciente de las masas. Para una sociedad degradada, una escuela degradada.
Nosotros reivindicamos una educación universal y centralizada bajo control de los trabajadores. Los fracasos educativos no son consecuencia de los docentes, son el resultado de la estructura social y es allí donde deben ser resueltos los problemas. Se trata de desarrollar la sociedad socialista y no de adaptar la escuela a un capitalismo decadente.
[1]Sarmiento, Domingo F., Educación popular, Buenos Aires: UNIPE, 2011, p. 47.
[2]Ministerio de Educación y Justicia, “Informe de la República Argentina”, en Congreso Mundial de Ministros de Educación para la Liquidación del Analfabetismo. (Teherán: 8 al 19 de septiembre de 1965) pp. 7-45.
[3]Tedesco, Juan C. y Tenti Fanfani, Emilio, La reforma educativa en la Argentina. Semejanzas y particularidades, IIPE-UNESCO, Buenos Aires, noviembre de 2001, p. 10. Los autores toman la cita del trabajo de Llach, J., Montoya S. y Roldán F. (1999); Educación para todos. Buenos Aires, IERAL
[4]Fuente: «Literacy Skills for the World of Tomorrow – Further Results From PISA 2000». OECD – UNESCO Institute for Statistics, 2003. En: http://cippec.org/proyectoprovincias/frames/Resultados.htm consultado por última vez el 10/06/2015.
Excelente artículo. Me parece que se ubica en el plano en que hay que entender la crisis actual de la escuela pública, en contraposición del humo que venden tanto el kirchnerismo como el macrismo al respecto.
La burguesía impulsa -lucha de clases mediante, por supuesto- la ciudadanización de la clase trabajadora y el resto de las capas oprimidas en función de las necesidades de valorización del capital. Así, dicho brutalmente, ciudadanía = ingreso al mercado laboral. Si esta idea es viable como hipótesis, sería interesante introducir la evolución del mercado de trabajo como variable para estudiar el tema.
Por otra parte, entiendo por «privatización» la apropiación privada de los bienes sociales (el arancelamiento es una forma, pero no la única, de privatización). En ese caso, no me parecería mal hablar de proceso de privatización de la edcucación, en cuanto el acceso a la cultura es diferencial según la clase o fracción de clase.
Entiendo que los responsables de esta página están mucho más versados que un servidor en cuestiones teóricas, así que si les viene en gana responder este humilde comentario, bienvenido. ¡Saludos!
Yo soy de la primera generación con la que experimentaron el E.G.B y el Polimodal(en 1996 terminaba el 7° grado y en 1997 comenzaba el 8°año). Habiendo pasado todo esto pude aprobar el CBC-UBA y llegara algunos finales de la carrera de historia en
Filo. Ahora estudio en un terciario de educación primaria. Comparando con otras vecinas y primas yo fui la única(Al menos en este barrio) que pudo ingresar a la universidad, incluso siendo alumna de una escuela del Estado y trabajando en servicio doméstico. Mientras que mis «adversarias» habían ido a la escuela privada(que muy erróneamente se tiene la creencia que eso te asegura el ingreso a la universidad o al terciario). No estoy muy segura de ser gramcisana en el sentido de que he usado muy bien las armas del enemigo para llegar a un fin( al menos eso escuche sobre Antonio Gramsci). Cuando el Estado me dio una beca de 50 patacones me compre una calculadora casio, meses después con una beca(año 2003) con una beca de 400$ me compre el libro de Rodolfo Walsh, «Operación Masacre». O en el peor de los casos seré darwinista, porque me he adaptado a las situaciones complejas para poder subsistir. Pregunto ¿no será que actualmente el opio de los pueblos sea el trapito, o mejor dicho la moda? Esta pregunta se me ocurre porque analizando a mis «adversarias»(quienes se habían educado con el sistema educativo anterior al de la reforma federal, que era mucho mejor) varias de ellas dejaron sus estudios argumentando que no tenían ni tiempo ni dinero para seguir estudiando. Sin embargo algo que nunca dejaron de hacer es comprarse ropa compulsivamente ¿cómo es posible que dinero para los estudios no hay y si hay para ropa? a estas personas jamás las he visto comprarse un libro sólo por el placer de leer o de informarse. Incluso teniendo mejor es trabajos que yo en los que tenían tiempo para estudiar y salarios más altos que el mio por servicio doméstico. No niego que varios de los puntos tratados en el artículo son reales. Pero también me parece importante destacar que actualmente hay una inclinación hacia las cosas que no son muy serias.
decadentes son uds! hablan de una educacion sin clases y reivindican a sarmiento!!! el mismo juego izquierdoso de siempre! fundamenten el porque de la escuela actual vacia de contenido por favor, porque no se hace mencion a q se refieren… y tiren una propuesta!!!!!!! al menos digan como se articularia una escuela «bajo control de los trabajadores»