De penas y vaquitas – Por Juan Flores

en El Aromo nº 78

juan flores image 78¿Fue nuestra primitiva pampa igualitaria y campesina?

En los manuales escolares y en los claustros académicos, se sostiene que en la sociedad colonial no existían las clases sociales. No había patrones y peones, y los esclavos disfrutaban de su trabajo. ¿Quiere saber la verdad? Preste atención. Aquí va a encontrar a los ancestros de los miembros de la Sociedad Rural y la Federación Agraria.

Por Juan Flores (CEICS-GIRM)

Corrían las últimas semanas de septiembre de 1812, cuando Lázaro Maldonado entró a trabajar en aquella inmensa estancia que todos llamaban “Los Portugueses”. Gaucho bravo, hábil domador y de buen porte, Lázaro era reconocido por sus pares –otros peones, provincianos santiagueños y de tez trigueña como él- por su destreza para enlazar vacas recién sacadas del corral. Septiembre era la época de la yerra. Una gran cantidad de ganado parido el año anterior se acumulaba en los corrales de los patrones y era preciso marcarlo, para asegurarse todo derecho de propiedad. Si no, ante la primera sequía y dispersión, había que salir a recogerlo, compitiendo por él con otros “vecinos” ambiciosos, que aguardaban expectantes para hacerse de nuevas cabezas.

La yerra atraía a miles de peones como Lázaro Maldonado, todos los años. Don Lorenzo Castro, alcalde de Chascomús –que es lo mismo que decir un “hacendado”- definía esta época de forma optimista: la yerra era para él, algo así como el “tiempo pascual” de los peones.[1] Estos aparentemente concurrían felices a la estancia y devoraban cuanto convite se les ofrecía bajo el amparo de los sauces o en una noche de jarana. Sin embargo, nada es lo que parece. Si todo era tan idílico, habrá que preguntarse por qué entonces la vida de nuestro Lázaro –que enlazó y marcó con el sudor de su frente cuanta vaca salía del corral- siguió atada a la más cruda necesidad de la subsistencia, mientras sus patrones se llenaron de miles de pesos por la venta de novillos para el abasto de Buenos Aires. Evidentemente, ese panorama bucólico trazado por Castro algo no cuajaba bien con la realidad.

Los ojos de Antonia

Que don Lorenzo Castro, un hacendado de la campaña de Buenos Aires quiera maquillar las relaciones laborales de este modo no debe extrañar ni sorprender a nadie. Su visión es la de un hacendado y su lectura se encuentra sesgada por sus intereses de clase, los de una burguesía agraria naciente y pujante. Lo mismo haría hoy cualquier burgués orgulloso de que sus empleados se pongan “la camiseta de la empresa” y trabajen gustosos horas extras, no necesariamente pagas.

Lo insólito, en cambio, es que haya historiadores académicos que elijan comprar la visión de don Lorenzo e intentar transformarla, a toda costa, en una verdad científica. Pues sí, aunque el lector no lo crea, en pleno siglo XXI, la Academia se llenó de “Lorenzos Castro” que sostienen más o menos lo mismo que el ya difunto.

El “castrista” principal es Juan Carlos Garavaglia y postula que en las estancias las relaciones no eran de lisa y llana explotación sino que asumían contenidos de reciprocidad, es decir, de una “ayuda laboral” (mingas) retribuida por el patrón mediante convites, herencia de la reciprocidad andina. Todo esto coincidía con una visión de una campaña “campesina” donde pequeños campesinos autosuficientes araban y cosechaban la tierra sin necesidad de integrarse a las fuerzas del mercado. De este modo, si en la contratación de peones había una fuerte impronta “reciprocitaria” mediada por la “cultura” común de los individuos relacionados, entonces por consecuencia debía disminuir -o no existir- su componente económico. Y con ello, la explotación.

¿Había razones para sostener esto? Ninguna. Todas las pruebas presentadas por Garavaglia no eran más que memorias de viajeros -algunas incluso referidas a la niñez-, con las que llenaba el vacío de fuentes de erogaciones de algunas estancias para algunas tareas estacionarias como la yerra. O sea, un auténtico forzamiento de los testimonios. Veamos hasta dónde es capaz de llegar para embellecer las relaciones entre el patrón y el peón:

 

“Podríamos comenzar con Hudson en Allá lejos y hace tiempo y recordar al lector la yerra en la estancia de doña Lucía del ‘ombú’. La presencia de sus cuatro hijas -entre ellas, Antonia cuya blancura de piel y alta estatura eran célebres en todo el pago- hacía que cincuenta hombres se arremolinaran para ayudar en las yerras de los pocos animales que poseían. En media jornada la yerra había sido despachada y un buen almuerzo reunía a la sombra de los sauces a todos los convidados que se consideraban bien pagos con el convite y las furtivas miradas de las hijas de doña Lucía”[2].

 

Bien, según Garavaglia, los peones no trabajaban para vivir. Las miradas furtivas de las hijas de la patrona bastaban y sobraban para que los trabajadores dedicaran jornadas enteras a la yerra, volvieran alegres a sus ranchos y continuaran con su despreocupada vida. ¿Qué es esto sino una clara subestimación de la peonada rioplatense? El punto del paroxismo llegó cuando Garavaglia confirió a la esclavitud atributos de reciprocidad:

 

“Y estos esclavos rioplatenses tienen una condición particular. Con frecuen­cia observamos que poseen ganados, vacunos y yeguarizos o que se les permite participar en la producción cerealera; comprobamos entonces que, incluso en este ámbito, se puede percibir una cierta ‘reciprocidad’ en las relaciones.”[3]

 

Es decir, si un esclavo disponía de algunos ganados, la relación ya contenía algunas variantes reciprocitarias de un mundo más igualitario y sin explotación. En el medio de este argumento, Garavaglia omitió algunas referencias básicas: cuando el esclavo usufructuaba tierras o animales, lo hace bajo arbitraria condición de su amo, cuyo condicionante es la entrega de trabajo gratuito. Además, de ese modo, el amo ya no debía proveer de mayores bienes a los esclavos. Por el contrario, era en ellos y en su trabajo donde descansaba su propia reproducción. Esto es un concepto básico y llama la atención que se lo desconozca.

Lo tuyo es mío… y lo mío también

Si hacemos las preguntas y lecturas científicamente válidas, lo que las fuentes permiten ver es que en las estancias rigen dos tipos básicos de prestaciones laborales gratuitas: las esclavistas y el trabajo asalariado, con tendencia a la predominancia de la segunda. Es decir, estaríamos ante la configuración de relaciones capitalistas en forma embrionaria. ¿Cómo podemos medir esa porción de trabajo gratuito? Básicamente, con el acceso a las contabilidades de las estancias del siglo XVIII. Cuando un estanciero fallecía, se elaboraba un documento, la testamentaria, que contenía inventarios y cuentas de la administración de sus propiedades. Estos documentos eran minuciosos, pues de ahí, debía deducirse qué parte de la herencia tocaba a cada uno de los interesados.

A través de un análisis de la testamentaria de Antonio Rivero de los Santos, hemos arribado a datos certeros para el período 1802-1809 en la estancia Los Portugueses, ubicada en Chascomús.[4] Allí, más de 15 peones “libres” trabajaban todo el año, acompañados de 7 a 10 esclavos, dos de ellos capataces. En tiempos de yerra, el número de peones crecía. ¿Cómo se les pagaba? Con tres tipos de retribuciones. En primer lugar, con 6 a 8 pesos por el mes de trabajo (algunas pocas veces, pagados en especie). En segundo, con el abastecimiento de yerba, vicios -cigarros y bienes varios- y gastos en ranchos para toda la peonada durante el período de trabajo. En tercero, con el consumo de vacas u ovinos del stock ganadero. Estimando todas estas formas de retribuciones para este período, arribamos a la cifra de 15.470 ps. Por otro lado, en el acceso a la mano de obra esclava, nuestro estanciero invirtió un aproximado de 663 pesos en el mismo período.

Además, el estanciero invirtió un total de 2.234 ps. en medios de producción. Incluimos aquí valores de inversión en tierra y ganado. ¿Cómo accedió nuestro estanciero al ganado? En principio, en 1764, compró tierra y ganado en Magdalena.[5] Unos años después, en un negocio redondo, vendió la tierra por el mismo valor, quedándose sin pagar costo alguno con una porción de ganado.[6] Así ocupó su nueva estancia en Chascomús. Luego acrecentó ese ganado arrendando el diezmo de cuatropea en 1787, un impuesto eclesiástico que le permitió cobrar una suma de valor considerable en terneras y novillos.[7] A la propiedad de la tierra, por otro lado, accedió tramitando una moderada composición en 1789.[8] Otros medios de producción eran los aperos de labranza clásicos (arados, azadones, carretas, palas…), marcas de herrar ganado, corrales y un sinfín de herramientas varias.

Ahora bien, ¿cuánto dinero ingresó en este mismo período? Poseemos datos de venta de ganado para el Abasto de Buenos Aires. La estancia vendió sistemáticamente novillos y vacas por un valor de 20.303 ps. Es así que descontando a estos 20.303 ps, la totalidad de erogaciones e inversiones ya mencionadas, obtenemos un valor de 1.936 pesos. Y observemos que no incluimos aquí ingresos por la venta de cueros ni de trigo, mercancías que sabemos que se produjeron en la estancia. Es decir, nuestro resultado es apenas un valor mínimo.

Pero, ¿qué expresa este valor mínimo? Expresa, claramente, una prestación gratuita. ¿De dónde surgió? Del trabajo humano, el único capaz de crear valor. Efectivamente, fueron los peones y los esclavos quienes lo han generado. De esta manera, el ciclo productivo se vuelve un proceso de producción de mercancías y al mismo tiempo, un proceso de creación de un valor adicional por encima de la inversión en medios de producción y de las retribuciones a la mano de obra.

Por otro lado, también podemos calcular una tasa de explotación mínima aproximada de 13%. Esto significa que por cada unidad de valor retribuido estimado en pesos, al hacendado le correspondía percibir otros 0,13 ps como valor excedente. En otras palabras, luego de retribuir 8 reales al productor directo, el hacendado se quedaría con un plusvalor de 1,04 real sin mayor argumento que la posibilidad de explotar que le confería su propiedad sobre los medios de producción y de vida.

La pavada hecha historia

“Las penas son de nosotros…” decía Atahualpa Yupanqui. No le faltaba razón. De algún modo, supo resumir en un verso todo lo que aquí procuramos demostrar: que en las estancias coloniales prevalecían relaciones de explotación. Eso mismo es el capital: una relación social entre partes (patrones, peones, aunque aquí se le suman los esclavos) mediada por las cosas (stock ganadero y tierras) donde rige la explotación como norma general. Allí, unos sufren las penas de ser quienes aportan trabajo gratuito. Otros se apropian de él. Pero la lucidez del poeta es la misma de la que carecen aquellos que se adjudican “renovar” el quehacer científico histórico. Y es que estos académicos encubren esta ecuación con razonamientos que no resisten una contraprueba empírica. Nunca viene mal entonces un baldazo de realidad para su mundo de fantasía.

Notas

[1] Citado en Mayo, Carlos, Estancia y sociedad en La Pampa, Editorial Biblos, 1995, p.125.

[2] Garavaglia, Juan Carlos, Pastores y labradores de Buenos Aires, una historia agraria de la campaña bonaerense, Ediciones de la Flor, 1997, p.338.

[3] Ibídem, p. 360.

[4] Archivo General de la Nación, Sucesiones 7776 y 7777.

[5] AGN, Protocolos Notariales, Registro n°3, 1764.

[6] AGN, Protocolos Notariales, Registro n°6, 1767.

[7] AGN, Sala IX, 13-2-3.

[8] AGN, Sucesiones, 7777.

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