Pablo Rieznik nos ofrece un lúcido análisis de la crisis actual tanto en su nivel económico, social y político
Por Pablo Rieznik (docente universitario y militante del Partido Obrero)
Dos precisiones iniciales retratan la situación actual de derrumbe de la economía argentina. En primer lugar, los pronósticos moderados prevén, para este año, una caída de la economía superior al 10%; esto después de un recesión continuada desde finales de 1998. En consecuencia, en segundo lugar, al finalizar el 2002 el producto bruto por habitante en la Argentina será inferior al del final de los años sesenta. En esos mismos años, el manual más leído de economía en la Universidad comenzaba mencionando el caso extraordinario de estancamiento argentino que se verificaba en el hecho de que al principio de es misma década, la producción per capita nacional se encontraba en los niveles de 1948.
En retroceso de semejante magnitud sólo se asemeja a lo que serían los resultados de una destrucción bélica y sólo admite comparación en la historia presente con la catástrofe acontecida en la vieja URSS, provocado por el proceso de restauración capitalista. Ambos casos, el argentino y el ruso son emblemáticos. El último porque fue presentado originalmente como el renacimiento mismo de la historia y, al mismo tiempo, paradójicamente, como su culminación. De este modo el siglo XX habría tenido su signo clave en lo que representa una suerte de desvío patológico y que el colapso de fines de la pasada década del ‘80 y comienzos de los años ‘90 vino a poner fin (no son pocos los historiadores y cientistas sociales que han escrito profusamente sobre la alienación mental que dominaría a los líderes de la revolución de octubre de 1917).De todas maneras, la historia habría así retomado su curso definitivo para cumplir con la profecía anunciada hace más de doscientos años por los teóricos del modo de producción moderno: la historia concluiría con el capitalismo, la difusión universal de la mercancía como célula del tejido económico y un tipo de organización social que permitiría, por primera vez en el desarrollo de la civilización de nuestra especie, una adecuación natural a la verdadera esencia del ser humano.
En este contexto internacional la experiencia argentina no es menos relevante. Mientras el país de la propiedad estatizada sucumbía definitivamente, Argentina emergía en el horizonte como el modelo más perfecto de la “nueva economía” aquella que según sus mentores –algunos de los cuales se hicieron acreedores al premio Nobel- superaría las imperfecciones de su propio pasado, en particular aboliendo el comportamiento cíclico del capitalismo, terminando, por lo tanto, con las crisis y alumbrando un sendero de ganancias y actividad en perpetuo ascenso. Bastaba para ello con brindar garantías irrestrictas para el movimiento del capital: desregulando, desestatizando, liberando de toda barrera y aún asegurando con el poder del Estado (para esto sí) la bendita y segura movilidad. El economista Cavallo, el artífice e icono del régimen de Menem, que sube al gobierno en 1989 regala entonces al mundo la “convertibilidad”, que cumplía la función de aparecer como el sinónimo mismo de la nueva era: la Argentina representaba la perfección de las posibilidades del cálculo económico para el dinero mundial puesto que cualquier resultado de un negocio al interior del generoso suelo argentino quedaba al mismo tiempo, cristalizado en dólares, la divisa planetaria.
El enorme éxito que explica…
La Argentina de Menem y Cavallo se transformó así en el símbolo mismo del modelo neoliberal, del llamado consenso de Washington, del capitalismo ahora condenado a un ascenso irreprimible. En el ámbito nacional e internacional durante el primer lustro de los años ‘90 la economía argentina y los frutos de la convertibilidad se presentaban como evidencia misma de la novedosa realidad. Sólo por razones de espacio es que evitamos ahora las citas interminables que aludían al fenómeno, inclusive en las trincheras del llamado progresismo que admitía, al menos, la “lucidez” y capacidad del mentado Cavallo para dar una salida al capitalismo nativo. No olvidemos que el mismo progresismo centroizquierdista, que encarnó el otrora vicepresidente Carlos Chacho Alvarez, convocó al ex ministro para integrar el gobierno de la Alianza, presidido por Fernando De La Rúa a principios del año pasado.
Naturalmente que, detrás de las cifras de “crecimiento” de los primeros años de la administración de Menem, se escondían contradicciones irresolubles y hasta ficción contable como se verifica en el hecho de que Argentina exhibía un enorme Producto Bruto Interno (PBI) en dólares como resultado de un tipo de cambio fijo, establecido por ley de la nación y que ocultaba toda estimación realista. Un caso fantástico porque la magnitud del PBI pasó de los 70.000 millones de dólares a mediados del ‘80 a los 300.000 una década después; una suerte de record mundial de cre cimiento. En todo caso no es menos cierto que todas las metas de política económica fueron llevadas hasta un extremo prácticamente completo en términos del llamado recetario capitalista postmoderno: desregulación, privatizaciones, apertura externa, etc. Por esto mismo, porque el denominado modelo neoliberal se impuso sin restricciones, porque dio todo lo que podía dar, el estrépito de la caída es ahora tan brutal. Lo que importa destacar, sin embargo, es que de este modo se puso de relieve no ya las limitaciones de esta o aquella medida o política económica sino del sistema capitalista como tal, una caracterización que nos ocuparemos de desarrollar en lo que sigue de este texto. Lo prueba, desde ya, la evidencia de que la bancarrota definitiva correspondió no al gobierno centro derechista de Menem y compañía sino a su sucesor centroizquierdista que accedió al poder a fines de 1999 como si fuera la antípoda del anterior.
Una de las primeras transformaciones paradigmáticas –con toda seguridad la más importante- consistió en lo que se llamó la reestructuración de la deuda externa y que, según el abordaje convencional, permitió reinsertar a la Argentina en el contexto internacional. Recordemos que cuando Menem accede a la presidencia la economía nacional se encontraba paralizada, en cesación de pagos y la desorganización productiva y comercial progresaba en un contexto hiperin-flacionario. Entonces la cuestión fue resuelta mediante lo que se conoció como la solución al en- deudamiento en los términos del Plan Brady: la circulación económica fue retomada, la actividad comenzó a expandirse, los vínculos comerciales y financieros con el exterior restablecidos. Parecía que el problema de la deuda había desaparecido y que su cuestionamiento quedaba como una suerte de rémora injustificable por parte de la izquierda que no se modernizaba. En contrapartida, comenzaba la “modernización” menemista.
…la caída sin fin
Cavallo renegoció en 1992, una deuda que no se pagaba a los bancos privados extranjeros del orden de los 30.000 millones de dólares. En realidad, de conjunto, se trataba de un fraude heredado de las gestiones militares y civiles previas y que había sido descontada por los propios acreedores mediante comisiones y tasas de interés usurarias, transferencias no contabilizadas y maniobras del más diverso tipo. Precisamente por lo que acabamos de señalar, el valor real de esta deuda en los mercados secundarios era de aproximadamente el 10% de su valor nominal. Por lo tanto un endeudamiento de 3.000 millones de dólares –que en los papeles era de 30.000- fue reestructurado a plazos más largos, para aliviar la carga inmediata del pago de los intereses a costa de capitalizarlos y convertirlos en nueva deuda. De tal forma que el endeudamiento se incrementó hasta los…54.000 millones de dólares.
Adivine el lector: los pagos comenzaban a hacerse más pesados hacia el final de los ‘90 y comienzos del nuevo siglo, exactamente cuando el país ingresa nuevamente en cesación de pagos; ahora con una deuda externa del orden de los 150.000 millones de dólares. Entre tanto, sin embargo, todas las empresas públicas habían sido privatizadas lo cual constituyó no apenas un negociado multimillonario. En términos de la economía corriente implicó un severo golpe a la balanza de pagos (mayores importaciones atadas a los grupos extranjeros privatizadores y mayor salida de divisas por lucro y dividendos de esas mismas corporaciones económicas) y también un costo creciente y asfixiante para las finanzas públicas.
Un ejemplo muy sencillo permite entender esto último: la privatización del sistema previsional. Al pasar compulsivamente a los trabajadores a las llamadas Administradoras de Fondos de Jubilación Privada (AFJP) el estado tuvo que asumir el costo del pago a los jubilados que eran financiados con esos fondos provenientes del descuento de los salarios del personal activo y con los denominados aportes patronales. Estos últimos, a su turno, fueron reducidos con el cuento de estimular el empleo (en cambio la desocupación progresó como nunca hasta alcanzar en la actualidad a casi un 50% de la población económicamente activa, si se considera el desempleo abierto y las diversas manifestaciones del llamado desempleo encubierto). Conclusión: el presupuesto público se convirtió en un gigantesco subsidio al capital financiero. En los últimos ejercicios, casi un 40% del total del gasto estatal era destinado al sistema jubilatorio. Hasta un 20% adicional se destinaba a cubrir los intereses de la deuda pública que se incrementaba como resultado del propio desfinanciamiento provocado por la política oficial. Esto no podía concluir sino en una fantástica bancarrota como hasta un niño puede comprenderlo. No hay déficit fiscal en la Argentina. Sucede apenas que el dinero público fue enajenado en proporciones gigantescas para financiar el negocio tanto de los grupos privatizadores (incluidas algunas corporaciones nacionales) como de los acreedores de la deuda dolarizada (idem).
¿De que estamos hablando?
Hablamos, entonces, de una bancarrota capitalista es decir, que tiene como contrapartida una expropiación sin precedentes a la población trabajadora, una destrucción similar de fuerzas productivas y que concluye con una suerte de auto descomposición del sistema económico y una expropiación que se extiende a buena parte de la clase propietaria. Sobre lo primero recorren el mundo las cifras y hasta las imágenes de la enorme degradación de las condiciones de vida de la mayoría de los argentinos, así como de su irrefrenable pauperización que en la actualidad alcanza a casi la mitad de la población que vive bajo la línea de pobreza, es decir, sin poder acceder a los requisitos mínimos de la supervivencia.
Sobre el colapso dan cuenta las evidencias de una cadena de pagos completamente deshecha y de un sistema financiero que explotó como consecuencia de sus fenomenales negociados, acumulando bonos del estado que hoy no valen nada, préstamos incobrables y un proceso de autovaciamiento “liberal” que es difícil de precisar sin que se abran los libros contables, se termine con el secreto comercial y bancario y se proceda a una investigación pertinente. Este enfoque es un punto clave para la comprensión de la situación argentina, un caso paradigmático del proceso de autodisolución que acompaña la naturaleza misma del régimen económico y social que, de acuerdo a señalamientos aquí indicados, es la manifestación particular de un fenómeno que se extiende más allá de las fronteras nacionales. Si al comienzo de este trabajo mencionamos el caso ruso, las limitaciones obligadas del texto nos impiden ahora referirnos al Japón, que se encuentra en un cuadro crónico de estancamiento económico desde hace más de una década y con un sistema financiero que también se encuentra al borde de la quiebra al punto que un destacado órgano de la prensa internacional acaba de plantear que “la alternativa para los bancos japoneses es un rescate estatal o una crisis a la argentina”, lo cual terminará seguramente con las dos cosas al mismo tiempo. En Argentina asistimos a una manifestación concentrada de una crisis de alcance mundial que expresa el agotamiento profundo de la forma social moderna de producción.
Lo que sobra y lo que falta
Un gran equívoco permite clarificar nuestra argumentación: en varias partes del mundo han comenzado, en el ámbito oficial, paraoficial y hasta eclesiástico, campañas de solidaridad con el pueblo argentino consistentes en la recolección de alimentos para paliar la situación de extrema pobreza que afecta la nación. ¡Pero la Argentina nada en un mar de alimentos! En el año 2001, que finalizó con un estallido popular sin precedentes, el país conocido desde tiempos remotos como granero del mundo, tuvo la mayor cosecha agrícola de toda su historia. No se trata, por supuesto, de un caso aislado. La industria se encuentra con una capacidad ociosa también sin precedentes. En el parque automotriz metalmecánico localizado en la provincia de Córdoba, la industria funciona desde mediados del año pasado una semana por mes, y siquiera eso en la actualidad. Un cuadro desolador de máquinas paradas y obreros desocupados.
Sin embargo, los economistas convencionales repiten el eslogan de que para salir de la barbarie actual es necesario el crecimiento, que el crecimiento requiere de inversiones y que sin restaurar la confianza para tal cometido el futuro es incierto. Se trata, como se deduce de todo el análisis realizado de una zoncera elemental. Argentina está saturada de inversiones, sobra capital para las posibilidades de su realización productiva bajo la forma social que le es propia. La consecuencia es que bajo el peso de un proceso de sobreinversión, sobreacumulación y sobreproducción agoniza ahora literalmente una parte entera de la población argentina. Econo- mistas que en su momento apoyaron a la Alianza proclaman en estas circunstancias lo que denominan un enfoque heterodoxo: un “shock de demanda” para reactivar la economía. En el nivel de colapso presente esto sería imposible sin proceder a la nacionalización de la banca y la industria quebrada, liberar los depósitos inmovilizados de los pequeños y medianos ahorristas, investigar el resto de los activos y pasivos financieros y declarar definitivamente la liquidación del pago de la deuda. Un subsidio a los pobres –a esto se limita el mentado “shock”- concebido como un correctivo para la economía capitalista, ignora la naturaleza de la crisis y la dinámica real de los antagonismos sociales y materiales que en la Argentina están colocados al rojo vivo.
El hilo conductor del este abordaje que presentamos permite echar luz sobre lo que sucede en el momento presente. Tomemos el caso del ahora mundialmente conocido “corralito”. No es difícil recorrer la gran literatura que le adjudica a esta expropiación de los depositantes en el sistema bancario el bloqueo definitivo y el hundimiento general de la economía argentina. Finalmente es fácil entender que sin la circulación de la moneda y el crédito no hay actividad económica posible. Pero el corralito no es un “error” de política económica, habida cuenta de que el mismo fue planteado como una salida de emergencia a la corrida bancaria que lo precedió. Entonces, acaso, ¿el problema radica en la conducta de los ahorristas en una suerte de pánico colectivo que según algunos economistas es el ingrediente incomprensible de todo crac como el que marca a la situación argentina?
De ningún modo. Los ahorristas fueron tardíamente a los bancos luego que los grupos económicos y los propios bancos vaciaron al sistema financiero. Desde principios del 2001 se fugaron del país alrededor de 25.000 millones de dólares en reservas y depósitos y se estima que en el exterior los grandes propietarios del país poseen activos por una cifra que supera los 100.000 millones de dólares. ¿Y por qué se produjo esa fuga? Por el quebranto implicado en el proceso de sobreacumulación, sobreinversión y sobreproducción. Entonces, no se trata de “errores” de política económica. Atención: no es que no haya ni pueda haber “errores” de política económica –para lo cual el concepto debería ser precisado con algún rigor-; sucede que estos pueden incidir en los ritmos, la secuencia, la forma que adopte la crisis. No obstante, lo que aquí indagamos es la naturaleza misma de la crisis y no sus manifestaciones episódicas o circunstanciales, el epifenómeno.
Pesos y dólares
En este terreno la “pesificación” de los depósitos que ha tenido que adoptar a comienzos de febrero el gobierno de Duhalde es, en lo esencial, un intento por licuar la deuda de los grandes grupos económicos que no podrían subsistir si sus pasivos en dólares tuvieran que ser saldados en la divisa norteamericana. Un ejemplo de lo que señalamos permite captar rápidamente la cuestión: una empresa que hasta noviembre pasado debía 10 millones de dólares debe ahora el mismo monto en pesos pero puede llegar a saldar esa deuda con bonos devaluados del gobierno que se adquieren al 30% de su valor nominal y que el Banco Central reconoce íntegramente a los bancos acreedores. Resultado: con 3 millones de pesos, es decir, 1,5 millón y medio de dólares, la empresa rescata la totalidad de su deuda al 15% de su valor original. ¿Quién paga esta “transferencia de ingresos” de alcance homérico? Lógicamente, los pequeños y medianos ahorristas y la finanza pública. De ahí que el Estado en quiebra plantea ahora emitir bonos y moneda que los cálculos más conservadores estiman, por señalar alguna cifra, en 20.000 millones de dólares, para cubrir a los bancos por el eventual subsidio otorgado a sus deudores y solventar el propio gasto estatal confiscado por estos procesos de salvataje. Es claro, además, que el incremento explosivo del dólar y de la inflación es funcional a ese mismo salvataje por lo cual detrás de la demagogia pseudo nacionalista que justifica la “pesificación” tenemos una política que dispara la desorganización de la actividad económica a niveles explosivos. El gobierno podría elegir la variante de tributar a las empresas que se benefician con la devaluación, en particular a los exportadores y a las petroleras, algo que no ha pasado de la demagogia y que ha abierto un terreno muy grande choques que el débil gobierno de Duhalde no consigue manejar. Ni que hablar de qué hacer con el endeudamiento externo en dólares y que se ha transformado en un problema de alcance internacional porque el default argentino es inmensamente superior al ruso de 1998 y no resiste comparación el ecuatoriano el año 2000. La crisis, como se ve no ha tocado fondo.
La disputa “por arriba”
El FMI se niega a subsidiar estas maniobras y pretende que una parte entera de los propietarios nacionales y extranjeros rivales sea liquidado a favor de la penetración de los capitales norteamericanos. Entonces sí habría “ayuda”. Algo que ilustra muy bien sobre un componente de la crisis: la sobra de capitales sólo puede resolverse en términos capitalistas mediante un enfrentamiento feroz entre los “actores” que disputan los despojos y la reestructuración de un mercado colapsado. Es un secreto a voces que el Departamento del Tesoro norteamericano procura desde hace tiempo la quiebra argentina con el propósito de apropiarse de nichos y ramas enteras de la producción, los servicios y las finanzas en manos del capital nativo y extranjero rival (español, en particular); en función de proceder al “take over” sobre sus activos que se desmoronarían como consecuencia de la bancarrota. En función de esta bancarrota es que dejó sin soporte al tándem De la Rua-Cavallo y prepara un eventual recambio ante las dificultades y el callejón sin salida del gobierno Duhalde.
Así como la guerra es la continuación de la política por otros medios, la pesificación es la continuidad de la economía dolarizada del uno a uno. Ambas son las formas particulares de una impiedosa política de explotación capitalista. Si la convertibilidad menemista no fue otra cosa que una gigantesca confiscación de los trabajadores y el patrimonio nacional, la devaluación duhaldista tiene como propósito fundamental depreciar los salarios, los gastos estatales (en particular sueldos y jubilaciones) y la deuda de los capitalistas a costa del pequeño y medio depositante. Se pretende con todo esto crear un nuevo piso de rentabilidad para el capital, con activos brutalmente desvalorizados y con costos de mano de obra que ahora son como los de Haití. Pero “el capital” es todavía una abstracción que, en la realidad, se materializa en múltiples capitales que pugnan entre sí por copar la partida. En pleno proceso de restauración capitalista en la vieja URSS, un economista de nota señaló, que con el mercado restablecido, las cosas se podían encaminar según la reglas de la competencia capitalista. El problema era que la constitución de ese mercado y de sus reglas carecía de toda regla y se resolvía por la fuerza bruta. Se refería de este modo a la guerra de mafias y clanes de la vieja burocracia y sus financistas internacionales para apoderarse de los escombros de la propiedad estatizada. Algo similar sucede con la Argentina capitalista colapsada.
Si se toma la crisis como un todo, el propósito de la totalidad de los grupos económicos que circulan en torno al poder y a la definición de un rumbo ante el estallido generalizado es que la financiación de la salida de esta situación sea producto de una nueva confiscación a la población trabajadora, como ya puede verificarse en las vicisitudes de la situación que acabamos de comentar. Esto significaría un retroceso civilizatorio para el país que está presente en los reclamos unánimes a un recorte del gasto estatal en un país en el que la salud, la educación, la vivienda y los servicios públicos en general se encuentran en ruinas mientras la miseria social no encuentra límites en su sistemático progreso. Este punto nos conduce al centro mismo de la crisis argentina: la inmensidad de la rebelión popular que se extiende en el país. Un fenómeno indisociable del proceso de disolución económico capitalista y que junto a él otorga una connotación de alcance completamente excepcional y revolucionaria al momento, a la etapa que atraviesa en el presente la Argentina.
La rebelión “de abajo”
Como es sabido el detonante visible de la situación actual en la Argentina fueron las jornadas del 19 y 20 de diciembre, cuando la población movilizada en una manifestación de alcance nacional (pero que tuvo su epicentro en la histórica Plaza de Mayo) produjo un aconte-cimiento único en el país: la caída inmediata de un gobierno bajo la presión misma de la insurgencia popular. Nótese bien: no la retirada de un gobierno militar ni de una dictadura; no la derrota de un Videla o un Pinochet sino la puesta en fuga de un gobierno democrático, constitucional, dirigido por un partido afiliado a la Internacional Socialista y cuyo signo particular era su alianza con un partido de ascenso fulgurante de la centroizquierda, partidario del progreso social, moderno e identificado por su declarada oposición al corrupto neoliberalismo.
Un protagonista clave del “Argentinazo”[1] de fines del año anterior fue la clase media porteña, la misma que hegemonizó la movilización electoral que llevó a De la Rua y a Chacho Alvarez al poder. Esta clase media porteña, implacablemente agredida por su propio gobierno se insurreccionó el 19 y 20 de diciembre cuando De La Rúa pretendió establecer el Estado de Sitio en el país. Una medida dirigida precisamente a neutralizar a esa misma clase media, a asustarla con los saqueos crecientes que asolaban en el país, con los “pobres” y “hambrientos” que amenazaban las normas de convivencia “democrática” y hasta la pequeña propiedad de productores y comerciantes. En cambio, igual que los “pobres” y “saqueadores”, la clase media se unió a ellos y ganó multitudinariamente las calles, cacerola en mano, para echar el Presidente.
Entre las más disparatadas interpretaciones de estos hechos se encuentra la que sugiere que los acontecimientos en Argentina están marcados doblemente por la espontaneidad y por la ausencia del sujeto histórico que para cualquier ciudadano, militante o intelectual de izquierda que se precie es el movimiento de los trabajadores. Ambas cosas son redondamente falsas: las jornadas insurgentes de los últimos meses estuvieron largamente precedidas por las más diversas luchas de los trabajadores y de las diversas capas de la población atropellada y agredida en los últimos años. En 1993, para no ir más lejos, en pleno apogeo del menemismo un levantamiento provincial en Santiago del Estero concluyó con la toma y la quema de las sedes de los tres poderes –Ejecutivo, Legislativo y Provincial. En 1997 un suerte de revolución similar se produjo en la provincia de Neuquén, inaugurando un fenómeno que desde entonces se extendería hasta convertirse en un emblema de la lucha popular, los cortes de ruta. Comenzó a aparecer entonces, un particular invento argentino cuya denominación recorrió el mundo: el piquetero.
Argentina piquetera
Lo cierto es que en la historia no hay novedades sino creaciones de las masas que se ponen en movimiento y que más o menos conscientemente retoman con originalidad las lecciones y experiencia del pasado. Los piqueteros, emergente de las filas de la desocupación masiva que creció como mancha de aceite en los últimos diez años, son en su inmensa mayoría, ex obreros. Muchos de ellos con experiencia sindical y de lucha previa. Los que levantaron ciudades enteras en el norte argentino en los últimos años, como es el caso de Salta, en el extremo noroeste del país. Ex trabajadores de la petrolera estatal que, entonces, pasaron del reclamo de subsidios al desocupado a la reivindicación de puestos de trabajo genuinos en las empresas privatizadas y formularon inclusive, planes reorganización social y económica de las zonas devastadas por la política confiscatoria del gobierno de turno. En noviembre del 2000 una huelga general, convocada por las centrales sindicales dominadas por burocracias vinculadas a la dirigencia estatal, fue tomada por los piqueteros, probando que la “novedad” no era sino la reconstrucción de un antiguo recurso a la acción directa que forma parte de la historia misma del movimiento de los trabajadores en la Argentina y en el mundo también.
Los propios hechos de diciembre pasado fueron precedidos por diversas huelgas locales y nacionales, ocupaciones de lugares de trabajo, cortes de ruta a lo largo y lo ancho de todo el territorio argentino, dos Asambleas Nacionales del movimiento piquetero que marcaron toda la vida social del país a lo largo del 2001 planteando antes que nadie el Fuera De La Rua-Cavallo, abriendo el debate sobre un poder alternativo. Solo una apreciación muy superficial o interesada puede pasar por alto que una muy extensa y hasta demorada etapa de movilizaciones y luchas sociales produjo este fenómeno, apenas inesperado para quien no quiera entender. Por esto a la pequeña burguesía porteña no le brotó el enano fascista sino su antagonista perfecto, el piquetero. El mismo que progresa ahora con la extensión inédita de las Asambleas Populares que los vecinos, ciudadanos y trabajadores de Buenos Aires están organizando en cada barrio, que han votado su unión con el movimiento piquetero y buscan afanosamente en conjunto llenar el vacío creado por el hecho de haber(se) derrumbado un sistema económico y social para completar el programa y la perspectiva de uno nuevo. La consigna votada por la Asambleas Populares es “que se vayan todos” y que el poder pase a una Asamblea Constituyente que reorganice todo el andamiaje económico, social y político del país.
En la Argentina de hoy, en consecuencia, se plantea algo más que una crisis económica o una crisis de poder, puesto que ambas son la manifestación de una sociedad con poderosas tendencias a la disolución. Una vez más: porque es la emergencia de una relación social agotada. Argentina es hoy el eslabón más débil de una enorme cadena planetaria. El lucro -no la globalización vagamente definida- no puede ser ya el motor del progreso social; comprendido éste no en la nebulosa de una moral poco precisa sino como sinónimo de mayor rendimiento del trabajo de escalas productivas más vastas, de un dominio colectivo sobre la naturaleza.
Lo que viene
Ahora una suerte de revancha setentista recorre el país, como aquel viejo fantasma del famoso texto de 1848. Pero el espectro se mueve en un terreno concreto. Es mentira que en la Argentina se derrumba «la política». Se acabaron y se encuentran en avanzado estado de descomposición formaciones políticas específicas: el radicalismo, el peronismo, la tercera vía centroizquierdista que se pintó a sí misma de progresista cuando se asimiló a la reacción conservadora. El viejo topo, ya que aludimos a clásicos del pasado, consuma su trabajo: todas las expresiones políticas de la burguesía argentina se encuentran en estado de remate en el cuadro de una experiencia colectiva de todas las clases sociales. Están carcomidos los cimientos de la vieja Argentina. Entonces el espectro se corporiza, debe corporizarse: un sujeto social que se recupera. Como puede, porque si la ruta no es lineal la iniciativa puede pasar y está pasando al campo de lo trabajadores.
La Argentina piquetera, la Argentina de los piquetes y las cacerolas necesita otra política, necesita desear el poder, es decir, la clave de la transformación y no el sueño subcomandado de la negación, del que niega el deseo como la zorra a las uvas. Para escribir y poner en práctica el programa de una época distinta: el de la expropiación de los expropiadores, el de la confiscación de la gran propiedad de los medios de producción, el de un plan económico, social y político de sus productores-trabajadores. El viejo topo destruye; la conciencia y la acción -organización- construyen. Ha sonado una hora decisiva para la agotada burguesía nativa, para las clases dirigentes históricas, sus partidos y programas. Es la hora, entonces, de una nueva alternativa social dirigente, de los trabajadores, de su partido, de un partido obrero, de un programa que le sea propio. Es exactamente lo que está en marcha. En este sendero avanza la convulsionada Argentina de este 2002, a través de una movilización inédita cuyas lecciones merecen una reflexión que también debe “globalizarse”. Ya nada será como antes.
Marzo de 2002
Notas
[1] Ver: Altamira, Jorge: El Argentinazo: la historia como presente, Ed. Rumbos, Bs. Aires, enero 2002; una colección de artículos imprescindible para comprender los acontecimientos argentinos.