Por Nicolás Grimaldi y Romina De Luca
El horizonte educativo no puede ser hoy más oscuro. Resulta paradójico decirlo porque la degradación educativa a la que nos empuja el capitalismo se cuece hace décadas lo que, de alguna manera, “quita” capacidad de asombro. Cinco de cada diez alumnos desertan de la escuela secundaria. Desde la Ley Federal pasando por la LEN se demuestra que unir de manera lineal mayor tiempo en la escuela con el aumento del conocimiento recibido, es una lógica mentirosa sobre todo cuando esa extensión va de la mano del vaciamiento de contenidos. La promoción automática parece siempre resolverlo todo. Claro si nos limitamos a la estadística y a que esa cuenta de desertores no se abulte más. Pero la realidad fuga por algún lugar: ese consolidado de uno de cada tres alumnos que no comprende lo que lee al terminar la primaria o la secundaria. Seis de cada diez niñas y niños son pobres y, por lo menos, un tercio de los adolescentes trabaja. El censo del 2010 -el peor en términos técnicos de la historia- arrojó que casi medio millón de posibles alumnos de entre 13 y 17 años no iban a la escuela. La pandemia sumó un nuevo millón, millón trescientos mil de desertores en apenas un año. Claro, si se mantuvo a la mitad del estudiantado en pésimas condiciones para la virtualidad no se puede esperar otra cosa: reconociendo la existencia de 4.300.000 de alumnos que no tienen equipos digitales para uso exclusivo educativo, el gobierno se prepara para repartir en 2021 apenas 500.000 y durante 2020 repartió 98.554 netbooks y 19.034 tablets. Nada, en un país donde, además, 1 de cada 3 alumnos no tiene conectividad fija. Quienes hablan de virtualidad forzada, de privatización, negocios del imperialismo mundial para el reemplazo de docentes, deberían consultar alguna cifra de vez en cuando. Como si eso fuera poco, casi la mitad de las y los niños disponen de una familia que tiene secundario incompleto como máximo nivel educativo y la propuesta actual del gobierno es que sigan ahí sosteniendo la educación de sus hijos. Más de 800.000 familias viven en villas y asentamientos, esto es 3 millones de personas, el equivalente a todos los habitantes de Córdoba o Santa Fe y se trata de un dato de 2017. ¿Cuántos más tenemos hoy? No lo sabemos. Recordamos que eufemísticamente se habla de “barrios populares” para definir a esas aglomeraciones de más de ocho familias donde existe la carencia en el acceso a más de un servicio básico: agua, cloacas, gas, luz.
Y, sin embargo, es peor. Peor porque enfilamos indefectiblemente a la enfermedad y la muerte. Solo en la Ciudad de Buenos Aires desde que se inició el ciclo escolar presencial el 17 de febrero se acumularon al viernes 12 de marzo (menos de un mes) más de 220 casos en 172 escuelas. También en la Ciudad de Buenos Aires, por dar un solo ejemplo, se observa que los contagios de COVID para las franjas de edad 0-12 y 12-18 aumenta en paralelo al inicio del ciclo escolar siendo la franja de los adolescentes la que muestra una curva mayor de ascenso. El retorno cuenta además con ya seis docentes fallecidos (tres compañeras y tres compañeros) en todo el país. La cifra no puede más que alarmar si consideramos, además, que el inicio masivo de la primaria comenzó recién el 1º de marzo y la secundaria, hace apenas, una semana y contando. Por eso, según los reportes oficiales, con excepción de San Luis y Santiago del Estero, todas las provincias reportan casos en ascenso con un mapa que se tiñe cada vez con más naranja y rojo (estado de alerta). Un escenario preanunciado para cualquiera que examine lo que implica la presencialidad escolar: la movilización de cerca de 20.000.000 de personas a lo largo y ancho del país. Circulación y coronavirus son, sabemos, la combinación perfecta. Si ahora, querido lector, se pregunta por el avance de la vacunación docente recordamos: apenas el 0,99% de la población fue vacunada con dos dosis y el 4,3% con una dosis. La existencia de vacunas en el país hoy no alcanza ni para vacunar al 10% de la población total con una dosis. La campaña de vacunación inició a fines de 2020 y casi tres meses después registra ese resultado. Pero ¿y los docentes? Bien, gracias. Forman parte del grupo “personal estratégico” junto a fuerzas de seguridad y armadas, personal del servicio penitenciario, funcionarios estatales. Todo ese grupo hasta el reporte matutino del 16 de marzo registraba un total de 432.584 vacunados y solo los docentes conforman una población de 1.458.000. Según los datos del SUTEBA, en la provincia se habrían vacunado unos 128.000 docentes sobre una población objetiva del triple a la que hay que incluir, además, 150.000 auxiliares. Claro está ese número no puede escindirse de la carrera electoral. La elección nacional se juega en la provincia y ésta ha sido elegida como “niña mimada” a la hora de repartir las escasas vacunas.
Peor porque se fuerza al conjunto de la docencia a una carga presencial completa mientras la escolaridad de millones de niños, burbujas mediante, se ve recortada. Peor porque nos hablan de un Ministerio de Mujeres y a millones de compañeras les niegan dispensas por tareas de cuidado. Las obligan o a la renuncia o a que brinden el consentimiento de que si algo les ocurriera a sus propias familias fue su entera responsabilidad. Nunca mejor graficado los alcances de la libertad capitalista: podés morirte de hambre o venir a trabajar y aceptar las posibles consecuencias. Peor porque el horizonte de enfermedad no se limita al COVID. Las condiciones del protocolo implican dar clases en espacios donde pueda guardarse la distancia de dos metros entre la primera fila de alumnos y su docente y de un mínimo de 1,5 metros entre cada alumno; en espacios con puertas y ventanas abiertas y si hubiera un ventilador en constante funcionamiento. Ni pensemos en si es sostenible o no con la llegada de los primeros fríos, o en los días de lluvia intensa, o si el uso del patio se sostiene para los turnos vespertinos. La maestra o el docente tiene que estar con barbijo y máscara todo el tiempo. El efecto bloqueo de la voz resultante de la sumatoria de tapabocas y máscara más el sonido ambiente es notable. A lo que se suma, además el aturdimiento por el rebote de la propia voz en las paredes de la máscara que le operan como freno. El nivel de asfixia y agotamiento de la voz del docente al finalizar la jornada escolar es notable. Es bueno recordar que, dentro de las enfermedades laborales en la docencia, las más frecuentes en tiempos “normales”, es justamente la disfonía siendo la sobrecarga de la voz un agente de riesgo para esa enfermedad. A su vez, dentro de las enfermedades de orden psicológico el estrés, la ansiedad y la depresión pican en punta entre la docencia también en tiempos “normales”. Eso que recibió muchos nombres: malestar docente, burnout, entre otros. ¿Hay que decir que ese cuadro se agrava por la preocupación de enfermar a los seres queridos, o por el pensar en los hijos solos en casa transitando la educación remota o al contagiarse en el viaje de una escuela a otra o por cómo responderá mi cuerpo si enfermo? No estamos muy lejos de un cuadro donde todos esos factores converjan y haya que reconocer en la ART enfermedad “covid asociada”. Peor porque además esta presencialidad es una gran simulación pedagógica que se limita a organizar, más bien, la virtualidad.
Peor porque, una vez más, se verifica el síndrome del 17 de octubre a nivel sindical. No hablamos de la celeste con Alesso y Baradel a la cabeza o sus correlatos provinciales. La burocracia sindical peronista gestiona, junto al gobierno, este retorno. Participaron en la elaboración de los protocolos y se plegaron ahora al marketing de la vacunación que está muy lejos de cubrir a la población objetivo. Ya ni hablemos del miserabilismo corporativo: que nos vacunen a nosotros. Esto hace la vista gorda del abc del hecho pedagógico que reúne a docentes, sí, junto a la comunidad escolar. De esos 6 niños y niñas pobres de nuestro país, un informe de 2019 de la UNESCO mostraba que un tercio viven en hogares monoparentales (sostenidos por mujeres centralmente) mientras otro tercio vive en grupos familiares extensos. ¿De verdad van a sostener que alcanza conque vacunen al personal docente dejando libradas a las familias a su suerte donde niños viven junto a sus abuelas y abuelos? Los más miserables, por lo bajo, susurran: en abril explota y cierran todo. Tan canallas como irresponsables.
Pero no hablamos aquí de ellos sino de quienes tienen por función ser la vanguardia de la clase, de impulsar al activismo, de marcarle un horizonte de lucha más allá del sentir ambiente. El retorno del gobierno se pliega al agotamiento de las familias con la virtualidad y a que aún no avizoran el genocidio educativo en marcha. Somos nosotros quienes debemos advertir sobre ello. Somos nosotros los que debemos iniciar una campaña de agitación que señale sobre estos peligros de esta vuelta e impulse la lucha con medidas y acciones concretas. Somos nosotros los que debemos impulsar y conducir esa energía. No importa si es pequeña. Nuestra tarea no es plegarnos a la retaguardia, para eso está la burocracia. Tampoco es nuestra tarea que nuestras acciones se plieguen al estado de conciencia mayoritario de nuestras compañeras y compañeros. Nuestra tarea es plegarnos a ese activismo que sí advierte el problema y se dispone a luchar. Puede ser hoy pequeño, pero si no lo impulsamos se desvanecerá ahora y mañana le dará la espalda al sindicato. El sindicalismo clasista no puede gestionar la “responsabilidad” en la lucha de seguir al sector más atrasado. Está ahí para impulsarnos. No puede ser cómplice, por inacción, de cargar sobre sus hombros enfermedad y muerte. Es nuestra vida y la de nuestros alumnos la que está en juego. Es otro año de abandono y degradación enmascarado de ficción. Es nuestra oportunidad para explicar cómo el sistema marcha hacia un gigantesco crimen social. Como en Cromañón, como en Once. De que está en nuestras manos evitar más muertes evitables. Que eso es el capitalismo y debemos dar una lucha política para que éste tenga fin. Este 2021 se juega mucho más que otra paritaria de hambre. Se nos coloca al borde del precipicio y debemos decidir si saltamos a él o giramos para luchar y alejarnos de ahí.