Una clase miserable y putrefacta, subordinada al capital
Por Mariano Schlez
La monarquía es una forma de gobierno milenaria. La clase social que encabeza sus destinos, la nobleza, resistió crisis, guerras y revoluciones por decenas de siglos. Pero no le ha resultado una tarea sencilla, y en numerosas coyunturas debió acomodarse, forzada por las circunstancias. De perseguir cristianos, a representar al mismísimo Dios en la Tierra. De “reformistas” a enemigos acérrimos de las burguesías revolucionarias. Y, de allí, a subordinados de los intereses del capital. El caso de la dinastía que aún hoy se sostiene en España (Borbones) da cuenta de los esfuerzos de los monarcas por aferrarse a lujos y privilegios. A mediados del siglo XVIII, frente al avance de Inglaterra y Francia, intentaron defenderse “reformando” el sistema que encabezaban, el feudalismo. Pero las tibias reformas no alcanzaron para llevar a una Nación atrasada al nivel de sus competidoras, que atravesaban ya un proceso de desarrollo capitalista acelerado, fruto de las revoluciones que destruyeron los cimientos del viejo orden en decadencia.
Fue así cómo, acorralado por las burguesías de ambos lados del Atlántico, los reyes españoles de aquel entonces (Carlos IV y Fernando VII), mostraron su verdadero rostro y enfrentaron, a sangre y fuego, los procesos revolucionarios que buscaban instaurar el capitalismo a nivel mundial. Con ese objetivo central, fueron enviados a América sus ejércitos. De recuperar sus colonias dependía la supervivencia de un régimen moribundo. Lo que pareció posible hacia 1815: mientras que la Santa Alianza ponía en jaque a la Revolución Francesa, la monarquía española recuperaba la totalidad de sus posesiones en América, y sólo Buenos Aires resistía como faro de la Revolución. Pero las fuerzas de la historia fueron más poderosas que los esfuerzos de una clase decadente. En un proceso que abarcó más de medio siglo, la revolución se impuso finalmente a la reacción. Sin embargo, mientras que algunos reyes tuvieron que ofrendar sus cabezas al pueblo en armas, otros tuvieron la suficiente habilidad para, una vez más, colocarse del lado de los ganadores. Fue así que los Borbones sobrevivieron a semejante marasmo pagando un alto precio: callarse la boca y empezar a obedecer a su nuevo amo, el capital.
No es casual que el actual representante, el rey Juan Carlos I de Borbón, haya nacido en el exilio italiano, alejado del proceso revolucionario que vivía España en la década de 1930: a principios de 1938, mientras que el pequeño Juanito era bautizado por monseñor Eugenio Pacelli (pocos años se convertiría en el Pío XII, el “Papa de Hitler”), los obreros resistían la ofensiva franquista que asediaba Teruel por tierra y bombardeaba Barcelona desde el aire.
Casi tres décadas después, Francisco Franco designaba a Juan Carlos I como sucesor, quien juró defender los principios del Movimiento Nacional. Desde aquellos años en que se erigió en heredera del fascismo, la monarquía se convirtió en una fiel guardiana de los intereses burgueses. Quien hoy desee combatir a esa clase miserable y putrefacta no debe distraerse con lo grotesco de sus acciones, sino disputarle el poder a su verdadero amo.