Eduardo Sartelli
En la Mesa de Apertura de las últimas jornadas de investigación de la revista Razón y Revolución, en setiembre pasado, el panel, compuesto por Juan Iñigo Carrera, Marcelo Ramal, Claudio Katz y quien escribe, debatió sobre las perspectivas económicas del gobierno Kirchner. Mientras Ramal y Katz apostaban a la recuperación de la economía, Iñigo Carrera y yo especulábamos acerca de cuándo caería en una nueva crisis, aún más profunda que la del 2002. Está claro que la diferencia en la perspectiva resulta crucial a la hora de sacar conclusiones políticas y que la confianza del gobierno se apoya en una apreciación más cercana a la de Ramal y Katz que a la nuestra.
En efecto, confiado en que la economía va camino a una expansión sostenida, Kirchner ha comenzado la última etapa de reconstrucción del estado y del régimen político. El período que comienza con las jornadas de Puente Pueyrredón, en junio de 2002, acaba de finalizar con la represión frente a la Legislatura del Gobierno de la Ciudad de Buenos Aires. Período que se abrió con la imposibilidad de la represión política directa, es decir, con la negación del derecho a ejercer violencia por parte del estado, y que se cierra en estos meses con la recuperación de esa potestad. Las jornadas de Puente Pueyrredón significaron el fin del experimento Duhalde: la recomposición del poder estatal destruido políticamente (pero no militarmente) por una vía rápida y ejemplificadora. La burguesía argentina debió rescatar su estado por la vía más tortuosa de la democracia burguesa. Salida que pareció naufragar más de una vez, pero que resultó más fructífera al final. Todo el año pasado y lo que va de este se consumió en la consolidación de una base material para el discurso izquierdista del gobierno Kirchner. De allí que los voceros más derechistas de la burguesía le reclamaran menos palabras y más hechos, sin caer en la cuenta que las primeras eran los segundos. Como Scherezade, que contaba cuentos para no morir, Kirchner gastó un año y medio en seducir amplios sectores de la pequeña burguesía ex cacerolera, del proletariado ex piquetero y de la izquierda ex izquierdista. Mientras tanto, la estabilización de las variables económicas junto a la utilización del fenómeno de la inseguridad dio sustento a un consenso represivo.
Ahora viene la segunda fase, el giro derechista del bonapartismo patagónico. El cierre dado a casos particularmente importantes, como la AMIA y los asesinatos de Kosteki y Santillán, la reconfiguración, a su imagen y semejanza de la nueva Corte Suprema, el acuerdo con los acreedores externos sobre la base de aceptar las imposiciones del FMI, la compra de las fracciones piqueteras que por un momento amagaron con sacar los pies del plato (D’Affuncio y la CCC), el “exilio” de aliados desubicados como D’Elía y la entente cordiale con el duhaldismo, todo ello ha contribuido a reforzar su papel frente a la burguesía más concentrada y sus voceros más a la derecha, que ahora comienzan a ver a Kirchner con creciente y abierta simpatía. En este contexto, el gobierno se apresta para realizar la tarea que dejó pendiente Duhalde: la recuperación de la plena potestad represiva del estado, en cuyo seno cualquier denuncia aparece, en el mejor de los casos, como un exceso menor, rápidamente silenciada por la prensa oficialista. La prueba de fuego de la estrategia serán las elecciones del 2005: si el abstencionismo y el voto en blanco no superan proporciones históricamente razonables y el gobierno gana por amplio margen, la crisis abierta con la caída de De la Rúa habrá quedado cerrada.
En ese contexto, se iniciará un período de verdadero ostracismo, de repliegue en toda la línea de las organizaciones que protagonizaron el año que el capitalismo argentino vivió en peligro. Ya no se tratará de un reflujo relativo como hasta ahora, por lo que, aunque las elecciones todavía están muy lejos, conviene ir pensándolo: una performance positiva de la izquierda en las urnas puede llegar a ser una de las pocas coberturas a mano ante un clima muy hostil.
Llegada la hora de desensillar hasta que aclare, la izquierda revolucionaria no debe dejar de luchar, pero debe evitar las provocaciones y el aventurerismo. Lo conseguido en estos años no puede regalarse en un juego de bravatas inútiles. Sobre todo porque las debilidades profundas de la economía argentina, van a requerir en un tiempo no muy lejano de un personal político que dé una salida a la descomposición nacional. La crisis de 1982 pareció grave a quienes habían visto varias a lo largo de su vida. Dio paso a la caída de un régimen político y a una movilización que pudo ser contenida en el marco democrático burgués. Su profundidad fue opacada, sin embargo, por la de 1989, de la que surgió ese hecho que mostraba que algo se había roto en la estructura misma de la sociedad argentina: los saqueos que enmarcaron la caída de Alfonsín. Ese episodio, no obstante, ha caído en el olvido, producto de la desmesura de la crisis que vivimos hace no más de dos años atrás, que superó todo lo históricamente conocido. El capitalismo argentino marcha hacia crisis que no hacen más que superarse en magnitud y profundidad, y que ponen sobre la mesa una tendencia hacia la disolución de las relaciones sociales elementales. La diferencia, cualitativa, de la última, es que ha prohijado el surgimiento de una real alternativa de masas: el movimiento piquetero. Se trata ahora, con inteligencia, de cuidarlo hasta que el viejo topo de la historia vuelva a colocarlo en condiciones de culminar su tarea.