Para Blumberg, que la mira por TV.

en El Aromo n° 15

 

La aldea, de M. Night Shyamalan

Elephant, de Gus Van Sant

 

Eduardo Sartelli

 

Shyamalan se hizo famoso gracias a un niño que decía ver gente muerta. En Sexto sentido, el final sorpresivo lo consagró como un maestro del suspenso y del manejo del fuera de campo. Para mi gusto, sin embargo, su obra más lograda es El protegido, modelo de exposición de la dialéctica. Modelo de porquería mística mal hecha es Señales, que rivaliza en estupidez con Plan 9 del espacio sideral. En La aldea no ha perdido su toque místico, pero sí ha recuperado las virtudes que lo hicieron respetable.

La historia es sorprendente, con ese giro hitchcockiano capaz de salvar una trama que se cae, peligro que bordea toda la primera parte del film: una pequeña aldea ambientada en el siglo XIX americano, controlada por un grupo de adultos que impone el aislamiento más absoluto con la excusa de no perturbar a los misteriosos habitantes del bosque que la rodea, vive una cotidianeidad propia de secta amish, sosa y represiva. Uno de los protagonistas, encarnado por Joaquín Phoenix, se enamora de una muchacha ciega con virtudes propias de sus pares homéricos. Ambos buscan superar el aislamiento de la aldea, conectarse con “los pueblos” más allá del bosque, pero se someten a la autoridad de sus mayores. El hermano de la muchacha, celoso y con cierto retraso madurativo, apuñala a su novio y desencadena la segunda parte de la historia. Desesperada por salvarlo, ella ruega a su padre, el líder de la comunidad, que le permita atravesar el bosque en busca de la ayuda exterior. Concedida la excepción, el padre confiesa la verdad a su hija para que vaya confiada y no tema a las “criaturas” del bosque: se trata de un engaño, nunca han existido, es una farsa para que los jóvenes no quieran romper el aislamiento protector. La sorpresa se incrementa cuando la verdad se completa. En realidad, estamos en pleno siglo XXI y la aldea se fundó sobre la base de una mentira mayor: cansados de soportar la violencia cotidiana, el grupo dirigente construyó la comunidad a los efectos de huir de sus consecuencias, internándose en una reserva natural aislada del resto del mundo. La doncella no vidente protagoniza la hazaña de conseguir las medicinas necesarias para salvar a su amante y la película termina con un final ambiguo, no quedando asegurada la continuidad de la experiencia.

Gus Van Sant es menos conocido que Shyamalan. En Elephant, que puede verse en video, el tema es la matanza de estudiantes de un colegio por parte de dos de sus compañeros. Un tratamiento alternativo a Bowling for Columbine, el de Van Sant toma un formato minimalista, rehuyendo de toda verbalización, casi hiperrealista. La cámara sigue la vida inmediata de varios de los estudiantes, tanto de los agredidos como de los agresores, recuperando la estructura narrativa del Kubric de Casta de malditos, luego popularizada por Tarantino. Largos travellings a través de pasillos interminables, casi siempre en penumbras, como túneles. No hay adultos más que marginalmente: el padre borracho de uno de los muchachos, que debe sacarlo del volante para evitar alguna tragedia y que reaparece al final aparentemente sobrio sin entender qué pasa; el profesor que guía una clase-debate sobre la homofobia que resulta completamente fuera de lugar; otro, fusilado no sin antes recibir los reproches de su agresor. El mensaje es claro: los jóvenes están solos, han sido abandonados por el mundo adulto. Es la irresponsabilidad de los adultos, en particular los padres, la causa del problema. No busquemos en la música punk, ni en las vestimentas negras, ni en Marilyn Manson: el alumno asesino ejecuta la música de fondo de toda la película, el beethoveniano adagio de Claro de Luna, acompañado aquí y allá por Para Elisa.

Las dos películas tratan el mismo tema de fondo: ¿qué hacer con los otros? Ambas retratan la forma en que se resuelve el problema en la sociedad capitalista: los otros son siempre enemigos. Hay que separarse, aislarse, atacar, lastimar, encerrar. El resultado no puede ser otro que separar, aislar, atacarse, lastimarse, encerrarse. Negado el carácter social de la vida humana, el hombre es transformado en lobo del hombre por las relaciones sociales que lo constituyen en propietario de mercancías de las cuales depende su vida, ella misma mercancía. La competencia, es decir, la hostilidad entre propietarios de vidas mercantilizadas se transforma en el rasgo esencial de sociedad capitalista. Mientras Van Sant se limita a mostrarlo, Shyamalan arriesga una solución: el amor y la confianza. La muchacha ciega triunfa en su empresa gracias a la ayuda de un desconocido, notablemente parecido a su novio. Una empresa impulsada por el amor a quien debe salvar de la muerte. Dicho así, suena idealista. No lo es si se entiende que el prerrequisito para una civilización del amor, es decir, de una relación que presupone la necesidad de la vida social y concibe a los otros como extensiones de la libertad del individuo y no como obstáculos, es el cambio de las relaciones sociales básicas. Si se comprende que ello requiere la eliminación del capitalismo.

 

 

 

 

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