OME-CEICS
La noción de Enfermedad Holandesa se está poniendo de moda entre los economistas argentinos. Basta con agarrar el suplemento de economía de cualquier diario argentino para encontrar opiniones acerca de los peligros que representa esta “enfermedad” para la Argentina ¿Pero qué clase de peligro es este? ¿Se trata de un nuevo virus? ¿Será que acaso se nos viene encima una especie de gripe de los tulipanes? No, no es momento para salir a comprar alcohol en gel. La discusión remite a otra clase de problema que anticipamos en números anteriores de El Aromo.(1) A saber, la tendencia a la sobrevaluación del peso y sus posibles efectos en el desarrollo industrial.
El problema de la sobrevaluación y sus determinantes, lejos de ser una mera cuestión teórica, es el corazón de la discusión sobre las perspectivas de la economía argentina actual. Lo que en definitiva plantean, aquellos que piensan la Argentina desde los argumentos de la teoría de la Enfermedad Holandesa, es que la plata que entra al país por exportaciones agrarias termina acotando las posibilidades de desarrollo industrial. Cabe aclarar que estos planteos de ninguna manera proponen terminar con las exportaciones agrarias (nadie es tan suicida). Sin embargo, dicha teoría sirve de base ideológica para justificar la aplicación de políticas que fomenten al sector industrial. En definitiva, no es más que un planteo complaciente hacia la burguesía local. Según estos economistas, el problema ya no es que la industria nacional está compuesta por capitales pequeños, ineficientes, que sólo pueden sobrevivir recibiendo subsidios de manera permanente y deteriorando las condiciones de vida a la clase obrera, sino que la culpa la tendría la soja.
La enfermedad argentina
La noción de Enfermedad Holandesa se popularizó en 1977, cuando el periódico británico The Economist publicó un análisis acerca de cómo la abrupta suba de los ingresos gasíferos en Holanda, a partir de la década de 1960, habían afectado a su sector manufacturero.(2) Este fenómeno que fue, luego, formalizado por Corden en 1984(3) , dio lugar a numerosos debates y aplicaciones de este modelo a países cuyas economías se centran en la exportación de materias primas.
En pocas palabras, esta teoría se puede resumir en que las fuertes subas de precios de las materias primas conllevan a un reajuste estructural por el cual se expande la producción doméstica de bienes y servicios que no compiten en el mercado mundial (la construcción y buena parte de los servicios, principalmente) en detrimento del sector más dinámico: la industria manufacturera. Luego, continuando con este razonamiento, cuando los ingresos por exportación por materias primas caen, la economía queda sin su sector más dinámico, apoyada en sectores cuya sobrevivencia dependía del mantenimiento de la apreciación de la moneda.
Si bien el planteo original fue formulado para países exportadores de recursos no renovables (como el petróleo y el gas), fue retomado para el caso de los países exportadores de materias primas agrarias y, en la actualidad, para el caso argentino y el boom de la soja. En nuestro país, un planteo similar fue expuesto, aunque con anterioridad y en términos distintos, por autores como Diamand a comienzos de la década de 1970. En pocas palabras, este autor reconocía como límite principal de la industria argentina la tendencia a la apreciación de la moneda nacional. Dado que el tipo de cambio, plantea Diamand, tendía a ajustarse a la productividad del sector agrario y dada la menor productividad relativa del sector industrial, este último quedaba imposibilitado de competir internacionalmente de manera exitosa.(4) En conclusión, los límites de la producción industrial serían el resultado no deseado de las ventajas en el agro.
En todos los casos, el eje de la discusión es el tipo de cambio. Todo el problema se reduce a que el crecimiento de ingresos de divisas terminaría encareciendo el precio de la moneda local para los industriales. Es decir, tomando el caso argentino actual como ejemplo, el ingreso repentino de muchos dólares por la exportación de soja terminaría impactando en un abaratamiento del dólar respecto del peso. La consecuencia lógica de esto, se plantea, es una reducción generalizada del techo límite de costos en pesos al cual el sector industrial nacional puede operar para seguir siendo competitivo.
Hasta aquí, hay dos ideas fundamentales que se dan por supuestas y que deben ser sometidas a discusión. En primer lugar, es falsa la idea de que todo aumento en el ingreso de dinero por la exportación de materias primas derive en una sobrevaluación de la moneda. Por ejemplo, Estados Unidos es uno de los principales productores mundiales de materias primas agrarias. Sin embargo, difícilmente un aumento del precio de la soja comprometa la valuación del dólar respecto de otras monedas de referencia, dado que el peso de dicha producción en el conjunto de la acumulación de capital norteamericana es minúsculo. Esto significa que la propia tendencia a la sobrevaluación aparece allí donde ya está el problema. Es decir, donde el sector industrial es relativamente pequeño e ineficiente. En este sentido, la sobrevaluación por exportación de materias primas es a lo sumo un síntoma, antes que una enfermedad.(5)
En segundo lugar, es falso que la sobrevaluación, por sí misma, constituya una traba para el desarrollo industrial. Para entender esta cuestión es importante tener en cuenta que la sobrevaluación significa que la capacidad del peso argentino de actuar como representante general del valor se encuentra inflada. Es decir, el poder del peso argentino de intercambiarse por otras monedas se incrementa por encima del que le corresponde teniendo en cuenta su capacidad para representarse en otras mercancías y en la productividad del trabajo argentino. Esto implica una transferencia de riqueza que permite acceder al mercado mundial con un mayor poder de compra. ¿De dónde surge esta capacidad? De los ingresos extraordinarios que provienen de la exportación de materias primas.
Ahora bien, no toda transferencia de renta de la tierra por sobrevaluación deberá redundar exclusivamente en un aumento de bienes de consumo importados. En un país donde la industria ya es pequeña, es probable que ésta tenga dificultades para abastecer el mercado interno que se amplió por la suba de ingresos extraordinarios y que, en lo inmediato, esto signifique un aumento en las importaciones para el consumo final. Sin embargo, no hay que perder de vista que la sobrevaluación es también un subsidio para la capitalización de la industria local. Es decir, permite acceder con mayor facilidad a la compra de máquinas y tecnología nueva en el exterior. Que la capacidad de importación inflada no derive en un incremento de importaciones de bienes de capital y en una renovación tecnológica de los capitales locales, habla más de las pocas potencialidades de la industria local, que de una supuesta enfermedad, en este caso provocada por culpa de la soja.
La década de 1990 es un ejemplo útil para ver como la transferencia de riqueza por sobrevaluación puede potenciar a la industria. Esta década podría ser interpretada dentro del marco de la Enfermedad Holandesa, sólo que entonces el ingreso abrupto de divisas se dio por endeudamiento. Durante estos años, la moneda nacional se sobrevaluó cerca de un 100%. La importación de bienes de consumo se incrementó de manera significativa. Aparecieron los “Todo x $2”, las baratijas de Taiwán, el mayor consumo de electrónicos, etc. Sin embargo, esto no significó un retroceso en la industria local. No hubo ninguna desindustrialización. Por el contrario, la sobrevaluación motorizó un rápido proceso de concentración y centralización, disolviendo a los industriales más ineficientes y concentrando los más grandes. Es decir, permitió la importación abaratada de bienes de capital redundando en una modernización de los capitales industriales más concentrados del país. En este sentido, no es casualidad que durante esta década de fuerte sobrevaluación, la productividad por obrero de la industria local se haya incrementado en un 91%. Cifra muy superior al incremento de la productividad que se había registrado durante la década de 1980, de poco más de un 3%.(6)
Contrariamente a lo que suele suponerse sobre los años del menemismo, el neoliberalismo en la Argentina representó uno de los momentos de mayor avance de la industria nacional. La industria se concentró, se centralizó y se modernizó. En este sentido, mientras se mantuvo el ingreso de plata por deuda, a la industria de los noventas le fue bien. En el camino muchas fábricas pequeñas e ineficientes cerraron, se flexibilizaron las condiciones laborales y muchos trabajadores quedaron desocupados. Nadie está negando eso. Pero no es tarea del capital hacer feliz a la gente, sino simplemente acumularse a escala ampliada. Si esto no gusta, hay que pensar en otro sistema.
Una de las mayores evidencias de las mejoras en la productividad introducidas en los ‘90 es que buena parte del crecimiento post devaluación de 2002 se apoyó en la utilización de capacidad instalada durante la década previa. Recién a partir de 2007, el crecimiento debió apoyarse en nuevas ampliaciones. Lo cual explica por qué desde dicho año la industria local empezó a dar muestras de desaceleración.
Hacia el 2010, luego de ocho años de “modelo industrialista”, el incremento de la productividad por obrero, respecto de la década pasada, fue de un 38%. Es decir, menos de la mitad del registrado durante la década de 1990. Ni siquiera aumentó la participación de la industria manufacturera en el PBI total. Su aporte al PBI hoy es casi el mismo que en la década pasada (1% menos, para ser más precisos).(7)
El veranito de la devaluación de 2002 se acabó hace rato. Desde 2006, el tipo de cambio se fue sobrevaluando y en la actualidad se encuentra entre un 17% y un 35% por encima de su paridad.(8) Esto explica el sensible aumento en la demanda de bienes importados (electrónica, alimentos, etc.). Sin embargo, los magros resultados a nivel de la productividad son una muestra de que la capacidad ampliada de compra en el mercado mundial que brinda la sobrevaluación no está derivando en una ampliación de la inversión y en la renovación tecnológica del sector industrial. Esto es reconocido por el propio gobierno que salió a justificar su intervención en Siderar con el argumento de que de otra forma se llevan la plata afuera en lugar de invertirla en el país.
Camino a los ‘90
¿Por qué será que los capitales locales más concentrados son reticentes a invertir en el país? ¿Será por un rechazo natural al riesgo? En la práctica, allí donde hay posibilidades de rentabilidad, los capitales llegan a competir con ferocidad para realizar la inversión. En este sentido, el hecho de que los capitales industriales no quieran invertir habla de las pocas posibilidades industriales del país.
¿Es, entonces, la mayor participación del Estado en la dirección de las empresas, una medida progresiva contra el capital? Para nada. Con esta iniciativa, lo que está haciendo el Estado es cumplir con su función de representante del capital social, generando las condiciones para una mayor concentración de capital. A pesar de la sobrevaluación, la industria no se moderniza como en los ’90. Por lo tanto, el Estado tiene que intervenir en las empresas como Siderar. Esto no tiene nada de revolucionario, ni progresivo. Como el propio Amado Boudou se encargó de aclarar en su Twitter, no están haciendo nada que Sarkozy no haya querido hacer en Francia.(9)
La creciente sobrevaluación del peso argentino puso sobre la mesa tensiones que venían acumulándose desde 2006. Los industriales se quejan por la sobrevaluación mientras miran como las góndolas se llenan de productos importados. Al gobierno se le hace cada vez más difícil patear la pelota para adelante. Esto se observa en el hecho de que tuvo que liberar tarifas y recortar subsidios. El gobierno no tiene muchas opciones: se le plantea la urgente tarea de mejorar los márgenes y generar condiciones para aumentar la productividad. O sea, necesita generar las condiciones para profundizar la explotación de los trabajadores. Sea cual fuere el camino que se tome dentro del capitalismo, esto tiene una única salida: la concentración y la centralización. El resultado, para la clase obrera, ya lo conocemos: mayor desocupación, mayor flexibilidad laboral y caída del salario real. O sea, volver a los ’90.
Notas:
(1) Dachevsky, Fernando: “Rumbo a los ´90”, en El Aromo, nº 56, 2010.
(2) “The Dutch Disease”, en The Economist, noviembre de 1977
(3) Corden, W. M.: Booming Sector and Dutch Disease Economics: Survey and Consolidation, Oxford Economic Papers, New Series, Vol. 36, No. 3 (Nov., 1984), pp. 359-380.
(4) Diamand, Marcelo: “La estructura productiva desequilibrada argentina y el tipo de cambio”, Desarrollo Económico, Vol. 12, No. 45, 1972.
(5) La Argentina tampoco es Holanda. Es decir, no se trata de un país que repentinamente descubrió que tenía potencialidades en la exportación de materias primas, muy por encima de la producción industrial. Desde sus orígenes, la Argentina se apoya en su sector agrario.
(6) En base a datos de CEP e Iñigo Carrera, Juan: La formación económica de la sociedad argentina, Imago Mundi, Buenos Aires, 2007.
(7) En base a datos del INDEC.
(8) Dachevsky, Fernando: op. cit.
(9) “En marzo del 2010 Sarkozy en Francia pidió que el Estado tenga mayor participación en las Empresas que tiene capital. Seguro que es Chavista.” Amado Boudou (18/04/2010)