Guido Lissandrello
Grupo de investigación de la lucha de clases en los ’70
El lunes 8 de noviembre falleció el ex dictador Emilio Eduardo Massera, integrante de la Junta Militar entre 1976 y 1978 y quien coordinó la tortura sistemática en la ESMA. Juzgado y condenado a prisión perpetua en los Juicios a las Juntas de 1985, fue indultado 5 años después por los decretos de Menem. La derogación de las leyes de Obediencia Debida y Punto Final, junto con la declaración de la inconstitucionalidad de los indultos, lo colocaron nuevamente en condiciones de ser juzgado. Sin embargo, la justicia lo encontró “insano” en 2005 y, consecuentemente, no lo juzgó. Murió, en suma, impune.
Su muerte llamó a la reflexión de los organismos que defienden la política de los Derechos Humanos, pues resulta contradictorio que el adalid (ahora mártir) de la justicia, Néstor Kirchner, no haya juzgado a tiempo a uno de los mayores dirigentes de la Junta. Victoria Donda, diputada por la agrupación Libres del Sur, ha señalado que la muerte de Massera “permite ver claramente que es mucho lo que falta por conquistar. Se ha avanzado a grandes pasos en los últimos años en cuanto a la condena de los crímenes del terrorismo de Estado […] [pero] no puede morirse otro genocida impune.”(1) Esta diputada representa al grupo de progresistas que, desengañados por la política kirchnerista, decidió romper con el proyecto nacional y popular, sin romper, sin embargo, con sus propias ilusiones en torno a la justicia burguesa. Gente como ella, si bien considera que la política de los Derechos Humanos es un avance, señala como límite la lentitud de la justicia. La pregunta de fondo que debemos hacernos es si, en el marco de las relaciones que hoy rigen en la Argentina, existe la posibilidad de que los juicios, más allá de su lentitud, se transformen en una verdadera herramienta de justicia. O mejor dicho, en herramienta de cuál “justicia”. O mejor aún, si el problema es la “justicia”, o más bien otra cosa.
Las dos caras de la misma moneda
Dentro del proyecto K los Derechos Humanos han ocupado un lugar privilegiado. Desde la asunción de Kirchner en el 2003, con la derogación de las “Leyes de la impunidad”, la cuestión se instaló en la agenda política. Néstor gustaba de presentarse como el superhéroe justiciero que acabaría con el “país de la impunidad” juzgando a aquellos militares que habían sido los vehículos de un proyecto económico de desindustrialización y financiarización. Los malos de ayer comparecían ante el tribunal de los buenos de hoy.
No obstante, la realidad dista de ser un problema moral. La política de los Derechos Humanos formó parte de una estrategia cuyo objetivo era clausurar el proceso que se había abierto con el Argentinazo. Las luchas obreras que habían ido incrementándose desde fines de los ‘90 para estallar finalmente en diciembre de 2001, habían derribado la hegemonía burguesa mal reconstruida. Kirchner asumía como un verdadero Bonaparte que debía contener el avance de la alternativa independiente de la clase obrera. La reapertura de los juicios fue, entonces, una de las tácticas para reconstruir dicha hegemonía. Su objetivo apuntaba a generar consenso en un gobierno que se presentaba comprometido con la “justicia”.
Tras la bruma progresista, se ocultaba la verdad de fondo: la política de los Derechos Humanos es la culminación de la estrategia de la dictadura. El golpe de 1976 perseguía el objetivo de clausurar el proceso revolucionario abierto en 1969 con el Cordobazo. La salida democrática, con el retorno de Perón, había demostrado su ineficacia. La única posibilidad con la que contaba la burguesía para asegurar su reproducción como clase, era proceder al exterminio físico de la fuerza social revolucionaria que amenazaba el corazón del capitalismo. Se requería entonces un régimen y un personal político a la altura de las circunstancias. Así, entran en escena los militares al rescate de la burguesía. Y una vez que cumplieron su tarea, sus manos manchadas de sangre resultaban un estorbo. Es el momento de la mentira de la democracia y de los juicios que vienen a teatralizar la ficticia ruptura entre dictadura y democracia. Es que, en definitiva, la democracia (burguesa) sólo puede existir como tal, si los intereses de la clase obrera son derrotados. La discusión y la libertad de opinión sólo son viables en la medida de que nada sustancial se discuta. En este sentido, democracia y dictadura, son las dos caras de una misma moneda: la dominación de la burguesía.
Sólo desde una perspectiva que desnude la naturaleza social de los fenómenos es posible comprender el verdadero significado de la justicia K. Incluso si todos los represores, del primero al último, se pudrieran en la cárcel, nada sustancial habría ganado la clase obrera. Dado que la verdadera “justicia popular” no es otra cosa que la plena realización de sus intereses, mientras el tribunal esté compuesto por la misma clase que requirió el exterminio físico de la fuerza social que se le oponía, no puede esperarse más que una caricatura de “justicia” o, mejor dicho, sólo puede esperarse justicia burguesa: juzgar a los títeres para que el teatro continúe abierto y en funciones, con los titireteros de siempre cobrando entrada. Lo que la muerte de Massera revela es que el problema no es la “justicia”, sino el socialismo.
Nota:
(1) “Massera debió morir en la cárcel”, comunicado de prensa de Victoria Donda, disponible en su página oficial.