Por Romina De Luca y Nicolás Grimaldi
Estamos a punto de cumplir tres meses del inicio del ciclo escolar en todo el país. Los resultados están también a la vista: el 1º de marzo teníamos 4.658 casos de coronavirus y 112 muertes diarias, el 21 de mayo 35.468 casos y 692 muertes también diarias y una curva que no para de crecer, otra vez, desde mediados de mayo. ¿Cómo pasó esto? Sencillo: basta preguntarse qué actividad masiva se puso a correr desde esa fecha para acá para encontrar la respuesta. Es la presencialidad escolar. Y ella es la responsable de las muertes evitables, al momento de cierre de esta nota, más de sesenta compañeras y compañeros docentes y no docentes: maestras, maestros, profesoras, profesores, auxiliares, bedeles, personal de maestranza. Todos ellos trabajadores que fueron obligados a ir a trabajar, enfermaron y murieron; uno cada casi 33 horas.
Seguramente este balance no sorprenda al lector de estas páginas. El número pasado señalamos que enfilábamos indefectiblemente a la muerte parados al borde del precipicio. Un cuadro de situación que explicábamos en 2020 y desde enero de 2021 cuando todo el personal político defendía la presencialidad. No lo hicieron solos. Junto a ellos estuvieron los sindicatos docentes peronistas. Nos hablaban de presencialidad cuidada gracias a los protocolos. Sostuvimos que no existía protección alguna cuando se movilizan a millones de personas, tal como hace el sistema educativo; ni protocolos seguros cuando se concentra a las personas durante largas horas en un mismo lugar; mucho menos si tal movimiento se despliega sin protección alguna, sin vacunación. Por eso, señalamos también la inutilidad de pretender erigirnos en los “guardianes del protocolo”. Denunciábamos también que no ayudaba camuflar nuestras posiciones tras consignas vagas o defender una presencialidad en abstracto supeditada a “contextos epidemiológicos aptos” o “este nivel de circulación del virus” cuando la tarea de la etapa era aglutinar a la docencia para evitar la masacre en la que hoy nos encontramos. Y aglutinarla en la defensa de su propia vida, claro, pero también del conjunto de su propia clase: en la lucha por la vacunación masiva. Solidificar una alianza que en los hechos se escribe en cada batalla en defensa de una educación científica, laica, feminista, abolicionista. Una alianza que no podía abandonarse tras la defensa de intereses mezquinos y/o corporativos.
Y acá estamos ahora. Esta presencialidad cuidada abrazada por gobiernos, políticos y sindicatos, generó esta ola de contagios: medida en casos por millón de habitantes, estamos en cuarto lugar, detrás de los picos registrados por Reino Unido, Francia y Estados Unidos, superando a Brasil, India e Italia. En relación a la cantidad de muertos por millón de habitantes, el pico de ahora se ubica detrás de los picos de fallecidos de Reino Unido, Brasil, y Francia. Pero estos países, también avanzaron en resolver la pandemia a través de la vacunación a diferencia de lo que sucede aquí. Mientras Estados Unidos y los países europeos oscilan entre el 35 y el 60% de su población vacunada y lo hacen a un ritmo diario que le permitirá vacunar al 70% de su población para el segundo semestre, la Argentina solo vacunó al 18% de su población, con una dosis, y un 5% con dos dosis, mostrando números similares al Brasil de Bolsonaro. Sin vacunas, sin miras de conseguir las 75millones que aún faltan para inocular con dos dosis a toda la población, y con todo el invierno por delante, la Argentina seguramente quede entre los países que peor manejaron la pandemia.
Todo esto se podría haber evitado con vacunas, como muestran la rápida caída de casos en los países que garantizaron una vacunación temprana. Las tendríamos en una mejor cantidad que la actual, si no fuese porque se privilegiaron los negocios de los empresarios locales o las alianzas internacionales del gobierno, en vez avanzar en el desarrollo de una vacuna propia o, llegado el caso, negociar con quien sea para obtenerla. Esto pudo ser posible si se hubiesen usado parte de esos 10 mil millones de dólares que ingresaron al país por exportaciones agrícolas. Sin evitar el daño, se podría haber menguado si se hubiese mantenido la suspensión de la presencialidad con todo lo que eso implica: recursos para garantizar equipos, conexión, personal, dispensas e ingresos para las familias. Prioridades como quien dice; se podría haber evitado esta situación si se hubiesen destinado recursos a solucionar la pandemia en vez de a sostener a la burguesía nacional, sus gobiernos y sus alianzas. Dijimos muchas veces que al virus no lo vemos porque se esconde en el aire o en las superficies. Pues bien, con el responsable de la situación actual sucede lo mismo. La burguesía se esconde excusándose en el imperialismo, los monopolios, el cansancio y el relajamiento social. De allí la necesidad de denunciar cada muerte por la presencialidad como un crimen social porque hacerlo implica dar con el responsable y proyectar soluciones. De un lado, el capitalismo, la burguesía y su personal político; del otro, nosotros las y los trabajadores y ese mundo por construir: el socialismo. Tener razón, muchas veces duele. Cada treinta y tres horas tenemos una muerte absurda. Ese dolor puede desarrollarse como sufrimiento o como bronca. Como sufrimiento nos paralizará: lo viviremos como una fatalidad del destino. Atender a las causas sociales, sin embargo, nos sacará de esa pasividad y nos llevará a la acción. La bronca se convierte en acción y en lucha. Pero para conducirla hace falta sacar las lecciones del caso. Quien oculta sus errores volverá a cometerlos. La honestidad y el aprendizaje de los equívocos son insumos necesarios. Hoy la presencialidad administrada sigue siendo criminal porque continuará matando compañeras y compañeros en pos de una ficción escolar. El antídoto a esa barbarie sigue siendo el que anticipáramos: vacunación masiva de toda la población, defensa de la virtualidad con todo lo necesario para desarrollarla hasta que cese la amenaza de la pandemia. En caso contrario seguiremos acumulando bajas cada treinta y tres horas.