Editor responsable
Luego de un año de acomodar sus fichas, observar los movimientos y ensayar soluciones provisorias en un año sin elecciones, el Gobierno tomó la iniciativa política con un éxito ciertamente notable. Primero desactivó algunos frentes de conflictos: se mofó del acuerdo en CONICET, le quitó personería gremial a los metrodelegados y desalojó AGR-Clarín. Luego fue más allá y reprimió piquetes en el paro y ante el levantamiento de la “escuela itinerante”. Fue una prueba, para saber cuál era el grado de escándalo que podía suscitar y parece haber pasado el primer test.
A continuación, contra todos los consejos y pronósticos, procedió como no había procedido ningún gobernante desde 1983: enfrentó la huelga docente en el corazón del poder territorial con una completa indiferencia y jugó al desgaste. Resultado: le torció el brazo a la fracción más importante de la clase obrera argentina en su propio territorio. Luego de una semana de clases, sin interrupción, en la Provincia de Buenos Aires, Vidal les ofrece arreglar por tres años, por un 20% anual con presentismo y Baradel va con el caballo cansado. En estos días, Macri levanta la apuesta y lanza el Plan Maestro.
Más aún, el Gobierno ya está preparando un proyecto de reforma del Código Penal para endurecer las penas ligadas a las protestas. Es decir, a la lucha obrera. No es algo nuevo, ya que el kirchnerismo intentó hacer lo mismo en 2013 y el massismo se lo impidió.
Además, luego de dos paros generales y movilizaciones de cientos de miles de personas, doblegó a la dirigencia sindical, a la que comenzó a cooptar. Avanzó en convenios de flexibilidad laboral (petroleros, SMATA) y ya tiene sus propios gremialistas (Venegas y las 62 organizaciones), a los que le agrega varios “gordos” de la CGT (Gerardo Martínez) y su reciente alianza con Moyano, AFA de por medio. Este 1º de mayo, de no mediar inconvenientes, Mauricio se va a dar el lujo de cerrar un acto sindical en Ferro.
En medio de todo esto, el oficialismo tuvo su marcha del 1 de abril. Quienes quieran ver en ella un conjunto de burgueses acomodados van a caer en el mismo autismo de quienes ven en las movilizaciones de Venezuela o Santa Cruz a paniaguados de la derecha. Hay, indudablemente, una corriente de opinión macrista y es ese caudal el que terminó erosionando las luchas y el que pone a María Eugenia Vidal como la política con mejor imagen del espectro.
También el macrismo se anotó un fuerte triunfo frente al peronismo: lo acaba de borrar del mapa por un buen tiempo. Su estrategia fue la polarización extrema con el kirchnerismo. La “ancha avenida del medio” se convirtió en un delgado hilo por el que difícilmente pueda pasar, sin sufrir contratiempos una alianza que nuclea al Frente Renovador, Stolbizer y Donda. El PJ quedó sumido en la incertidumbre, mientras el llamado “Grupo Esmeralda” se va disolviendo. Los kirchneristas no pueden lograr que el peronismo avale la candidatura de Cristina, ni la quieren arriesgar en una contienda sabiendo que su piso es su techo. Sus organizaciones de masas se pasaron al macrismo (Movimiento Evita) o al Papa (CTEP). Por primera vez desde 1983, el peronismo va de punto en su principal provincia.
La primera conclusión es que las elecciones ya se decidieron en estos meses. Solo una hecatombe podría cambiar las tendencias. Al PRO le alcanzará con mantener este clima político para ganar fácilmente en Capital y Provincia de Buenos Aires. Mientras todo el mundo estaba discutiendo los comicios de octubre en torno a la política económica (gradualismo contra ajuste, consumo contra inflación), Mauricio demostró que podían convivir González Fraga y Struzenegger, porque la batalla electoral pasaba por construir otra correlación de fuerzas a nivel político. Y tuvo razón.
En el medio de todo esto, el macrismo tuvo que abandonar su liberalismo “Zen” y su instrumentalismo técnico para embarrarse con la política de masas. Como dijimos en la editorial anterior, ese liberalismo político es en este momento una utopía: si quiere sacar a la clase obrera de la calle, primero va a tener que ganarla.
Pocos repararon en que la estrategia de Macri de polarizar con el kirchnerismo consistió en ir a pelear en su propio terreno y con sus mismas armas. Durante estos dos meses, la lucha estuvo en las calles y tuvo un componente altamente personal. El Congreso y la Justicia estuvieron ausentes. El primero dejó de sesionar y la segunda fue desoída una y otra vez por Vidal y Esteban Bullrich, que no dudaron en imponer como sea las paritarias por provincia y los descuentos a los huelguistas. Fue eso lo que permitió borrar del mapa al massismo, al radicalismo y a todo el peronismo no cristinista. Se apeló a los métodos bonapartistas para intentar generar las condiciones de un futuro cierre de régimen. Mientras, por abajo, miles de personas avalan este estado de excepción y ganan la calle en nombre de un “país normal”. Eso muestra hasta qué punto llega la crisis política.
La dulce herencia
En lugar de quejarse de lo que le dejan, Mauricio bien podría agradecer a Cristina. No solamente por insultarlo y permitirle ganar simpatía popular, sino justamente por lo que se llama “la pesada herencia”. Si bien es indiscutible que, en términos económicos, le deja un país al borde del estallido, también es cierto que luego de la “década ganada” le lega una clase obrera más degradada y con menos fuerza moral que la que empezó el ciclo.
Macri recibe una clase obrera con salarios peores que los ’90, con un crecimiento exponencial de las villas, con un aumento del trabajo en negro, con una desocupación masiva y con la expansión del trabajo precario, incluso en el Estado. Con una enorme masa de población que simplemente sobrevive y puede ser agrupada en “cooperativas” por un salario no mucho mayor al subsidio. Es decir, el kirchnerismo nos deja una clase obrera con pretensiones mucho más humildes.
Además, Cristina deja una estructura de asistencia y contención social tercerizada en organizaciones cooptadas por el Estado. Con lo cual, todo lo que tiene que hacer Mauricio es cambiar el nombre del benefactor. Lo mismo puede decirse de la dirigencia sindical, que en la década kirchnerista sumó filas a la formación de una verdadera burguesía sindical (Pedraza, Moyano, entre otros). Y una expansión sinigual de las estructuras de represión para estatal, que duplican las de fines de los ’90. Además, los convenios flexibilizadores ya habían sido firmados bajo el gobierno anterior.
También le deja una población sometida al aumento exponencial de la represión de la lucha. Desde 2008 en adelante, asistimos a una escalada represiva que duplica las intervenciones de años anteriores y no hace sino subir a ritmos espeluznantes. Si en el gobierno de Néstor, dejan la vida en la lucha ocho obreros. En el de Cristina, los muertos llegan a 30.
Incluso en la política económica, que ahora depende del endeudamiento. Es cierto que Macri regularizó la situación con los holdouts. Pero Kicillof le desbrozó bien el camino arreglando con el CIADI y el Club de París. Todas las variables del macrismo son una prolongación de los años finales del kirchnerismo.
Los muertos vivos
En Japón, la mayoría de las grandes empresas que son insolventes, que están financieramente “muertas”, no reportan ganancias y hasta son retiradas de la cotización en bolsa. Para poder seguir operando necesitan un rescate permanente del Estado, la “indulgencia” de los acreedores o la cobertura de organismos financieros. Se llaman “empresas zombis”, porque son “muertos vivos”, y el mayor ejemplo es Toshiba.
En ese dilema se encuentra la burguesía argentina: cómo mantener funcionando algo que está muerto. Por eso, aunque Macri prometa al empresariado que su gradualismo está solo al servicio de llegar a las elecciones de octubre, en realidad, todo su gobierno es la postergación de las tendencias explosivas. La utopía desarrollista no tiene capacidad política, por lo menos en el corto y mediano plazo en la Argentina. Toda esta avanzada del macrismo solo le dará un poco más de aire mientas amontona números para el estallido. En este momento, el Estado argentino cuenta con un crecimiento de la deuda en su mayor peso histórico, mientras los comodities no remontan. Es tal el peso de las compensaciones que cualquier caída seria de la economía mundial haría recordar a la Argentina del 2001 como un paraíso.
Por eso, la izquierda no puede dejarse arrastrar por la derrota de estos meses. Ni siquiera por lo que suceda en octubre. Mucho menos, bajar los brazos y esperar a las elecciones, como parece que está haciendo. Tiene que convertirse en el gran caudillo de la clase obrera y prepararla políticamente para intervenir en la crisis. La herramienta es el Partido y para construirlo hay que llamar a un congreso de militantes revolucionarios, no uno para diseñar una campaña electoral. ¿No hay voluntad? Bueno, al menos construyamos un frente real, con una dirección centralizada y una acción conjunta en la lucha de clases, para intervenir.
¿Intervenir cómo y para qué? Intervenir en forma revolucionaria, para luchar por el Socialismo. Es algo que a la izquierda se le olvidó o que decidió olvidar: no queremos simplemente mejorar la vida del obrero, queremos eliminar la explotación; no queremos un mundo mejor, queremos otro mundo. Somos revolucionarios. ¿Hay que explicarlo? La revolución es la transformación de las relaciones con las que producimos y, a partir de ellas, de la vida misma. ¿Nos olvidamos? ¿Lo dejamos para los “cursos”? Eso es tener un doble programa. ¿Qué a los obreros les espanta? Si es así (y es muy dudoso), eso significa que hay mucho trabajo por hacer. Con mayor razón aun, hay que empezar de una buena vez.