El problema es el programa. Educación popular, un debate necesario

en El Aromo nº 58
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Romina De Luca
Grupo de investigación de educación argentina – CEICS

La educación es un terreno fértil para la lucha de clases. Por ello ha sido y es materia de intervención, discusión y debate tanto para la burguesía como para la izquierda. Ambos bandos rescataron para sus programas la noción de “educación popular”. En esta oportunidad, el Gabinete de Educación Socialista dedica su suplemento al despliegue de un dossier sobre una problemática fundamental: el debate acerca de la educación popular por parte de la izquierda. En el presente artículo buscaremos señalar algunos de los grandes ejes problemáticos que identificamos en las dos posiciones presentadas en este dossier. Consideramos que en términos tácticos y estratégicos esta discusión resulta crucial. Llamamos entonces a todos los compañeros del campo a continuarla en los próximos números de este mismo suplemento.

Celeste y blanco

Si bien como dijimos en la introducción nuestra discusión se desarrolla con la izquierda nos parece importante recuperar qué ha entendido la burguesía por “educación popular”. Consideramos que ello iluminará una parte de la discusión. El campo burgués ha reconocido el papel de la escuela como agente de socialización privilegiado en la sociedad capitalista. Por ello, a pesar de que muchos sostengan lo contrario, el Estado se encargó y se encarga de estructurarla acorde a las necesidades y a los intereses principales de la clase a la que representa. En su fase de ascenso, la burguesía se dio la tarea de organizar una gigantesca maquinaria de educación de masas. Ya Sarmiento, en un libro publicado en 1849, recuperaba la idea de “educación popular”(1)  entendiendo por ella la novedad que en términos históricos constituía la instrucción pública de la peble por parte del Estado. En ese momento, destacaba que, dependiendo la condición social de los hombres de circunstancias ajenas a su voluntad, “un padre pobre no puede ser responsable de la educación de sus hijos”. No obstante, era un derecho (burgués) de la sociedad el asegurarse que todos los individuos que conformarían la Nación recibieran educación en su primera infancia, preparándose para el desempeño de las funciones sociales que serían llamados a realizar. Así, el gobierno se hacía cargo de la educación pública para, a través de ella, aumentar las fuerzas productivas de la Nación, en tanto una de sus misiones sería la de garantizar la adaptación de los medios de trabajo generados en otros países al ámbito local. En su concepción “los rudimentos de una educación en las escuelas primarias son esenciales para adquirir destrezas y habilidades como trabajadores o consideración y respeto en las relaciones sociales y civiles de la vida”. En ese sentido, muy claramente la preocupación sarmientina ligaba el desarrollo de las relaciones sociales capitalistas en la Argentina al de la expansión de una educación de masas. Ese es el contenido último de la misión civilizatoria y de su máxima “hacer de toda la República una escuela”. A la formación técnica se adicionaba un elemento moral: el de la construcción de ciudadanos. Esa identidad, detrás del celeste y blanco, homogeneizaba y unificaba una desigualdad que la economía consagraba y reproducía: la identidad de clase. De hecho, el ascenso de la identidad de clase en el ciclo de luchas obreras de principios de siglo (el ciclo 1902-1921) vio convergir la sanción de leyes de represión interna -Ley de Residencia y la posterior Ley de Defensa Social- con otras tendientes a acelerar la conformación nacional del sistema educativo y de su maquinaria patriótica. En relación a esto último, la Ley Lainez establecía que las provincias -agentes a cargo de la educación según lo dispuesto por la Constitución- podían pedir socorro a la Nación para la construcción de establecimientos educativos en sus respectivos territorios. Al revisar la historia de la educación argentina uno encuentra que ese no fue el único momento en el que frente a un ciclo álgido en la lucha de clases el Estado refuerza su discurso escolar patriótico.

Abreviando mucho, podemos establecer que el Estado burgués asumió tempranamente, a partir de la estructuración de un circuito educativo de masas, la reproducción de los atributos morales y técnicos de la fuerza de trabajo para el capital. De hecho, uno de los logros del sistema fue el sacar a su población del más profundo analfabetismo entre 1860 y 1950. Para ello, no sólo se encargó de construir escuelas a lo largo de todo el territorio sino que formó un cuerpo de especialistas que llevarían adelante esa tarea: los maestros normalistas. También se encargó de delimitar los contenidos y el protocolo que debían seguir los docentes -en su mayoría mujeres- no sólo en clase sino también en lo que refería a su comportamiento y ejemplo moral. Valga de anécdota, la mención de algunos de los puntos contenidos en el contrato de trabajo que las señoritas maestras debían firmar: no casarse ni andar en compañía de hombres, estar en sus hogares entre las ocho de la noche y la seis de la mañana; no fumar ni beber, no teñirse ni pintarse ni vestirse con colores brillantes, usar dos enaguas, mantener el aseo del aula, de la pizarra, etc.(2)

No obstante, de la misma forma que en su fase progresiva la burguesía le imprimió el mismo tinte a su sistema educativo, su declive histórico también impactó sobre la escuela argentina. Así es que si la historia del sistema educativo que va de Sarmiento a Perón puede ser interpretada en clave ascendente; la de la Libertadora a nuestros días se corresponde con la de su degradación moral y material. Por mencionar un ejemplo reciente, nuestro país pierde posiciones en los resultados obtenidos en las pruebas de medición de la “calidad” educativa internacionales PISA con respecto a otros países de Latinoamérica. Síntoma del profundo vaciamiento de los contenidos que se ha producido en la escuela argentina, de la resignificación de la escuela como un lugar de contención en detrimento del aprendizaje. Las sucesivas flexibilizaciones del régimen de evaluación y de disciplina, o como eufemísticamente la llaman los funcionarios educativos, el hacer una escuela inclusiva, dan cuenta de ello. La degradación cualitativa se ve acompañada de una degradación material. Las escuelas se caen a pedazos y no garantizan la seguridad de quienes las habitan; frente a un sistema que se amplía, el presupuesto es cada vez más magro, las condiciones de trabajo de los docentes se han pauperizado. La lista podría ser extensa. Ya sea un uno u otro momento, el papel ideológico desarrollado por la escuela para la burguesía ha sido insoslayable. La escuela construye un mundo de orden y jerarquías, de subordinación y normalización; normalmente las materias tabulan la ideología burguesa y el conjunto de ese espacio opera como un gran aparato de selección interna. Como veremos en el próximo acápite, estos aspectos fueron materia de crítica por parte de la izquierda y de elaboración de propuestas alternativas.

Las críticas al programa y a la organización escolar capitalista: ¿la educación popular como alternativa?

Buena parte de las experiencias de educación popular realizadas en la Argentina se insertan dentro de la tradición freiriana tomando como punto de partida una de las obras cumbres de Paulo Freire, Pedagogía del oprimido. Si bien no las desarrollaremos debemos destacar que no fue Freire el primero en escribir contra la escuela capitalista. Marx, Engels, Gramsci, Makarenko, formularon sus críticas y contribuyeron a la elaboración de una pedagogía socialista. En sus distintas intervenciones bregaron por una escuela laica, gratuita y politécnica, a cargo del Estado deslindada del gobierno y del interés burgués. En otra oportunidad nos ocuparemos de ello. Veamos la posición freiriana para dar inicio a nuestra discusión.

La obra de Freire se entronca en las críticas formuladas a la escuela capitalista por la “teoría de la reproducción”. Esta escuela entendía que toda acción pedagógica constituía objetivamente una violencia simbólica en tanto un poder arbitrario imponía una arbitrariedad determinada por las relaciones de fuerza entre las clases. Por ende, el resultado de la labor pedagógica era la reproducción del sistema social. La reproducción operaba a través de una dinámica educativa específica, tal como la denominó Freire, la concepción bancaria de la educación. El acto educativo se reduciría a la narración por parte del educador quien “deposita” conocimientos en sus alumnos ignorantes. Así el conocimiento aparecería en un polo mientras en el otro el oscurantismo. Por ello, Freire habla de la absolutización de la ignorancia. Esa concepción implicaría “indoctrinar” a los educandos. En ese sentido, Freire sostiene que los “humanistas” no pueden en la búsqueda de la liberación utilizar la concepción bancaria, “dicha concepción no puede transformarse en el legado de la sociedad opresora a la revolucionaria”.(3)  Se transforma así la relación entre educador-educando para que “ya nadie eduque a nadie, así como tampoco nadie se educa a sí mismo, los hombres se educan en comunión y el mundo es el mediador”. Freire extrema su argumento y sostiene que constituiría una “invasión cultural” si los revolucionarios no respetaran la visión particular del mundo que tuviera el “pueblo” sobre su situación. A partir de ello se construiría la relación dialógica. No es nuestra intención el recomponer críticamente la totalidad del pensamiento freiriano. Simplemente buscamos ver cuál es el punto de partida de aquellos que recuperan esta perspectiva.

Como bien menciona Claudia Korol en su artículo, dentro del campo de la educación popular existe una amplia variedad de formas, algunas incluso asumiendo formas asistencialistas encaradas por la Iglesia. Coincidimos y compartimos esa apreciación. Para nuestra caracterización sobre algunas de ellas remitimos al lector a artículos anteriores.(4)  En este artículo queremos limitar el debate a tres aspectos de las dos intervenciones que acompañan este dossier. El primero, el rol del docente-intelectual en el proceso; el segundo, y derivado de lo anterior, el lugar de las determinaciones; el tercero, el espacio de lucha. Veamos uno por uno.

Teachers, leave them kids alone!

Tal como aparece en el artículo de Claudia Korol, el colectivo de Pañuelos en rebeldía recupera y hace suya la crítica de Freire a la izquierda “bancaria”, en tanto esta se colocaría como poseedora de verdades que pretendería enseñar o iluminar a la “clase”. Si bien declaran que la dimensión organizativa sería central en su concepción pedagógica, en realidad, su pedagogía se sustenta sobre un horizontalismo autonomista en donde la decisión colectiva de métodos, contenidos y propuestas se toma en forma conjunta, puesto que el saber se ubica, pareciera que igualmente en todos lados. Detengámonos en este punto. Como diría Gramsci “todos los hombres son intelectuales mas no todos tienen esa función en la sociedad”. Este es un punto de partida básico pero no debe ser mal interpretado. En tanto homo sapiens sapiens, todos somos intelectuales, todos pensamos, actuamos y tenemos implícita o explícita una idea del mundo. De hecho, Gramsci distinguía entre la actividad intelectual en sentido genérico, esa de la que todos somos portadores en tanto sapiens sapiens, de la específica de algunos especialistas. Ese grupo especializado era el que debía inmiscuirse en la vida práctica como organizador, constructor, persuasor permanente, desarrollando así un papel decisivo en la lucha de clases. Dentro de ese proceso, intelectuales y masa se fusionan lográndose así una “unidad entre teoría y práctica donde los primeros elaboran y dan coherencia a las concepciones y problemas que la segunda plantea en su actividad práctica”. Ahora bien, la negación de esa división supone un acceso igual por parte de todos a la cultura. Lamentablemente no es cierto. En toda sociedad de clases, lo primero que se separa es la función de dirección de la de ejecución. Lo que distingue a los intelectuales es su capacidad para pensar y dirigir los problemas más generales de una clase. Si partimos asumiendo que la realidad no es inmediatamente visible a los ojos, que se presenta en forma fragmentaria y atravesada y mediada por la ideología, emerge claramente la necesidad que la clase tiene de intelectuales orgánicos. A Marx le costó toda su vida comprender los determinantes últimos sobre el funcionamiento de la sociedad capitalista y la necesidad de una intervención revolucionaria que pusiera fin a la prehistoria de la humanidad basada en la sociedad de clases. De una vida, por cierto, liberada del imperio de la necesidad que le permitió abocarse de lleno a desplegar funciones específicas como intelectual-militante. Situación vital inversa a la del conjunto de la clase obrera. La conciencia socialista brota de la educación de esa conciencia como única respuesta posible a los males concretos y acuciantes de la clase obrera. Y la función de los intelectuales (y de la ciencia) en ese proceso, como educadores de esa conciencia, resulta crucial. Ellos recuperan y actualizan el conocimiento acumulado producido por la humanidad. Desechar su aporte implica tomar como punto de partida que cada uno de nosotros debería realizar por sí mismo aquello que Marx hizo, es decir, un círculo que la humanidad reiniciaría con cada individuo. Esto nos remite al segundo aspecto que aquí queremos desarrollar: el papel de las determinaciones.

Dónde voy, donde estoy, quién soy yo, dónde estaré…

El intelectualismo no es el único punto que Korol le critica a la izquierda. También su visión “colonialista” que reduciría las contradicciones sociales a la de clase. Por el contrario, recuperan de Freire la noción de “oprimido”, incorporando en pie de igualdad la contradicción de género que produce la sociedad patriarcal, la colonial, la nacional, la de clase etc. Esto remite al problema de las determinaciones y a las jerarquías. En el razonamiento de Freire y de Korol la opresión iguala esas distintas manifestaciones. No obstante, si bien todos los sujetos se encuentran atravesados por múltiples determinaciones, no todas ellas tienen la misma importancia. Existe una que ordena al resto, a saber: la determinación de clase. La respuesta a “quién soy yo” no se responde del mismo modo según se forme parte de las filas de la burguesía, de la pequeño burguesía o de la clase obrera. En ese sentido, no vive su género igual una mujer burguesa que una obrera; ni su conciencia nacionalista, ni su credo, ni su raza. Ese punto de partida resulta clave a la hora de organizarse políticamente. Por ello, como bien señala Korol, su interpretación lleva a la fragmentación y escisión en la lucha: en lugar de batallar contra aquello que ordena y estructura los problemas, se generan movimientos feministas, ecologistas, indigenistas, etc, la inmensa mayoría de ellos, rabiosamente anti-izquierdistas.

Debemos deducir que por visión colonialista entiende la defensa de la totalidad y la ordenación jerárquica de los problemas. No se trata de negar la existencia de otras determinaciones sino de comprender que en el campo de la lucha de clases hay batallas principales y secundarias y sólo la superación de una de esas determinaciones colocará a la humanidad en otro plano y permitirá revisar el resto.

El tercer eje de la discusión remite al dónde, es decir, al ámbito en donde se decide realizar experiencias de educación popular.Pañuelos en rebeldía recupera como propios los espacios de los movimientos sociales. Ese sería el lugar propicio para desplegar su educación “descolonizadora”. Por su parte, en la entrevista realizada al CEIP, observamos que Roberto Elisalde defiende la creación de espacios por fuera del sistema educativo tales como la creación de bachilleratos populares, bajo la forma de cooperativas, en fábricas recuperadas y la posterior incorporación a la educación de gestión privada reconocida por el Estado. Ello remite a un problema más general que a nuestro entender reproducen las experiencias de educación popular: la búsqueda de espacios por fuera del sistema educativo formal. La elección de un lugar alternativo a la escuela se corresponde con un balance consciente previo: la lógica reproductivista de la escuela estatal hace que allí un docente revolucionario no pueda hacer nada. Ergo, se debe abandonar ese espacio en pos de uno puro y casto.

Que el Estado, a través de su sistema educativo, ejerce una omnipresente acción ideológica es algo indudable. Tan indudable como que la ideología burguesa se encuentra también en esos colectivos a los que apela Elisalde, colectivos que ejercen una tutela incluso más opresiva y directa sobre los docentes. Basta recordar las escandalosas experiencias de censura y expulsión en la Universidad de Madres de Plaza de Mayo para darse cuenta. Experiencias que en una universidad pública, no digamos en un colegio público habrían dado lugar a la renuncia de varios funcionarios.

Por otro lado, ¿debemos oponerle a esa fuerza concentrada del Estado un accionar fragmentario, paralelo y limitado? Como hemos visto al principio de este artículo, el Estado se preocupó por incorporar al conjunto de la población a su maquinaria ideológica. Si buscamos desplegar un accionar político eficiente deberíamos abandonar cualquier tipo de purismo y apuntar a conquistar ese circuito masivo y existente para ponerlo al servicio del programa y de los intereses históricos de la clase obrera combatiendo allí donde se genera la ideología burguesa. De otra manera, tal como se puede apreciar en la entrevista de Elisalde, la articulación con el Estado se desgasta en el plano sindical gremial restando efectividad a la construcción de un programa científico y político.

El problema es el programa

Hace ya más de un siglo la burguesía se encargó de estructurar un circuito educativo que alcanzara al conjunto de la población. Reconoció así la función que la escuela, como aparato ideológico, podía desarrollar a través de incorporar durante siete o doce años al conjunto de la población, desde su más tierna edad, para machacar cuatro horas al día, cinco días a la semana, durante 180 días al año, que el mundo es cómo es y nada puede hacerse con él. Prueba de ese convencimiento es que, incluso en la etapa actual, la burguesía extiende su sistema educativo a través de la prolongación de la obligatoriedad y de la introducción de jornada educativa extendida (doble turno). Para llevar adelante esa tarea creó y formó un cuerpo de especialistas: el ejército docente. En lugar de apropiarse de ese espacio, muchos compañeros, de quienes no dudamos su buena voluntad militante, eligen una táctica equivocada: la educación popular en circuitos fragmentarios y paralelos al existente. En lugar de la batalla ideológica y política, libran una batalla gremial y administrativa. Otros directamente niegan aquello que Sarmiento reconocía: los determinantes materiales que condicionan el acceso a la cultura. Por ello, sostenía que no debía abandonarse la educación a la familia, encomendándola a un cuerpo de especialistas. Desde muchos espacios de educación popular, y Pañuelos reproduce ese vicio, reniegan de la función de los intelectuales por considerarlo elitista. Así privan a la clase obrera de una dirección fundamental. Olvidan así que el problema no reside en la dirección sino en el programa puesto en acción.

Notas:

(1) Domingo F. Sarmiento: De la educación popular, Santiago de Chile, Imprenta Julio Belini Compañía, 1849.
(2) Consejo Nacional de Educación: Contratos de maestras para el año 1923, Buenos Aires, 1923.
(3) Freire, P.: Pedagogía del oprimido, Buenos Aires, Siglo XXI, 2002, p. 89. La primera edición se realizó en 1969.
(4) “Un ejército de carneros” y “Entregados”, en El Aromo, nº 32 y 34 respectivamente, 2006.

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