¿Volver a Mariátegui o seguir a Laclau?

en Revista RyR n˚ 2

Mazzeo, Miguel: Volver a Mariátegui, Ediciones del Centro de Estudios Universitarios José Carlos Mariátegui, Buenos Aires, 1995. 90 págs.
Reseña de Eduardo Sartelli

«No es el artista el que debe volverse popular. Es el pueblo el que debe volverse artista»
Oscar Wilde

           El compañero Miguel Mazzeo ha escrito. Y eso es bueno. Agobiados como estamos por una formación que impone un largo «cursus honorum» antes de sentarse frente a una computadora, es ocasión de celebrar la audacia de escribir. Sobre todo porque se escribe sobre un marxista inteligente y de lectura compleja. Más importante aún, porque se escribe para la praxis y se reivindica la libertad de pensar. Vale.

            El libro intenta ser una introducción a Mariátegui, pero en rigor significa una reinterpretación con fines políticos. No está mal, todo lo contrario. Cualquier lectura es una reinterpretación y siempre tiene fines políticos. Pero la impresión es que el autor no es del todo consciente de esto. Así, la propuesta de volver a Mariátegui es en realidad la invitación a privilegiar una porción de su pensamiento y, a decir verdad, no la más feliz, con la inevitable tentación de fundamentar la política filoperonista que Mazzeo arrastra desde su militancia en el FIP.

            El texto tiene sus virtudes: ordena una historia, señala bibliografía, informa. Es, sin embargo, poco crítico con el personaje y abunda la cita bibliográfica frente a la obra del propio intelectual analizado. Menos bibliografía y más Mariátegui hubiera sido una fórmula más interesante. Mazzeo reivindica al Mariátegui original, al pensador «con su propia cabeza», enfrentado desde esta actitud fundamental con espíritus adocenados como Codovilla (aunque no como Juan B. Justo, injustamente tratado en el texto). Vale. Pero también reivindica al Mariátegui que bordea el irracionalismo religioso y fundamenta sus dichos en una genealogía lamentable: Sorel, Bergson, Nietzche. No vale.

            Mazzeo propone apelar al mito para superar el positivismo. Critica la Razón occidental y la opone al mito. Aquí el texto no sólo comienza a hacer agua: se vuelve un serio problema político. No sólo porque se señalan críticas a Marx que muestran cierta liviandad de juicio (véase la afirmación que lo adscribe en la apología del mito burgués de «la razón, el progreso y la evolución», en pág. 53), sino porque, más importante aún, se reivindica una forma de hacer política autoritaria, manipuladora y, last but not least, stalinista. Porque para Mazzeo, el mito (palabra que, igual que Razón, no debiera utilizarse tan tranquilamente con tanta agua que pasó bajo el puente y los enormes riesgos que contiene) tiene una función racionalizadora y movilizadora. La gente cree en mitos y, aunque pasibles de una utilización negativa, se vuelven instrumentos del cambio cuando son resignificados por nuevos fines. En concreto, si el revolucionario toma los mitos populares como arma para la revolución, estos se vuelven material revolucionario. Mazzeo ejemplifica con el peor ejemplo: Cooke. Toda la ilusión de utilizar el «mito Perón» terminó en la eliminación física de los que lo intentaron. Porque la utilización perpetúa.

            Las connotaciones autoritarias de esta concepción se revelan en la función que adquiere el intelectual como recreador de mitos. El intelectual sabe que los mitos mitos son, que la verdad histórica no coincide con ellos, pero que «el pueblo» los necesita. En consecuencia, mejor utilizarlos en nuestro provecho, el de la revolución, a la que «el pueblo» sólo puede acceder como ilusión útopica, no como comprensión consciente de su potencia. El intelectual se vuelve el manipulador de la «masa» como el Mario de Thomas Mann es manipulado por el mago. Verdad para el intelectual, mito para «el pueblo». He aquí un doble movimiento: el intelectual «se vuelve» pueblo verdadero (y se anula como instancia crítica al reproducir su sentido común) o «se vuelve» pueblo falso (y se transforma en su conciencia secreta y alienada que se extraña y lo domina).

            La tarea del historiador es, entonces, no la destrucción del mito sino la de su embellecimiento. Es la muerte de la historia y de su rol crítico: la historia debe reconstruir mitos «plausibles» como arma de la revolución. Pero esto no es nuevo en Argentina: la historiografía revisionista no fue nunca otra cosa y Mazzeo debería saberlo porque Abelardo Ramos fue uno de sus principales inventores. Y aunque hoy reniegue de esa experiencia, no ha dejado de pensar en esos términos. Igual que el más triste vulgarizador de lo peor de la izquierda argentina, Mazzeo reivindica el mito nacional y, con él el peronismo. La tragedia del pueblo argentino (como la del egipcio, el libio, el argelino y otros tantos) bajo supuestos nacionalismos tercermundistas debería hacer meditar un poco a compañeros que achacan al marxismo sus propias limitaciones para comprenderlo. Igual que el teórico más brillante de la «izquierda nacional», el hoy «radical demócrata» Ernesto Laclau, reivindica el irracionalismo como forma de acción política. No es casualidad puesto que ambos fueron adoctrinados por el embajador en México.            

           No. Jamás el marxismo puede ser una «religión laica». Jamás el marxismo puede sostenerse por la fe. La única confianza ciega de los marxistas está en la capacidad de los seres humanos (de todos, no sólo de los intelectuales) para comprender las relaciones reales que los unen y para transformarlas conscientemente en formas superiores. Criticar los mitos y apelar a la conciencia libre, confiar en que la discusión y el debate son la única forma de construcción tanto del poder revolucionario como de la sociedad futura, son actitudes marxistas. Porque para un marxista todo ser humano es artista.

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