Fabián Harari
Desde fines del mes de agosto, el gobierno parece dejar de lado su supuesta “paciencia” con el movimiento piquetero, para pasar a una escalada represiva. Tiene ya cerca de 66 presos políticos y alrededor de 4.000 luchadores imputados, superando a Menem y a De la Rúa. ¿Estamos ante el cierre del Argentinazo? ¿O por el contrario, esta furiosa cacería revela las debilidades de un régimen que no puede recomponerse de cara a una crisis política inminente?
El contraataque
El 22 de agosto la tregua entre Duhalde y Kirchner otorga el mando de las fuerzas de represión federales a Aníbal Fernández. Desde entonces, cada ataque al gobierno es respondido con la represión y el encarcelamiento: la prisión de Castells, los detenidos en la legislatura, la represión en Plaza de Mayo, la persecución a la dirección de Quebracho, la imputación a 250 trabajadores del frigorífico Yaguané y la acción desplegada en Caleta Olivia. En los casos de la legislatura, Plaza de Mayo y, hasta cierto punto, Yaguané, se trata de acciones aparentemente defensivas: se responde ante un ataque, no hay una elección deliberada de los dirigentes y las detenciones dependen de las acciones en el campo de batalla. No se ataca al corazón del movimiento sino que hasta en algunos casos los detenidos ni siquiera son militantes. Sin embargo, estos casos marcaron un cambio importante: hasta Kirchner, y con la excepción de Salta, se detenía para averiguación de antecedentes o, incluso durante el menemismo, se imputaba a partir de figuras como “destrozos” o “daño agravado”, excarcelables y con penas mínimas. Normalmente, el procesamiento no se confirmaba. En cambio, ahora, se usan figuras legales como “atentado al orden público” o “coacción ideológica”, imputaciones de rango constitucional, con penas que de hasta 30 años y, obviamente, no excarcelables.
Se trata, entonces, de preparar el campo para perseguir dirigentes y organizaciones de mayor envergadura. El caso de Castells es un ejemplo de acción ofensiva marcada por la prudencia: se busca encarcelar a uno de los referentes más importantes del movimiento piquetero, pero por una vía muy indirecta (en una provincia alejada, a través de una jueza que actúa sin denuncia de los afectados). El caso de la dirección de Quebracho muestra la misma prudencia pero ante un objetivo mayor, la destrucción de una organización. Se trata de una organización minoritaria del movimiento piquetero, pero el ataque es a la organización como tal, por eso el uso del artículo 213bis (ver entrevista a Omar Dib). Caleta Olivia representa un escenario de enfrentamiento directo. En primer lugar, porque se trata de una lucha que no se limitó a quienes tomaron durante 12 días las instalaciones de Termap, sino que contó con el apoyo del gremio docente, entre otros, que tuvo su expresión en el corte de la ruta n° 3. En segundo lugar, porque las movilizaciones no se limitaron a la planta sino que se extendieron a la municipalidad. En un primer contraataque, las fuerzas represivas entraron al barrio San Martín para llevarse a seis dirigentes de la toma. En la segunda toma aparece un operativo conjunto entre gendarmería, que despeja la ruta, y la policía provincial que desaloja la planta. Son apresados allí 36 luchadores, entre ellos la dirección: Miguel del Plá, dirigente docente y Norma Villamayor, dirigente petrolera, ambos del PO.
Estas acciones no son fruto de un cambio estratégico de nuestro cordero devenido en lobo. Durante todo un año el gobierno debió preparar económica y políticamente su ofensiva: cierta bonanza que “planchara” a la pequeña burguesía, retirar de las calles a la mayor cantidad de organizaciones en lucha y un feroz machaque ideológico para preparar a la sociedad para la violencia y el atropello que se va a ejercer. Cosechó frutos: ninguna de estas ofensivas despertó en la sociedad el repudio generalizado. Contrariamente al sentido común, la fuerza no se emplea sólo cuando se acaba el consenso. Para emplear la fuerza se necesita cierto consenso (de la clase dominante, de ciertas fracciones de la clase explotada y de las capas medias). La reforma del Código de Convivencia de la ciudad de Buenos Aires es un ejemplo de este nuevo consenso: de ahora en más, toda manifestación debe permiso al gobierno y puede ser declarada ilegal, imputándose no sólo a los manifestantes sino a las direcciones.
Esto explica que todos los detenidos se encuentren con procesamiento confirmado y con el rechazo de pedidos de excarcelación. Explica también el que el gobierno haya subido la apuesta y se proponga mantener en la cárcel por mucho tiempo a 66 personas (y a miles, si es necesario), esté dispuesto a llevarlas a juicio público y amague con encerrar a las direcciones de las organizaciones políticas más importantes. Todo con la Constitución en la mano, en plena vigencia del estado de derecho. Si el gobierno lo consigue, se habrá cerrado un ciclo y la clase obrera argentina pagará muy cara su derrota. Sin embargo, para realizar estas tareas Kirchner debe, todavía, resolver problemas en su propia tropa.
Los intentos de reconstrucción
El primer mandamiento de toda facción política que llega a la conducción de la sociedad es disciplinar al personal que debe dirigir. Parte del mismo está formado por el aparato jurídico y tiene tres columnas: los fiscales federales, los jueces de la Corte Suprema y los jueces federales. El gobierno ha logrado disciplinar a la Corte desplazando a cuatro jueces menemistas y yendo en busca del quinto (Boggiano). Al final del proceso Kirchner tendrá una Corte adicta. “Kirchner pudo hacer los cambios que a mí me hubiera gustado hacer”, dijo al respecto Duhalde (Clarín, 1/10). El 6 de este mes, el senado aprobó los pliegos de cuatro jueces federales del riñón kirchnerista. A retener estos nombres: Daniel Raffecas (para investigar las coimas en el senado), Ariel Lijo (para investigar a Kohan y Liporaci), Guillermo Montenegro (robo de bebés y Plan Cóndor) y Julián Ercolini (para saber si Kirchner se enriqueció ilícitamente). Van a ocupar el lugar dejado por menemistas como Liporaci, Galeano, Cavallo o Bagnasco.
El segundo elemento a disciplinar es la fuerza represiva. El gobierno ha avanzado con la intervención de las fuerzas federales en el territorio nacional y especialmente en la provincia de Buenos Aires. Desde que Aníbal Fernández asumió su control, se realizan operativos “sorpresa” de la Federal sobre zonas estratégicas del Gran Buenos Aires, como San Isidro y Pilar y se instaló en la villa La Rana, en San Martín. Esta fuerza ha realizado, en una sola semana, 14 rastrillajes en campo bonaerense. Por su parte, la Prefectura mantiene hasta el día de hoy un cerco sobre la villa La Cava en San Isidro. En el mismo sentido, el presidente anunció la necesidad de reforzar la Gendarmería, y la Prefectura y de meter mano en la bonaerense.
Todo este proceso necesita de una base material. Detrás del problema de los superpoderes (que implican la facultad de dictar decretos de necesidad y urgencia) se encuentra la potestad del jefe de gabinete (Alberto Fernández) de redistribuir arbitrariamente las partidas asignadas en el presupuesto 2005. Como lo reconoció el Secretario de Hacienda, hay un superávit “oculto” de 10 mil millones de pesos (Clarín 1/10). Mucho dinero para construir alianzas políticas, para “combativos” sacar de la calle y alentar el consumo de la pequeña burguesía (como la eliminación del impuesto al cheque).
Los límites: ¿Hacia Colombia?
La reconstrucción política que intenta Kirchner puede darle aire hasta el 2007 pero adolece de una debilidad profunda: la tregua con el duhaldismo. Este pacto le permite gobernar pero no construir su propio personal político disciplinado, sobre todo en el ámbito de las fuerzas represivas. Duhalde va a ser el jefe del PJ bonaerense, lo que le entrega las listas para las elecciones del 2005. Kirchner también entregó al PJ bonaerense la desfederalización de delitos menores vinculados a la droga. Hasta ahora esos delitos eran facultad del gobierno central a través de fuerzas, jueces y fiscales federales. Si, como casi todo el mundo sospecha, la droga es la caja más importante de la policía, ahora la policía y los juzgados provinciales podrían meter mano en esa fuente de negocios. Tal vez Kirchner espere que con ese dinero la bonaerense disminuya su participación en los secuestros. Como esta medida va acompañada con la descentralización de la policía bonaerense, cada intendente podría tener lo suyo. La lucha abierta entre las mafias policiales, que ya no tienen que responder a un mando único, las disputas con la gendarmería, prefectura y la federal, podrían arrastrar a una “colombización” del corazón del capitalismo argentino.
El segundo límite es que aún persiste la tendencia a la movilización. El movimiento piquetero, dividido y disminuido en relación al 2002, sigue en pie, mientras capas burguesas y pequeño burguesas siguen movilizándose. Aunque lo hagan en el contexto de más seguridad, siguen acusando a las autoridades. Ese material explosivo no siempre ni necesariamente deviene en ataque a la clase obrera.
En tercer lugar, el sistema político no se ha recompuesto. Un sistema político burgués necesita de un partido en el gobierno y de una oposición que defienda al régimen y sea capaz de canalizar el descontento de las masas. La Argentina carece hoy día de esa oposición. Ese es el lamento de muchos intelectuales argentinos que quieren recomponerla por derecha (Macri o López Murphy) o por izquierda (Carrió o Bonasso), percibiendo que el sistema de partidos no tiene retaguardia, ante un posible fracaso de Kirchner.
¿Una bomba de tiempo?
Kirchner necesita poner disciplina en su clase y contra la clase obrera. Para eso ha acumulado poderes circunstanciales sobre su persona a costa del régimen político. Ha concentrado recursos inmediatos en el poder central (el presupuesto), pero a cambio de resignar otros más permanentes en intendencias. Ha logrado una paz transitoria (Duhalde) a cambio de no minar el poder de quien puede derrocarlo en una crisis política. Imputó a 5.000 manifestantes por causas políticas, tiene al menos 66 detenidos, pero pone en cuestión su coqueteo con el progresismo. La apuesta es fuerte. Si resulta, ya habrá tiempo para reorganizar el sistema político, para darle su lugar al parlamento, para reconstruir el estado central, para la oposición seria. Los intelectuales burgueses se lamentan porque no se piensa en la estabilidad del sistema a largo plazo, pero no pueden menos que saludar la ofensiva: al menos, a comenzado la etapa de la política bonapartista que más les gusta, el giro hacia la derecha.