Por Rosana López Rodríguez – El 18 de setiembre se estrenó, en la sala Casacuberta del Teatro General San Martín, una obra de Thomas Bernhard, Heldenplatz (Plaza de los Héroes). La historia de Josef Schuster, un profesor universitario que se había suicidado poco antes de comenzada la acción, se va desenvolviendo ante los ojos del espectador a través de la palabra y la acción de tres personajes clave: su ama de llaves, la señora Zittel (Rita Cortese); Anna, una de sus hijas (Maricel Álvarez) y su hermano Robert (Pompeyo Audivert). Estos personajes hacen crecer la historia de Josef a partir de una anécdota básica: intelectual judío escapado de Austria luego de la anexión (Anschluss) de su patria a la Alemania nazi en 1938, regresa cincuenta años después, tentado por las autoridades para desempeñarse como docente, sólo para comprobar que nada de fondo ha cambiado. Para colmo, se establece en un departamento cuyas ventanas daban a la Heldenplatz, la Plaza en la cual miles de austríacos vivaron a Hitler. Desde esa ventana el profesor se arroja al vacío luego de comprobar que su país era tan nazi, totalitario y antisemita como hacía medio siglo. Su dignidad de intelectual crítico le impide soportar que Austria siga siendo un nido de autoritarismo. He aquí el núcleo disparador del asunto. Sin embargo, el desarrollo de la obra con la intervención crucial de los protagonistas, nos muestra otras facetas de Josef: era cruel y autoritario con el ama de llaves, indiferente con su mujer y sus hijas, misántropo y elitista. Desdeñaba incluso a su hermano, a quien consideraba incapaz de ninguna reacción digna. Robert es la contracara de su hermano: continuamente enfermo, sin ambiciones intelectuales, recluido en el campo, el personaje demuestra en el desenlace de la obra, sin embargo, que tiene más coincidencias que diferencias con el suicida. Otro personaje, en apariencia menor, tiene, no obstante, un lugar significativo: la mujer de Josef, enloquecida por la vista permanente de la Heldenplatz, desde la que creía escuchar el exaltado discurso que Hitler había dado en aquella ocasión histórica y el ruido de los cristales que dio inicio a la persecución de judíos en Austria1.
El autor de la pieza, Thomas Bernhard, nació en Holanda en 1931, pero siendo aún niño muy pequeño emigró a Austria, país en el que vivió hasta su muerte, en 1989. Considerado uno de los escritores más originales en lengua alemana del siglo XX, estudió música y arte dramático antes de dedicarse por completo a la literatura. Transitó por todos los modos literarios y escribió cinco volúmenes de autobiografía. Su producción tiene una nota distintiva que la atraviesa: una diatriba permanente contra Austria. De allí que su obra haya tenido siempre una recepción polémica y, por momentos, agresiva. Marcos Mayer2 ilumina ciertos momentos del pensamiento y la obra de Bernhard: el primero se produce cuando le es entregado el premio nacional austríaco, en 1967. El discurso del escritor es virulento: “hay allí un catálogo de acusaciones que parece difícil de tolerar para sus destinatarios. Porque en su formulación no hay un deseo de reformar una realidad sino simplemente de execrarla.” En el ’67 cerraba el discurso de agradecimiento por el premio otorgado “con una referencia burlona al uso que (…) daría en algún lugar del extranjero al dinero del premio”, luego de decirles en su propia cara a todos los austríacos, lo mismo que palabras más, palabras menos, repetiría hasta el cansancio hasta llegar a Heldenplatz: “lo que me asombra es que todo el pueblo austríaco / no se haya suicidado hace tiempo / pero los austríacos en conjunto como masa / son un pueblo brutal e imbécil.” Una “retahíla de insultos” para Austria y el pueblo austríaco que reaparece en la obra que nos ocupa, la última que escribió. En 1986 declaró en un reportaje: “Amo a Austria. (…) Pero la construcción del gobierno y la iglesia… ante terrible asunto, no se puede sino sentir odio. Creo que todos los gobiernos y religiones que conocemos son lo mismo, bajo una dictadura o en democracia, pues los individuos son igualmente desagradables.” Esa conducta de Bernhard se reforzó cuando en 1988 le solicitaron una obra, que resultó ser Heldenplatz, para presentar en las celebraciones del cincuentenario de la sala más importante en Viena. Ese año era también el cincuentenario del Anschluss. En un clima político en el cual la derecha neonazi comenzaba a tener más protagonismo político de la mano de Jorg Haider y luego de la revelación de que el canciller Kurt Waldheim había sido colaboracionista de los nazis, Bernhard destila por última vez su veneno antiaustríaco: “Austria es una cloaca sin espíritu ni cultura”, “El odio al judío es el trazo más característico de la naturaleza austríaca”, “Austria no es más que un escenario donde todo está podrido.” La escenografía descascarada, en ruinas, decadente del departamento de Josef Schuster en la puesta del Teatro San Martín, señala adecuadamente que la casa del profesor es la sinécdoque (la parte por el todo) de Austria. Allí, donde vive y se suicida el “crítico y digno” Josef, donde continúa viviendo el no menos “crítico”, pero más “sufrido” Robert, pero también donde no deja de vivir, escribir y lucrar el “hipercrítico” Thomas Bernhard.
Desde el punto de Bernhard, el totalitarismo ha hecho mella en todos los austríacos, incluso en el propio crítico. Aun cuando Mayer señala que existieron cuestionamientos luego del estreno de Heldenplatz en los que se planteaba que no era correcto “que Bernhard viviera de subsidios otorgados por el mismo Estado al que execraba”, no extrae de estos episodios las conclusiones que corresponden. Decide escapar a cualquier juicio de valor, señalando que, en todo caso, lo que aparece en Bernhard es “el sentimiento de que el pasado es una enfermedad incurable.” Decir que la obra de un autor está vertebrada sobre la base de un sentimiento ubica el problema en el terreno de lo legítimo. Es genuino, es auténtico, era lo que sentía. No puede juzgarse entonces ni política ni moralmente al escritor. Por no hablar del siempre recurrente argumento que es solidario con esta hipótesis de lo sentimental: es legítimo que el artista sea libre de expresar lo que siente, después de todo, es un artista. Y si el odio urbi et orbi es genuino, pues el escritor lo siente, entonces ese odio será loado en tanto motor de la creación: esa fuerza subjetiva, individual, convertirá a escritores como Bernhard en el modelo del intelectual audaz, polémico, críticamente lúcido.
De poeta y de loco…
Cuando Hitler llevó a cabo la anexión de Austria a la Alemania del Tercer Reich, en marzo de 1938, el ingreso triunfal del ejército alemán fue vivado jubilosamente por las calles de Viena. El discurso del Führer en la Heldenplatz es el momento culminante de ese pecado eterno, en la consideración de Bernhard, del pueblo austríaco. Poco menos de un mes después, un plebiscito en el cual más del 99% de la población austríaca se pronunció por el sí, corroboró la anexión. Visto en estos términos es, en efecto, una entrega humillante. Pero… ¿nadie le dijo a Bernhard que la campaña por el “No” estuvo prohibida? ¿Que el voto era emitido bajo la mirada de los oficiales de las SS? ¿Que el padrón electoral excluyó cerca del 10% de votantes presuntamente opositores a la anexión? ¿Que la boleta señalaba con un tamaño que triplicaba al “No”, la opción del “Sí”? ¿Que todos los dirigentes de la I República habían sido detenidos, al igual que otros setenta mil opositores judíos, socialdemócratas o comunistas? ¿Que en una población en la cual el voto se emitió fuera del control alemán, hubo un 95% de adhesión al “No”? Ninguno de estos datos interesan a Bernhard.
El profesor, que aparece como el primer sojuzgado, no se ha privado de someter a quienes lo rodean. Algunos comentaristas de la obra han sospechado esta alineación filosófica entre Bernhard y Nietzche y lo justifican. Jorge Monteleone llega a compadecerse de la situación del escritor austríaco, pues tanta lucidez parece ser insoportable.3
Este tipo de afirmaciones en realidad buscan justificar lo injustificable. Bernhard está diciendo otra cosa: todos somos fascistas, todos somos colaboracionistas. Lo que nos lleva a pensar en la validez de otros sentimientos, los de los atacados por Bernhard, en especial los que no fueron colaboracionistas, los que lucharon, los que fueron perseguidos o incluso, los que no tenían oportunidad alguna de hacer gran cosa en contra del régimen que se les imponía. Decir que hubo una responsabilidad colectiva y unánime frente al Holocausto es un insulto gratuito para todo austríaco que se enfrentó, que luchó, que murió en esa batalla. Según Bernhard son todos nazis, incluso los propios judíos, como el hermano Robert, quien en la última escena se transfigura en Hitler. La obra, antes que una valiente denuncia de un intelectual lúcido es un insulto cobarde para todos los perseguidos, los militantes, los que en vez de lucrar con la pose de que todo es una porquería, se propusieron hacer algo.
Otra “wehbada”
La obra no es antinazi. Según Bernhard el nazismo es el autoritarismo inherente a la condición humana; por acción u omisión todos somos fascistas y oprimimos a todo aquel que se encuentre subordinado a nosotros. La señora Zittel humilla a la criada, pues ella ha sido humillada por el profesor y por su propia madre. Anna apabulla y humilla a su hermana, a quien coloca al borde de las lágrimas en varias ocasiones. Robert, el sumiso, el silencioso, el judío, es Hitler mismo. Es la línea filosófica que se extiende de Nietzche a Foucault. Así como el primero sanciona el ejercicio del poder y el dominio como una situación necesaria y adecuada para una clase social (la burguesía) e insta a sus intelectuales a convertirse en los representantes de la clase dominante, a hacerse cargo de su superioridad, la microfísica del poder hace extensiva la dominación y el ejercicio del poder a todo miembro de la sociedad. Según Foucault, ya que la dominación es inevitable e irreversible, lo mejor que se puede hacer, es aprovecharse de la situación en que uno se encuentra. Es la forma que asume la distribución de culpas y responsabilidades en toda la escala social. Una cretinada.
Trayendo la obra al presente argentino, el director la vincula con el reciente conflicto entre el gobierno y el campo. En particular, la advertencia de Cristina cuando tergiversó a Marx citando El 18 Brumario de Luis Napoleón Bonaparte, al decir que “los hechos y personajes de la historia se repiten: la primera vez aparecen como tragedia; la segunda, como comedia.”. Estas expresiones hicieron pensar al director que ésa era una pugna entre dos poderes, conflicto cuya resolución se complicaba habida cuenta del autoritarismo y la soberbia con que se manejaban, tanto de uno como de otro bando. Por eso en la puesta, el personaje de la viuda del profesor declama, a modo de separación entre actos, una frase con variantes: lo que empieza como tragedia, termina como comedia; lo que empieza como comedia, etc… “Creo que este contexto de la Argentina es apropiado para pensar algunas cosas. La obra habla del nuevo advenimiento del fascismo y yo creo que estamos en un contexto en el cual esa posibilidad está muy presente.”, dice Emilio García Wehbi en una entrevista4. Y en otra amplía: “Cuando comenzamos los ensayos se estaba dando el conflicto del campo (…). Los movimientos en esos dos polos de poder que actuaron alrededor del campo tuvieron que ver con cierto pensamiento totalitario, fascista.”5
No es casual que la puesta de Heldenplatz cierre con un cartel en el que se lee “Ceci n’est pas une pipe”. O sea “Esto no es una pipa”, el título del ensayo de Foucault en el que desarrolla una reflexión acerca de la obra de René Magritte con el mismo título. Más allá de que la referencia en francés haya dejado en ascuas a más de un espectador, constituyendo una tilingada innecesaria, la frase puede ser interpretada no solamente a tono con la postura filosófica de la obra (la forma homogénea de distribución de las culpas), sino también como una alusión a que esa ficción dramática no es Austria. No es Austria precisamente porque tal como declara García Wehbi, es Argentina. La obra es actual no solamente en el país de origen del dramaturgo, sino también en el nuestro. Deberemos aceptar, amargamente, entonces, que García Wehbi nos hace responsables, una vez más6, de una realidad fascista y autoritaria. Fuimos todos, somos todos fascistas. En el país de los desaparecidos, de los militantes asesinados, de la lucha genuina contra una sociedad opresiva y explotadora, afirmaciones de este tipo, además de livianas, desinformadas e ignorantes, constituyen otra cretinada. En lugar de conocer la realidad, se la violenta con una interpretación caprichosa, producto de la subjetividad individual de quien se cree por encima de todo. Una pose muy fascista.
Notas
1Noche de los cristales rotos: primer progrom de los nazis en la ciudad de Viena, noche en la cual fueron destrozadas las vidrieras de comercios de judíos.
2“Historia de un amor turbio”, Teatro, año XXIX, n° 96, septiembre de 2008, pp.10-15.
3Monteleone, Jorge; “Ventanas a la Plaza de los Héroes”, en Teatro, año XXIX, N° 95, septiembre de 2008, p.31.
4“La risa del horror”, conversación con el responsable de la puesta, en Teatro, op.cit., p. 40.
5Entrevista realizada por Alejandro Cruz en www.lanacion.com.ar/nota.asp?nota_id=1050937
6Véase “Fundidos. A propósito de Woyzeck, de Georg Büchner” en El Aromo n° 30, agosto de 2006.