Un transatlántico de lujo a la deriva

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Una mirada desde el socialismo, sobre las dos propuestas económicas centrales del candidato libertario: dolarizar y cerrar el Banco Central.

Por Eduardo Sartelli*

Conste que quien esto escribe es un socialista “de verdad”. Es decir, no de las delirantes configuraciones políticas que construye Javier Milei en su imaginación, en las que puede entrar todo el mundo, menos él. Quien esto escribe prefiere una economía planificada, sin mercado y con un ente administrador de la propiedad común, es decir, defiende la abolición de la propiedad privada de los medios de producción. Dicho esto, me dirijo, entonces, a todos aquellos que no están de acuerdo conmigo, pero que igual que yo, ven en el ascenso de Milei un peligro de disolución nacional.

De entre las “propuestas” de LLA, confusas, contradictorias, afirmadas y negadas al mismo tiempo, reivindicadas como inmediatas, pero postergadas para un futuro indefinido y lejano, aparecen dos particularmente importantes, no ya para un socialista, sino para cualquiera que quiera seguir viviendo en un espacio reconocible como “Argentina”, aunque más no sea para poder alentar a alguien en el próximo Mundial de Fútbol. Las “propuestas” a las que me refiero son la dolarización y la “quema del Banco Central”. Las dos son metáforas para señalar que la Argentina solo puede salir de su crisis abandonando todo instrumento para intervenir en la vida económica. Dicho de otro modo, que arrojarnos desnudos a las furias del mercado nos llevará a buen puerto y sin mayores dificultades.

Dolarización. “Dolarización” es simplemente el nombre que hoy recibe la vieja receta de anclaje del tipo de cambio. La idea (y la esperanza), esta vez, es que ese anclaje sea definitivo. Si no se puede dejar flotar libremente al peso, porque siempre existirá alguna tentación “socialista”, pues entonces, fijémoslo con el cemento más duro. Cavallo no pudo, con una ley, entonces, no hay mejor peso que el peso muerto. La fijación de la paridad, se haga de forma suave y temporaria (con flotación sucia) o extrema y “definitiva” (eliminación del peso), es una manera de forzar a la economía a evolucionar al ritmo de la economía más productiva del mundo, la que es dueña de la moneda que se adquiere como propia. La consecuencia de tal decisión es tan disparatada como la del ciclista que pretende ahorrarse energía atándose detrás del camión que va adelante. Las consecuencias podemos imaginarlas: cada vez que la economía norteamericana entre en crisis, estaremos en crisis. Cada vez que la economía norteamericana acelere a más no poder, estaremos en otra crisis. Una moneda no es, como acaba de decir un Premio Nobel, una camiseta que confiere los poderes y habilidades propios del dueño de la prenda. Esta perspectiva bastante estúpida es tan inverosímil como el traje que, en El Esmoquin, transformaba a un simple taxista en un espía internacional dotado de superpoderes. La Argentina no es Messi ni Jackie Chan. 

La posibilidad de devaluar, dejar flotar, revaluar la moneda, es un instrumento de política económica indispensable. Creer lo contrario es suponer un mundo estático, donde las relaciones económicas son fijas y la moneda es neutral. Es decir, un mundo en el que no hace falta nunca adecuar la moneda a las cambiantes relaciones del mercado capitalista que, si por algo se caracteriza, es por su dinamismo y transformación constantes. Un mundo en el que nadie hace eso que se nos pide que hagamos: renunciar a la posibilidad de intervenir contra las tendencias destructivas que las tremendas mareas del mercado mundial puedan acarrear a una economía débil y atrasada.

Ecuador, por ejemplo, está siendo sometido a una verdadera jibarización de su economía, aplastada por el peso de una “paridad” insostenible. El resultado es la paz de los cementerios: no hay (demasiada) inflación, pero el país no para de expulsar a sus hijos. Entre otras cosas, porque las remesas de los emigrantes se han transformado en la segunda fuente de ingresos nacionales detrás del petróleo. Paradojas crueles, la dolarización expulsa a la población que con sus remesas de divisas sostiene la máquina que los aleja cada vez más de su propia patria…

Muerte al Central. Algo parecido sucede con la “quema del Banco Central”, una imagen para transmitir la vieja idea de la “independencia” necesaria de dicha entidad. Una doctrina nefasta y autoritaria que supone que es mejor que la población no controle su propia economía y la deje en manos de un funcionario sin ninguna responsabilidad política, ajeno a los vaivenes de la vida nacional. Una doctrina falsa, además, porque cuando las papas queman, todos los gobiernos del mundo fuerzan a sus banqueros centrales a hacer lo contrario de lo que declaman. El ejemplo más notable es el de la reforma de la Reserva Federal de 2008, que habilitó al organismo a manejar simultáneamente la tasa de interés y la masa monetaria a los efectos de inyectar en el sistema la mayor cantidad de dinero que se recuerde en la historia de la humanidad. Se trataba, por supuesto, de salvar a la economía estadounidense y al capitalismo mundial. Nadie se quedó atrás, por supuesto, ni siquiera la austera banca europea. 

Moneda propia y Banco Central son instrumentos de política económica y, en un país verdaderamente democrático, la población no debiera ser aislada de su manejo. Pretender que se puede hacer lo contrario, no es más que ilusión de país bananero. Porque la Argentina puede dejar de tener moneda propia, pero tendrá la moneda de un país concreto, no una abstracción etérea fuera de cualquier control político. La Argentina puede dejar de tener Banco Central, pero tendrá el del país cuya moneda ha adquirido. Dicho de otro modo: fijación indefinida del tipo de cambio y eliminación del control de los flujos monetarios nacionales es simplemente “desnacionalización”. Y no me refiero aquí a que a la economía argentina “la van a manejar los yanquis”. No. Juzgo más probable que los yanquis no quieran saber nada de la Argentina, y tal vez la prueba más directa, es lo poco que están interesados en compartir con nosotros su moneda. No comulgo con la idea de que somos una joya que todos quieren tener. Más bien lo contrario. Mi temor no es que “nos dominen los yanquis”, sino que no nos domine nadie, ni siquiera nosotros mismos. 

Renuncia. En efecto, renunciar a dos instrumentos de tanta centralidad para cualquier país razonablemente serio y de cierta envergadura, es lo mismo que renunciar a la estatidad de la Nación. Es el resultado de suponer, a la manera anarquista, que el Estado es simplemente una excrecencia, una imposición externa y prescindible y no un componente necesario e indispensable de la vida actual. La idea de que puede existir una Nación sin Estado y, peor aún, de que se puede vivir sin Nación, sin marco nacional. 

Y éste es el fondo del asunto: una rebelión del pasaje quiere arrancar el timón del barco solo porque no ha sabido elegir buenos capitanes. Despreocupada del rumbo de la nave, ha decidido aceptar que cualquier viento es favorable, incluso aquel que la lleve a la catástrofe. La Nación es un resultado histórico del desarrollo de la sociedad humana. Así es como la humanidad vive desde hace al menos dos siglos. En el contexto actual y en ausencia de una propuesta superadora, los países que se “desnacionalizan” desaparecen y su población sufre en magnitudes inimaginables. Pensemos en Siria. Una guerra civil, una invasión extranjera, son las causas casi eternamente presentes de esas tragedias. Es difícil encontrar un ejemplo de país de gran tamaño y notable pasado que decida voluntariamente desnacionalizarse, regalarse, suicidarse. Muy probablemente estemos a punto de presenciar un milagro de ese tipo. La Argentina se transformará, entonces, en un transatlántico de lujo a la deriva. Y ya sabemos qué pasa en tales ocasiones.

*Publicado en Perfil, 16/09/2023.

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