La Ley de Identidad de Género permite que “toda persona pueda rectificar su identidad registral del sexo cuando no coincida con la identidad de género autopercibida”. Podemos estar de acuerdo o no con un deseo o un sentimiento individual. Pero no podemos actuar como si esos sentimientos de un individuo o incluso un conjunto de ellos no pudieran entrar en colisión, total o parcial, con otros. Dicho en criollo: si tus “sentimientos” valen, los míos también. Según nuestras leyes, un conjunto de individuos tiene derecho a modificar elementos de la vida social que considera lesivos hacia sus intereses toda vez que descarta que sus acciones tengan consecuencias sobre otros seres humanos; sin embargo, la vida social es nada más y nada menos que esto: no podemos actuar como si los otros no existieran.
Las mujeres no somos identidades ni autopercepciones y un instrumento clave de nuestra lucha ha sido y es la relación objetiva que nuestros cuerpos tienen con nuestra realidad social. El logro de estadísticas sociales diferenciadas según sexo, así como el desarrollo de todo un sistema de investigación y conocimiento destinado a esclarecer la naturaleza específica de la diferencia sexual, fue uno de los éxitos del feminismo. En efecto, en tanto la identidad de género es la vivencia interna y subjetiva de una persona, el sexo es una realidad material cuyas especificidades se despliegan en una sociedad que otorga e impone determinadas tareas y funciones según sea el sexo. Al separar la imposición social, el género, de su base material y considerar que es una elección, un deseo, una autopercepción o un sentimiento, se pretende olvidar no solamente que existen hombres y mujeres, sino que los sentimientos de un grupo particular (y absolutamente minoritario) debe regular la vida social, so pena de ostracismo social. En defensa de estados subjetivos de esas minorías, la mitad de la población queda indefensa.
Concretamente, ¿cómo vamos a poder defendernos de la desocupación selectiva, de la violencia estructural, de la miseria a la que nos condena el resultar cada vez más “cabeza de familia” de hogares destruidos, de los femicidios, de las violaciones, de la trata y la prostitución, de la explotación de nuestro cuerpo a partir del alquiler de vientres y la venta de óvulos, si eliminamos el registro de esa diferencia sexual que nos constituye como mujeres? Ser mujer es un hecho objetivo, pero si no lo fuera, si se nos quisiera convencer de que es otra “elección”, ¿no tendríamos derecho a ejercerla y a rechazar cambios que nos perjudican? ¿Por qué los sentimientos de una pequeña minoría valen más que las necesidades de la mayoría de la sociedad?
Desde la sanción de la Ley de Identidad de Género se ha ido ampliando el cuerpo normativo según el cual el sexo no tiene importancia, sino que lo que cuenta es el género. De modo tal que, en la ley del aborto, en lugar de mujeres, quienes abortan son “personas gestantes”. La misma denominación falsa aparece en los proyectos de ley de “gestación subrogada” (o “solidaria”, como gustan mentir quienes presentan estas propuestas). Es solo aparentemente paradójico que se reconozca la naturaleza reproductiva pura y dura de las mujeres para alquilar sus vientres, pero que no se mencione que son mujeres porque alguien puede “ofenderse”. Esto es lo que hemos dado en llamar “borrado de las mujeres”. El colmo llega cuando aparece como una necesidad imperiosa de los sentimientos ajenos el que no quede, en ningún lado, ningún registro de la diferencia sexual, como pretende la propuesta de Ricardo Alfonsín de modificación del artículo 13 de la Ley de Identidad de Género. Sorprende que no se perciba que con esto no solo se perjudica a las mujeres, sino que la sociedad misma se amputa la posibilidad de conocer la realidad y de validar las políticas con las cuales pretende mejorar la vida de sus integrantes. Curiosamente, quienes exigen que se elimine el registro estadístico de las mujeres, se niegan a decirle a la sociedad cuántas/os son los que se arrogan ese derecho: en lugar de luchar por “visibilizarse” exigiendo, por ejemplo, que el número de CUIL tenga una variante específica para su identidad, pretenden que se borre todo rastro de las mujeres. ¿Temen que la sociedad se entere de las magnitudes reales del fenómeno social que encarnan y se dé cuenta de que tal vez ya se ha llegado demasiado lejos en reclamos que tal vez no corresponden?
Bajo la pátina engañosa de la igualdad y la no discriminación, se conculcan derechos adquiridos y necesarios de las mujeres. O lo que es lo mismo, se acrecientan las consecuencias negativas sociales y políticas que se asientan en la diferencia sexual. Su negación no borra las diferencias, en particular, aquellas que fundan jerarquías de poder. Por el contrario, las agranda. Y en ese abuso, los “sentimientos” de la mayoría, no valen nada.