Un libro que hizo historia
Hacia finales de los ‘60 e inicios de los ‘70, una renovada conflictividad obrera se manifiesta en huelgas, sabotajes y alcanza algunos de sus momentos más álgidos en el Mayo Francés y en el otoño caliente italiano. El trasfondo es un profundo rechazo a la alienación del trabajo, particularmente grave entre los obreros automotrices sometidos al ritmo de las cadenas de montaje. Así como es posible identificar una película que resume este proceso –la excelente La clase obrera va al paraíso-, una obra se destaca dentro del conjunto de bibliografía sobre el tema: Trabajo y capital monopolista de Harry Braverman.1
A diferencia de otros escritos que circulaban entonces, Braverman explicó la alienación como un fenómeno inherente de la sociedad capitalista. El obrero vende su fuerza de trabajo y debe emplearla en un proceso de trabajo configurado por otros. Al empresario le interesa hacer rendir esa fuerza de trabajo lo más posible, pues de la diferencia entre el valor que paga por ella (el salario) y el valor que ésta produce surge la plusvalía, de la cual se apropia y que constituye la base de su ganancia. Para aumentar el valor creado, el capitalista puede extender la jornada o, lo que resulta mucho más rendidor, aumentar la productividad. La división del trabajo y la mecanización son los principales medios para lograrlo. No es una cuestión de voluntad, de más o menos humanidad por parte del empresario, pues la competencia les marca permanentemente el paso: si quieren seguir en el mercado deben abaratar la producción aumentando la productividad. Braverman muestra lo que esto representa para el obrero: la degradación del trabajo y la descalificación del obrero. La división de tareas vuelve el trabajo rutinario, desquiciante; la mecanización esclaviza al obrero a la máquina.
Braverman cuestionó también la imagen del proletariado como una clase menguante, cuyas filas se estrecharían mientras crecen las capas medias empleadas en los servicios. Para ello muestra cómo esos empleados, oficinistas y nuevos profesionales son sometidos a una disciplina fabril, su trabajo es fragmentado y descalificado como el de los operarios. Comprobó cómo el grueso de los trabajadores de servicios tienen los mismos niveles salariales que los obreros industriales, incluso se acercan a los peor pagos. De este modo, tanto a través de la descripción del trabajo concreto de oficinistas y otros empleados, como con las estadísticas salariales y de empleo, demuestra que la clase obrera lejos de reducirse, aumenta sus filas por la proletarización de muchas capas de técnicos y profesionales. Analizó, también, la falacia del “Fin del trabajo”: explicó que algunas industrias por su aumento de productividad liberan trabajo, mientras otras nuevas, con menor desarrollo técnico, lo incorporan.
Un juego siniestro
A nivel político el principal cuestionamiento que recibió Braverman fue hacia su supuesta omisión de la lucha de clases. .El autor, no obstante, había aclarado que, en realidad, realizó sólo la primer parte del análisis, el que corresponde a lo que los marxistas llamamos clase en sí, dejando para otros el estudio de la lucha de clases. Para conocer las condiciones de la lucha de clases es necesario saber las características de las clases enfrentadas. Respecto a la clase obrera: cuántos obreros la forman, si trabajan en pequeños talleres o están nucleados en grandes industrias, cuál es su sector en activo y cuál la porción que compone su ejército de reserva (el sector desempleado). El objetivo de Braverman era contar y medir las potencias de la clase obrera, para que luego otros puedan evaluar sus luchas. De nada le sirvieron sus aclaraciones, ni el mérito de haber demostrado que la clase obrera continuaba creciendo. De todas formas las acusaciones llovieron sobre él.
Los críticos de Braverman creen que los obreros contribuyen a definir la organización del trabajo junto con sus patrones. Unos piensan que hacen esto mediante su continua resistencia. Para otros, por el contrario, los obreros aportan su consentimiento activo. Este último es el caso de Burawoy2 quien considera que hay una dinámica de “juegos” donde los obreros a veces resisten, pero finalmente consienten y que en esta dinámica se define el proceso de trabajo. La conclusión: si los obreros no se oponen -es más, consienten- el trabajo no puede ser tan malo. En última instancia, si así lo fuera, no sería responsabilidad del patrón y su autoritarismo. No hay imposición. La fábrica o la oficina no sería el reino de la dictadura del capital, si no un lugar donde interactúan dos actores que parecen pares, con igual responsabilidad. Michael Burawoy no se preguntó quién dicta las reglas del juego. Tampoco estudió en qué contexto de la lucha de clases puede obtenerse ese consentimiento.
Un simple repaso histórico nos muestra que el mayor consentimiento se obtiene siempre luego de que se inflinge las derrotas más fuertes a la clase obrera. Japón es el mejor ejemplo: la actual disciplina laboral se obtuvo sólo después de dos bombas atómicas, una prolongada ocupación norteamericana y una feroz represión a las organizaciones políticas y sindicales.
La idealización de la vida obrera
Siguiendo a quienes afirman que los obreros siempre resisten llegaremos, por otro sendero, a la misma conclusión. Otra vez: no todo es tan malo, ya que los obreros contribuyen a diseñar la organización de trabajo. Todo el que ha trabajado conoce mil subterfugios para escapar por un rato a la disciplina laboral. Esconderse a fumar en el baño, demorarse en sala de profesores tras los recreos, tomar sol en la plaza en medio de un trámite (¡qué fila había en el banco!, diremos al regreso). Pero se sabe, también, que nada de eso cambia verdaderamente la cruel realidad del trabajo. Braverman, que pasó por muchos oficios, anotó algunos ejemplos en comentarios al pie. En cambio, sus críticos, maravillados como novatos al descubrir toda esta “actividad” obrera, hicieron un culto de ella.
Para ejemplo, basta un botón. El historiador norteamericano David Montgomery3 sostiene que es una estrategia de resistencia obrera, una defensa de tradiciones previas, el trabajar más despacio hacia el final del día, especialmente en jornadas de 12 horas… ¿Es que Montgomery nunca estuvo agotado por el trabajo? Resulta evidente que no. De lo contrario, no confundiría el simple cansancio con una reafirmación de “autoactividad”. Es claro que no hay ninguna prisa por tomar el poder y cambiar un mundo así idealizado.
La rueda del hamster
El lector se preguntará cómo estos estudiosos llegaron a obsesionarse con acciones tan nimias. Su problema es que no reconocen la importancia de la lucha política y elevan las luchas económicas (hasta las más pequeñas) al lugar que sólo a aquella le corresponde. Esta visión meramente corporativa o sindical de las luchas los acerca, por más autonomistas que se digan, a los cálidos brazos del Estado (capitalista).
Montgomery quien no cesa de hablar del control y la autodeterminación obrera termina reconociendo que el “control obrero” tal cual él lo concibe está estrechamente ligado al Estado, en especial bajo el New Deal. No es el único que cae en esta contradicción. Con otra retórica, Toni Negri realizará el mismo pasaje.
Hacia los ‘70, Toni Negri y su grupo llevaban una década levantando exclusivamente demandas salariales. Negri consideraba que ellas implicaban una lucha directa por el poder. Es decir, confundía la más elemental disputa gremial con un enfrentamiento contra el conjunto del sistema. Pero en esos años de convulsión social el grupo evoluciona teóricamente y busca profundizar su concepción política y radicalizar sus demandas. El “gran pensador” que transforma su práctica política no es otro que Keynes, el economista que desde la crisis del ’30 oficiaba de gurú de la burguesía.4 En pleno auge de las luchas de la década del ’70, mientras el viejo fantasma volvía a recorrer el mundo, estos radicales italianos pasaron de pedir más salario a demandar también obra social y jubilación, siguiendo los movimientos de la clase obrera, pero con 10 o veinte años de demora.
Las demandas sindicales pueden mejorar la condición de vida de los obreros, pero nunca en forma definitiva, siempre dejan margen para un contraataque burgués. A las conquistas obreras de los ’70 la burguesía respondió con mayor mecanización y con la relocalización de sus plantas. El desempleo que esto creó le abrió luego la puerta a nuevas ofensivas. Podemos esforzarnos y esforzarnos como un hamster en su rueda, pero si no cambiamos el sistema de conjunto, seguiremos siempre en el mismo lugar. La construcción del socialismo es una conclusión lógica y necesaria del examen del problema. Contemplar las vueltas de la rueda, satisfechos de que ésta gira, en parte, porque nosotros la movemos, es propio de un falso radicalismo.5 Como Marx y Braverman plantearon, sólo abolir la propiedad privada nos liberará de la alienación del trabajo. Y, para alcanzar esa meta, fumar en el baño no basta.
Notas
1Braverman, Harry: Trabajo y capital monopolista la degradación del trabajo en el siglo XX, Nuestro Tiempo, Barcelona, 1987.
2Burawoy, Michael: El consentimiento en la producción. Cambios en el proceso de trabajo bajo el capital monopolista, MTy SS, Madrid, 1989.
3Montgomery, David: El control obrero en Estados Unidos. Historia sobre las luchas del trabajo, la tecnología y las luchas obreras, MT y SS, Madrid, 1985, p. 59.
4Negri, Tony: Del obrero masa al obrero social. Entrevista sobre el obrerismo a cargo de Pablo Pozzi y Roberta Tommasini, Anagrama, Barcelona, 1980, p. 105.
5”Estamos mal, pero la iniciativa fue nuestra”, parece ser un pensamiento consolador para Holloway, mientras aguarda nuevas luchas y vaya a saber qué nuevas reacciones en: “La rosa roja de Nissan”, Cuadernos del Sur, nº 7, 4/1988.