Francisco Martínez Hoyos
A continuación, iniciamos una serie de debates sobre el lugar de la ideología cristiana en los ’70. En este número, Martínez Hoyos nos presenta su particular visión sobre las contradicciones que atravesaron a la comunidad católica y a la jerarquía eclesiástica durante el proceso revolucionario en los ’70 y su lugar en la formación de Montoneros. La discusión está abierta y, en próximas entregas, el lector podrá apreciar nuestra propia posición.
Es de sobras conocida la vinculación de la Iglesia católica argentina con la dictadura militar, a la que contribuyó a legitimar, presentando a los militares como defensores del cristianismo y la civilización. Se sabe que numerosos sacerdotes prestaron asistencia espiritual a los verdugos, asegurándoles que lo suyo no era un crimen sino una acción justa. El obispo Baseotto, por ejemplo, se refirió a los “vuelos de la muerte” como una forma de defender la vida. El hecho de que el presidente de la Conferencia Episcopal, el integrista Tortolo, fuera el vicario castrense, favoreció la identificación entre la cruz y las casernas.
Pero, junto a esta Iglesia cómplice de la barbarie, existió otra, menos conocida, que permaneció del lado del pueblo. Muchos militantes de las fuerzas de izquierda y extrema izquierda, incluidas organizaciones guerrilleras, procedían de las filas católicas. Para explicar su radicalización, hay que partir de la legitimación religiosa esgrimida por Juan Domingo Perón, en la que Jesucristo, defensor de los humildes, aparece como el primer justicialista. La lucha de los descamisados equivaldría, desde esta óptica, a la aplicación de principios cristianos. “El verdadero cristianismo es el peronismo”, se afirma.
Estas premisas favorecen la convergencia con la causa de los trabajadores de determinados sectores católicos, en la línea aperturista del Concilio. Dentro de esta tendencia destacan poderosamente los Sacerdotes por el Tercer Mundo, un grupo surgido en 1965, a raíz del encuentro de un grupo de curas con dos obispos para reflexionar sobre su misión, a la luz del Vaticano II. Tres años después, la primera reunión nacional inauguró una dinámica de crecimiento. Llegaron a contarse hasta ochocientos miembros, el 16 % del clero argentino. Mientras tanto, por toda América Latina surgían movimientos similares, como el colectivo ONIS de Perú o el grupo de los “ochenta” en Chile. Todos ellos parten de una fuerte crítica a la Iglesia institucional, a la que pretenden impulsar hacia un compromiso más activo en la lucha contra la injusticia.
Desde una visión cristiana, Sacerdotes por el Tercer Mundo rechazaba categóricamente el capitalismo y se decantaba por un socialismo latinoamericano. Si Jesús había venido al mundo para liberar a todos los pueblos de la servidumbre, la Iglesia debía luchar por “un cambio urgente y radical de las estructuras existentes”. La revolución, por tanto, equivalía a un deber para el creyente, obligado a trabajar por la llegada del “Hombre Nuevo”1. No obstante, el anticapitalismo de los tercermundistas pecaba muchas veces de emotivo, ya que el sentimiento de indignación ética primaba sobre el análisis científico de la realidad. Por otra parte, pese a su izquierdismo, no es difícil detectar en sus textos ecos de la ideología conservadora de la que provenían por orígenes familiares. Cuando critican a la oligarquía por extranjerizante y antinacional, se percibe el típico discurso nacionalista de las élites, sólo que vuelto contra ellas.
Sin duda, dentro del grupo sobresale la figura carismática de Carlos Mugica, en la que se mezcla el perfil mediático con la intensa dedicación a la evangelización de los humildes. Guapo, con cierto aire de rebelde hollywoodiense, comprensivo y exigente a la vez, atrajo a muchos cristianos con inquietudes, a los que inculcó su profundo idealismo (“el que no es idealista es un cadáver viviente”). En el terreno político, propugnó un acercamiento entre peronismo y cristianismo que recuerda, en cierto modo, el intento del español Alfonso Carlos Comín por ser cristiano en el Partido y comunista en la Iglesia. No aprobaba, por principio, la lucha armada, pero tenía muy presente que Pablo VI hacía una excepción, la existencia de una tiranía evidente. En su opinión, si no se daban elecciones libres, iba a ser imposible impedir la continua incorporación de jóvenes a grupos guerrilleros.
Eso fue lo que acabó sucediendo. No es causal que sea un antiguo seminarista, Juan García Elorrio, el que funde Cristianismo y Revolución. Entre 1966 y 1971, esta revista se convierte en un referente para la militancia radical2. No en vano, se inspira en figuras como el Che Guevara o el colombiano Camilo Torres, el célebre cura guerrillero. Como se ha señalado, muchos de los vinculados a este grupo acabaron en organizaciones armadas. A principios de los setenta, el debate sobre este paso no podía ser más candente. ¿Se debía o no recurrir a la violencia en un caso extremo? La guerrilla aparecerá entonces como una vía valida para alcanzar la transformación social, por lo que ciertos católicos acabaran incorporándose a los Montoneros. Entre ellos, el que será su controvertido jefe, Mario Firmenich, al que todos recuerdan como un creyente devoto, tan estricto que se proponía llegar virgen al matrimonio. El suyo es el típico caso de evolución desde la derecha a la izquierda. Comienza su andadura en la JEC (Juventud Estudiante Católica), donde coincide con Cargos Mugica, y descubre la situación de pobreza de su país. Evoluciona entonces hacia el peronismo de izquierdas, integrándose en el Comando Camilo Torres, auspiciado por el grupo de Cristianismo y Revolución, con lo que inicia su preparación guerrillera3.
Dotados de una ingenuidad más que notable, estos jóvenes se dejaron manipular por su ídolo, Perón, quién desde su exilio en España les utilizó como fuerza de choque para desestabilizar al gobierno argentino. Desde la distancia aprobó su actuación y les prodigó elogios como el de “juventud maravillosa”. A su vez, con los sacerdotes tercermundistas, el viejo caudillo se sirvió de la misma táctica. En una carta de apoyo les halaga hábilmente, con todas sus artes de prestidigitador demagógico, afirmando que ellos son la Iglesia con la que siempre ha soñado, activa de la lucha por los desheredados4. Por desgracia, unos y otros le creyeron, sin preveer que, una vez reconquistado el poder, su líder les dejaría en la estacada en favor del ala conservadora de su movimiento.
En una trágica confirmación de que, si algo puede salir mal, saldrá mal, los militares toman en el poder en 1976, con lo que el país entra en una dinámica de violencia imparable. El 4 de julio caen asesinados cinco religiosos de la comunidad palotina. Junto a los cadáveres aparece una tira de la popular Mafalda, con la leyenda “este es el palito de abollar ideologías”5. Antes de la masacre, las víctimas recibieron anónimos respecto a sus predicaciones y fueron sometidas a vigilancia. El ejército culpó a grupos subversivos, pero no engañó a nadie que no quisiera dejarse engañar. La situación se había envenenado tanto que ni siquiera un obispo estaba a salvo, como se comprobó en agosto, cuando el de La Rioja, Monseñor Angelelli, murió en un supuesto accidente de tráfico. Se había distinguido por su gran sensibilidad social, dispuesto a promover los sindicatos de mineros, campesinos y empleadas de hogar, con lo que se había ganado la animadversión de la extrema derecha, hasta el punto de que en cierta ocasión le apedrearon. Poco antes de morir, sabía perfectamente que podía convertirse en otra víctima de la “guerra sucia” patrocinada por los militares. Los ejemplos pueden multiplicarse. Mónica Mignone, asistenta social en la parroquia de Santa María del Pueblo, fue una de las desaparecidas. La tragedia marcó a fuego a su padre, Emilio, un destacado católico que a partir de ese momento se entregaría a la lucha por los derechos humanos.
Ante la falta de democracia, sólo la Iglesia cuenta con capacidad para vehicular cierta protesta. Así, la tradicional peregrinación a Luján permite a las Madres de la Plaza de Mayo pedir por sus hijos desaparecidos. Lucen un pañuelo en la cabeza, para reconocerse entre la multitud.
La Iglesia de Santa Cruz, en el barrio bonaerense de San Cristóbal, alcanzó un relieve internacional por su lucha contra los abusos del poder. Declarada sitio histórico en la actualidad, sirvió de lugar de encuentro y refugio para las Madres y Abuelas de la Plaza de Mayo. En esta parroquia, regentada por una comunidad de misioneros pasionistas6, colaboraban dos monjas francesas, Léoni Duquet y Alice Domon, asesinadas en 1977 por su compromiso a favor de los pobres y su denuncia de los crímenes de Estado.
No puede decirse que, en tales circunstancias, la jerarquía defendiera con energía a los suyos. Su actitud fue, más bien, justo la contraria. Era una situación muy conflictiva desde los valores tradicionales, al producirse la paradoja de que uno de los dos supuestos pilares de la nación, el ejército, actuaba contra el otro, la Iglesia. Pero ésta no constituía un colectivo homogéneo, al recoger también sensibilidades progresistas. Igual que en el resto de América Latina, donde se alzaron múltiples voces creyentes contra las dictaduras, voces dispuestas a demostrar que se puede tener fe y ser decente. Sin que faltaran, a veces, miembros de la jerarquía como Oscar Romero en El Salvador, Helder Cámara en Brasil o Raúl Silva Henríquez en Chile.
NOTAS
1 Smith, Christian: La teología de la liberación. Barcelona. Paidós, 1994, p. 184.
2 Morello, Gustavo: Cristianismo y Revolución. Los orígenes intelectuales de la guerrilla en la Argentina. Córdoba. Universidad Católica, 2003.
3 Celesia, Felipe, Waisberg, Pablo: Firmenich. La historia jamás contada del jefe montonero. Buenos Aires, 2010.
4 La carta de Perón, de marzo de 1969, en Onrubia Revuelta, Javier: El movimiento de Sacerdotes para el Tercer Mundo y el origen de la teología de la liberación en la Argentina (1967-1976). Madrid. Ed.Popular, 1992, pp. 38-39.
5 Véase el documental 4 de julio, de Juan Pablo Young y Pablo Zubizarreta.
6 Saracini, Carlos: Encuentros, refugio y cambios. Dentro de www.madres.org