Por Leonardo Grande, Grupo de Investigación del Arte en Argentina-CEICS
En julio pasado, al menos dos millones de personas vieron el primer largometraje de la «gran historieta nacional», Patoruzito. La crítica especializada, fiel a su acostumbrado elitismo, se ha contentado con decir lo obvio, a saber, que la película es malísima. Realizada con tres millones de dólares por, entre otros, la productora de Pergolini y Telefé (con el apoyo del Instituto Nacional de Cine y Artes Audiovisuales), es un intento oportunista de pegar el éxito comercial del año durante las vacaciones de invierno. Notablemente, los críticos burgueses han decidido no atacar la bazofia por donde corresponde: «Se podría hacer una interpretación política de este héroe patagónico que está destinado a ser el líder de su tribu a pesar de la oposición de sus pares y de algún extranjero malvado, pero hacerlo sería elevar a la categoría de film serio a este aburrido producto de baja calidad.» (El Amante, 11/07/2004). El sólo hecho de que dos millones vieron el film ya sería suficiente para que El Aromo dedicara su análisis al costado ideológico del film. Pero, además, su aparición viene a confirmar una estrategia de dominación de la burguesía argentina actual, que venimos señalando desde hace rato.
La historieta original (el personaje Patoruzú de Dante Quinterno aparece en 1928) es respetada en lo esencial. Una imagen positiva de los verdaderos valores morales del argentino, la nobleza y el coraje, se encarnan en «nuestros orígenes», un tehuelche patagónico que, además de cacique, es patrón de estancia. Éste viene, en la década del ’30 y del ’40, a re-educar a unos descendientes de la oligarquía demasiado «apiolados» por el despilfarro de las décadas pasadas (Isidorito Cañones, sobrino de un coronel del ejército argentino que masacró teheuelches, pehuenches, araucanos y onas con Roca).
En la película que millones de niños argentinos «disfrutaron» (si eso es posible) se narra cómo ese «indiecito» encaró su destino para convertirse en «cacique-rey heredero» de su «pueblo». ¿Cómo se imaginaron Pergolini, Tinelli y Susana Giménez ese pueblo en busca de líder? Pues bien, el «indiecito» del sur sale de su fabulosa estancia patagónica (que seguro queda en Santa Cruz y se pagó con regalías de Repsol-YPF) para festejar su cumpleaños. En el pueblo todos están felices. Todos. Los peones de la estancia, la negra esclava que vende empanadas en nuestros actos colegiales, el «malón» y, por qué no también, el Coronel Cañones dispuesto a masacrar a los indios malos si estos se retoban. Los únicos descontentos son un aspirante a caciquito que envidia a Kirch… perdón, a Patoruzito, y un extranjero, de acento «alemán» y dedicado a la arqueología (que en vez de ser una ciencia parece que es un arma para «saquear nuestras reliquias nacionales»). El indiecito rival (del que no sabemos si proviene de una tribu pampeana conocida como duhaldismo) declara no ser de la misma clase que Patoruzito y reniega de su «coronación» próxima como cacique ya que este evento llenaría el vacío de poder e imprimiría una política económica que prohibiría el robo de ganado sobre las poblaciones blancas. Usted pensará que estamos forzando los argumentos. Pues vea, no. «Tenemos que impedir que Patoruzito sea cacique, porque sin ninguno la tribu estaba bien y, con él, no vamos a poder robar más caballos», palabras más, palabras menos. Detrás de la insurrección de diciembre del 2001, Kirchner-Telefé ven a un malón de saqueadores que se aprovechan del vacío de poder para seguir con el viejo “modelo”: afanar. Lo mismo son, para nuestros pingüinitos, sus dos enemigos mayores, Menem y la versión “blumberg” de los piqueteros. A este enemigo interno lo va a ayudar un extranjero que, ya dijimos, parece alemán o yanqui, pero termina siendo ¡un antiguo y malvado faraón egipcio! A ver si todavía involucramos a los amigos del FMI como adversarios, faltaba más.
¿Qué características debe tener nuestro líder sureño para los autores del film? Coraje. Como bien indican los manuales de heroísmo, coraje para vencer la adversidad. Nobleza, o sea, reconciliación de las enemistades de clase. Trata bien a sus explotados de la estancia, protege a sus amigos porteños aunque anden descarriados como Isidorito y llega al extremo de dar su vida para salvar a su enemigo, porque él es también un tehuelche y, sobre todo, es el único que trata bien al extranjero al comienzo, no vaya a ser cosa de perder turistas.
¿Y dónde debemos buscar esas cualidades? En nuestro corazón, usando nuestros sentidos debemos acercarnos a lo profundo de nuestro ser nacional, la argentinidad, la Patagonia.
Una Patagonia particular por lo falsa. En primer lugar, es descripta como una especie de paraíso terrenal que se encuentra, como decía la vieja oligarquía, desierto. Sus únicos pobladores son una sola tribu de nobles tehuelches descendientes de egipcios. Las otras etnías, bien gracias. Pero, además, no viven como lo hicieron sus referentes históricos de carne y hueso, organizados para el comercio de ganado cimarrón disputado violentamente a las poblaciones del sur de Chile y la Confederación Argentina. Ni siquiera son como los actuales, reducidos a reservaciones y en la miseria más absoluta luego que el genocidio originario del capitalismo argentino los haya barrido del mapa a fuerza de carabinas rémington y ponchos con viruela. No, estos tehuelches viven en la abundancia y en perfecta armonía con la naturaleza (nota burdamente subliminal para el espectador infantil: pedirle a mis viejos que me lleven a ver a las Ballenas a Madryn y al Glaciar Perito Moreno). Como si fuera poco, eligen como líder no al más bravo guerrero dispuesto a enfrentar al enemigo huinca (insulto famoso que no aparece en ningún momento al lado de los más lavados «chei», «po» o «canejo») sino al indio terrateniente aliado al Coronel invasor.
Patoruzito, obviamente, como el Rey León, termina con sus pruebas favorablemente y se consagra cacique por derecho divino. «Se es cacique para todos, no para uno sólo» es la frase-moraleja que nos va a quedar boyando en los oídos al salir del cine. Porque, argentinos somos todos, los pobres chorros por naturaleza o indios malos y los indios buenos y ricos, también por naturaleza. No vivimos en una Patagonia construida a imagen y semejanza del capitalismo genocida, o ennoblecida por la sangre de obreros rebeldes y combativos como los de los años ‘20. Ni siquiera es la Patagonia de los piqueteros de Cutral-Có o de la recuperada bajo control obrero Zanón.
Esta clara definición del mundo nuestro de todos los días no es nueva. Ya había educación nacionalista en el peronismo original de la historieta. Que se aprovechen las marketineras vacaciones de invierno para estrenar un éxito comercial infantil de bajo valor artístico no debe hacernos olvidar que han elegido una epopeya bien kirchnerista para lograrlo. El patrón de estancia patagónico es aplaudido por los capitalistas de la industria cinematográfica local y, de paso, promocionamos los valores turístico-morales de la argentinidad. No es ninguna casualidad que a nuestros pibes se les meta este veneno cuando a los adolescentes también, en los recitales vergonzosos de la Bersuit Vergarabat o a los adultos, con documentales del estilo de Pino Solanas. A nadie en su sano juicio sorprende que el marketinero grupo salteño Los Nocheros ponga su voz para la banda sonora del film, contentos de hacer un aporte a la «cultura nacional». Tampoco que La Mosca haga de batifondo para los delirios al estilo «deme dos» y «este país es una fiesta» de Isidorito. Pero debería dejar de parecer una incoherencia que León Gieco aporte a la banda sonora de todo festival kirchnerista como éste. Alguien que siempre reivindicó la salida «nacional» a nuestros problemas, que siempre le cantó «al pueblo unido» y no a los trabajadores argentinos, enemigos de sus patrones argentinos, cómo no va a participar de la educación armónica, tradicionalista y nacionalista de las nuevas generaciones. Debería ser una enseñanza fuerte para los miles de compañeros que, con buenas intenciones, todavía creen que hay una esencia común a todos, dada por la tierra o los indígenas, que nos hará libres por igual, a proletarios y explotadores, sólo porque nacimos en el mismo suelo y porque los «malos» están afuera. Si en los setenta cabía alguna duda de que el programa peronista -nacionalista y reformista- pudiera ser algo más que una reivindicación burguesa, la realidad actual, que nos lo presenta defendido únicamente por nuestros patrones acá y en Venezuela, como en Brasil y Bolivia, debería ser suficiente para que abandonen a los falsos ídolos del pasado.
Nos permitimos decirle a León Gieco y compañía que, a diferencia de lo que cantan en Patoruzito, no es buscando en nuestro «corazón» y siguiendo los «sentidos» que vamos a madurar y conquistar nuestro destino de «amor y libertad». Tanto irracionalismo «a la Walt Disney» no va a alcanzar para encubrir que la verdadera salida depende de nuestra «cabeza», de que los niños aprendan más de los Piqueteritos: que los verdaderos «amor y libertad» se alcanzan conociendo realmente el país donde vivimos, sin falsedades, que la realidad se transforma sólo si se la comprende y se lucha contra el enemigo, esté donde esté, sea del origen que sea.