Para una cinemateca de la democracia

en Revista RyR n˚ 8

Durante el período que dio en llamarse “la transición democrática” el cine se transformó en un canal de expresión de las ilusiones en la democracia burguesa. Un fenómeno que no se limitó a la Argentina, sino cuyas huellas pueden rastrearse desde el cine español al iraní, pasando por el brasileño o el chino. No es menos cierto que hoy puede seguirse el derrotero de dicha ilusión en la producción cinematográfica tanto argentina como extranjera. A ese análisis están dedicados los textos siguientes.

Por Alberto Poggi

-I-

El cine argentino y el posibilismo alfonsinista

La historia oficial

de Luis Puenzo      

El cine es un arte y también una industria. Para realizar un largometraje –aún en las condiciones actuales muy facilitadas por el soporte digital– hace falta mucho dinero, la participación de un equipo numeroso de técnicos, en la mayoría de los casos un aporte estatal, condiciones favorables de distribución  y exhibición, que no haya censura abierta o encubierta por parte del Estado, entre muchas otras condiciones. Por eso, para comenzar el análisis del cine en el período alfonsinista es necesario hacer aunque sea una sucinta aproximación a la situación política previa, es decir la dictadura militar.

El cine que impone la dictadura se empieza a gestar durante la época de Isabel Perón con los asesinatos de la Triple A. Muchos directores marchan al exilio, entre ellos Gerardo Vallejo, Fernando Solanas, Octavio Getino, Jorge Cedrón, Humberto Ríos o Lautaro Murúa; otros son asesinados como Enrique Juárez; Raimundo Gleyzer y Pablo Szir desaparecen. Especialmente entre los años 1975 y 1978 reina una férrea censura y una fuerte autocensura. Las películas que se producían  giraban alrededor de la figura de Palito Ortega y sus protagonistas eran militares bienhechores, aviadores angelicales y policías buenísimos que hacían acrobacia en sus motos, para el beneplácito de grandes y chicos. Emilio Vieyra es otro realizador de la época, es un cine colaboracionista, con comedias ñoñas e intrascendentes, porque hay que destacar que la censura también era moral. La intervención en el Instituto del Cine le correspondió a la Fuerza Aérea y los personajes que allí anidaron se preocuparon fuertemente por defender el honor y las buenas costumbres, por ejemplo era imposible que en un film apareciera un homosexual.

Mientras la tragedia genocida se desarrollaba, Sergio Renán filmaba La fiesta de todos, sobre el Mundial de Fútbol de 1978 y Enrique Carreras seguía adelante con sus bodrios. Recién a fines de 1978 se estrena una película digna, La parte del león, un policial clásico de Adolfo Aristarain, que aunque tuvo que cambiar el final porque tenía que quedar claro que el crimen pagaba y que el personaje debía recibir su castigo, fue todo un acontecimiento pues aparecía por primera vez algo que tenía que ver con la realidad.

Cuando asume el gobierno democrático se anuncia con bombos y platillos el otorgamiento de créditos que –de acuerdo con las declaraciones de los funcionarios– harían renacer al alicaído cine argentino. La realidad demostró que la crisis era muy profunda y que los milagros no existían. Los créditos no alcanzaban para cubrir los costos de un largo y los directores debían dedicarse al deporte de la caza de los poquísimos capitalistas que decidían  arriesgar sus australes para financiar el faltante. Estos capitalistas  a su vez exigían recuperar el costo y presionaban  a los directores para que los actores fueran taquilleros, que las películas tuvieran condimentos de sexo, violencia, etc. Exigían, también, buscar temas específicos y libretistas probados para que la repercusión fuera segura.

Había un grupo de directores que por su origen o la publicidad de la que gozaban estaban, de entrada, en mejores condiciones. Era sencillo: tenían  más dinero y también contactos para conseguirlo cuando hiciera falta. Son los nombres que más resonaban en esa etapa de cine en democracia: Jusid, Gallettini, María L. Bemberg, Kamin, Puenzo. Todos ellos eran  dueños de empresas publicitarias o de empresas cinematográficas que filmaban cortos publicitarios. En el caso de Puenzo hacía veinte años que trabajaba en publicidad y tenía hechos setenta cortos publicitarios. En un reportaje de esos años dice algunas cosas interesantes:

“Cuando trabajo en publicidad me divierto haciendo los comerciales y gano mucho dinero. El desafío de hacer La historia oficial me costó 500.000 dólares y necesito para recuperar el costo 1.000.000 de espectadores. Camila, La tregua, Moreira, son las únicas que llegaron a ese público. Nuestra decisión fue jugarnos a hacerla vendible al exterior”.

                Hay un dato que surge de estas afirmaciones de Puenzo y que configura un fenómeno castrante para las posibilidades creativas de nuestros directores: la necesidad imperiosa de recuperar costos. El efecto condicionante de esta necesidad otorga, tanto al film de Puenzo como a casi todos los otros estrenados durante ese año, una gran carga especulativa. La historia oficial es para mí un ejemplo de cómo esta carga especulativa actúa y termina por teñir con ella las mejores intenciones, si las hubiera. La película de Puenzo fue un gran éxito de público y de crítica. La de los grandes diarios fue unánime y los elogios fueron de todo tipo. En el año 1986 publiqué en la revista Cuadernos de Cultura, a contramano de casi todos, un artículo del que extracto lo siguiente:

             “En primer lugar, la elección del tema: los desaparecidos. Tema riesgoso si los hay, pero de segura repercusión en la medida en que se cumplan determinadas pautas. Una cosa es hablar de un desaparecido que fue dirigente gremial y otra es hablar de los chicos donde la sensibilidad de cualquier persona se ve afectada. No hay en el film una sola mención a los otros desaparecidos. Al elegir el tema hay que tener muy en cuenta el conocimiento de una de las bases del trabajo publicitario: el marketing, es decir, a quien va dirigida la película. Demás esta decir que hoy en día, son sólo los sectores medios y altos los que van al cine. La clase obrera y los sectores medios bajos no lo hacen.

En cuanto al tratamiento que da el film al tema de los chicos desaparecidos es bueno conocer una anécdota reveladora publicada por El periodista con respecto a la versión que dieron las Abuelas de Plaza de Mayo cuando vieron la película, en función privada. Al finalizar la función se hizo una pequeña encuesta y resultó que todas estaban emocionadas por lo que habían visto, pero todas coincidieron en que ellas no conocían ningún caso similar al que habían visto en la película, no conocían a ninguna mujer que tuviera un chico de un desaparecido que reaccionara del modo en que reacciona el personaje de Norma Aleandro, y esto es clave en relación con la verosimilitud de ese personaje.

Que una señora de la alta burguesía sé de cuenta de lo que pasa, que vaya tomando conciencia de lo que estaba pasando, produce un seguro efecto de identificación y también actúa como un bálsamo tranquilizador de las conciencias y hasta avala determinados “olvidos” de la burguesía. Cuantas veces hemos oído decir: “Yo no sabía nada…; esta señora tampoco sabía. Ahora yo sé y esta señora también sabe. ¡Y que actitud valiente tuvo!.En el armado del personaje de la mujer hay otros problemas, además del mencionado. Es imposible que una persona que tiene claras posiciones ideológicas (recuérdense las escenas del colegio) pase sin transiciones a adoptar una posición diametralmente opuesta. No olvidemos que es una mujer formada y madura. La reacción más lógica es la que ocurrió en la realidad de todos los casos: la mujer que tiene un hijo en esas condiciones se aferra a él como una tigresa y no lo suelta ni lo entrega.

Y ya que hablamos del armado de los personajes, veamos que pasa con el marido. Nunca queda claro quién es en la realidad y que hace. Es totalmente ambiguo y pienso que esa ambigüedad es deliberada para no aclarar los verdaderos lazos que unen a ese hombre con los militares, las multinacionales y la represión, pues la verdad sería demasiado urticante para el público buscado. Todo está entonces apenas susurrado y muy confuso. Tan seguro de sí al principio, será luego traicionado y abandonado. No hay tampoco aquí –al igual que en el personaje de la Aleandro–  lugar para una transformación ni evolución creíble. La escena final termina de afirmar esa ambigüedad y lo humaniza sorpresivamente, provocando, también en este caso, un efecto tranquilizador.

La experiencia publicitaria de Puenzo parece primar en la estructuración del personaje de la hija. Como todos sabemos, los niñitos venden muy bien, todo el mundo se engancha. Hay un perfecto engarce entre este personaje y los de la publicidad. La pequeña actriz nos hizo recordar a la eficaz vendedora de televisores de la TV, maestra en el manejo de los golpes bajos y los mohines tipo Lorena Paola, ayudada sin lugar a dudas por el director.

Todo lo que he dicho sobre el tramado de los personajes, creo que tiene mucho que ver con la elección por parte de Puenzo de una experimentada guionista de televisión, Aída Bortnik, para la realización del guión. En muchos sentidos se podría decir que es más un film de Bortnik que de Puenzo. El éxito de la libretista está basado en haber estructurado un estilo que ha hecho época en la TV y que tiene una legión de continuadores. Se trata de trabajar con actores colocados siempre en situaciones aisladas (nadie sabe que pasa antes o después), llevados a desarrollos límites y agudos enfrentamientos casi siempre a los gritos. Todo ello condimentado con palabras fuertes, cosa insólita en la pacata TV del Proceso. Con estos ingredientes y el tratamiento de temas que tienen algo que ver con la realidad –también superalejada de la TV por años– logró una notable repercusión. Pero resulta que la TV tiene sus códigos y si en cierto modo el estilo de la Bortnik los asume y les saca el máximo de provecho, nada tienen en común con los del cine. El cine es imagen y la imagen tiene el gran poder de sugerir cosas que no tienen que ser explicadas por miles de palabras, que sobran evidentemente en el guión de La historia oficial.

Nadie filma una película con la intención de que sea vista por pocas personas. Buscar la repercusión popular es sumamente lógico y legítimo. Lo que critico, y quiero que esto sea claro, es el evidente escamoteo, la búsqueda desesperada del gancho, el golpe bajo y por sobre todas las cosas, la actitud especuladora que lleva a la tranquilización de las conciencias.

Se puede decir entonces que si hubo una historia oficial sobre el tema de los desaparecidos, que fue la historia de los milicos, ahora con esta película hay una nueva historia oficial, que es la de la burguesía que intenta olvidarse del drama vivido y nos quiere vender una democracia posible y también una historia oficial posible. Pienso que en este film hay un estricto correlato entre las posiciones de la burguesía en el ámbito político y la posición que Puenzo asume con esta historia. Y como toda película que se precie tiene un final feliz, La historia oficial llegó ya a su ansiado millón de espectadores (recuperó los costos), está cosechando premios a rolete y hasta puede soñar con ganar la estatuilla dorada del Oscar. Con lo que se terminaría de atar perfectamente el paquete y se llegaría al ansiado Punto final”.

El Punto final llegó, Puenzo ganó el Oscar y La historia oficial  se transformó en el ejemplo más esclarecer de la política posibilista que implementó en todos los órdenes el gobierno de Alfonsín. Muchos diarios y revistas vaticinaron que el cine argentino estaba nuevamente en un momento de gran ascenso, tema que es permanente. Esas mágicas resurrecciones y apocalípticas destrucciones son eternas y se han ido sucediendo sin solución de continuidad en los últimos cincuenta años de nuestro cine.

La castración creadora engendrada por la dictadura militar y la persistencia autocensora dio como resultado un cine anodino, predecible, efectista, sin audacia ni propuestas novedosas. El director Cristian Pauls decía analizando la producción de esos años que “el público y las imágenes están estandarizadas  y hasta la gente que hace cine es incapaz de provocar demandas nuevas”. Algunas películas de la época que encuadran perfectamente en lo dicho son La República perdida (1983) de Miguel Pérez, un documental sobre 50 años de la vida política argentina, de total cuño radical, Los chicos de la guerra (1984) de Bebe Kamin, fallido intento sobre la guerra de Malvinas, La noche de los lápices (1986) filmada en forma absolutamente oportunista por Héctor Olivera, entre muchas otras. Por supuesto siguen filmando engendros de distinto tipo y color  Enrique Carreras, Emilio Vieyra, Aníbal Di Salvo, Juan Carlos Desanzo, Hugo Sofovich, Enrique Cahen Salaberry y Fernando Ayala.

En esos años muy pocas películas fueron un intento de buscar algo del riesgo perdido. En 1986 Fernando Solanas estrena El exilio de Gardel, un testimonio lúcido del doble desgarramiento del exilio y de la dura realidad de los que permanecieron en el país durante la dictadura. Carlos Sorín filma en ese mismo año un gran film La película del Rey, una original joya creativa, llena de imaginación y de un extraordinario trabajo visual. En 1986 y 1987 aparecen dos películas que no fueron muy exitosas pero que abrieron una gran expectativa en la obra de un nuevo director que filma con muy pocos recursos y con un lenguaje narrativo muy novedoso, Diapasón y En el nombre del hijo de Jorge Polaco. Se conoce también una primera obra de un excelente director, Alejandro Agresti, que estrena en 1988 El amor es una mujer gorda. Un verdadero francotirador, que filmó una decena de films con financiación holandesa y que en los ’90 va a estrenar algunas películas muy importantes.

En los últimos meses de 1987 el Instituto de Cine paraliza el otorgamiento de créditos que ya venía dando a cuentagotas. Los que estaban produciendo se comienzan a desesperar y surgen las protestas de los directores y productores. El gobierno ya no responde y comienza a vislumbrarse cuál fue el plan del alfonsinismo. En sus inicios entendió la importancia de producir un hecho político que tuviera clara repercusión en el exterior y entre los sectores sociales que apostaron por su proyecto posibilista. Se abolió la censura, se libró una partida del Tesoro que alcanzó para financiar parcialmente decenas de films, se ganaron premios. En la mayoría de los casos estos fueron una forma concreta de apoyo a la renaciente democracia surgida allá en el pobre sur, por parte de “nuestros amigos”, los socialdemócratas y socialcristianos del poderoso norte. Luego de las elecciones de setiembre de 1987, el espíritu derrotista del Gobierno y el apresurado comienzo de la campaña electoral de 1989 con sus correspondientes expectativas, desembocaron en una situación confusa y de gran desbande. Manuel Antín, el Presidente del Instituto, no sabe que hacer, comienzan los juicios cruzados: el Instituto compadece a litigio por sus atrasos en las cuotas de los créditos otorgados, mientras los Bancos querellan a los productores por el no pago. La desenfrenada inflación y las continuas devaluaciones provocan una grave situación; los que empezaron a filmar se meten en un callejón sin salida. Algunos directores tienen  casi terminada su obra y por la falta de montos relativamente pequeños en relación con la inversión total, se encuentran a un paso de ver frustrado su empeño. En 1988 se logran estrenar veintiuna películas, mientras en 1987 se estrenaron treinta y dos. Antín, apoltronado en su sillón de funcionario, balbucea a sus  visitantes: “Yo ya cumplí  mi ciclo”. En 1989 gana las elecciones Carlos Menem, el proyecto posibilista de Alfonsín cuelga su cartel de “The end” y comienza a filmarse una nueva película que va a ser bastante parecida a la anterior.

-II-

De la furia a la resignación: las desventuras de la conciencia pequeño-burguesa

Por Fabián Harari

La ciénaga

De Lucrecia Martel

                                                        Á la fin tu es las de ce monde ancien[1]

Guillaume Apollinaire

 Zone

            Un vaso se llena de alcohol en medio de un calor sofocante. Una mano agita el vaso como llamando a una ceremonia y vetustos cuerpos intentan movilizarse. No se sabe hacia donde, pero el hecho es que no pueden recorrer más que unos metros. Su embriaguez y  pretensión de llevar consigo reposeras y copas llenas se lo impiden. Así comienza el escalofriante viaje.

Los años que sucedieron a la caída de la dictadura representaron una verdadera primavera para la conciencia pequeñoburguesa. Con la clase obrera saliendo de una derrota, se presentaba como el nuevo sujeto revolucionario. Eran los tiempos de los derechos humanos, de la democracia social… La Historia Oficial, galardonada por la Academia de Hollywood como mejor película extranjera de 1985, reproducía la imagen social e histórica del progresismo. De un lado, la idea acerca de la historia de los ‘70 se reduce a una pacífica y saludable quietud interrumpida por un grupo  (o más bien dos) de violentos que buscaban dirimir sus disputas a los tiros[2]. Del otro, la mistificación de la niñez (Gabi, inocente y buena), de la mujer (Alicia, inocente y sometida y Ana independiente y solidaria), de la vejez (el padre de Roberto, honesto y sabio), de la familia (es lo que no se puede violentar), de la comunicación (primacía del diálogo, de la reconciliación) y de los cuerpos (la integridad corporal como valor universal); la pobreza o la riqueza aparecen como condiciones periféricas (“Lo importante no es ser pobre o rico…” dice el padre de Roberto).

            La Ciénaga, film dirigido por Lucrecia Martel, pone en el banquillo estas afirmaciones. El largometraje intenta retratar a la pequeña burguesía provinciana, el mundo en el que vive y su desesperado intento por aprehenderlo. Su búsqueda explora en las relaciones sociales en un tiempo y un espacio considerados como los de mayor quietud y tranquilidad: una finca del norte del país (Jujuy), durante el verano.

El relato gira en torno a diversas historias donde los personajes se hallan atrapados y aplastados por su entorno y su propia mediocridad. Un “accidente”(Mecha borracha cae sobre las copas) parece reunirlos: Tali (Mercedes Morán) visita a Mecha (Graciela Borges) y José (el hijo mayor de Mecha) vuelve de Buenos Aires. La reunión es sólo aparente: cada uno está inmerso en su mundo. Tali no tolera a Mecha (en realidad no tolera a nadie), sólo le interesa acordar con ella un viaje a Bolivia de dos días, para ver si se distrae de su existencia, con la excusa de comprar útiles para los chicos, quienes son verdaderamente molestos, y a quienes, sin embargo, piensa llevar. Gregorio, (marido de Mecha) es un alcohólico a quien le cuesta incluso caminar, su única preocupación es bañarse y teñirse el cabello, aunque acepta sin chistar las órdenes de su mujer. José pasa los días entre la cama y los juegos con su hermana. Mercedes (amiga de Mecha, ex novia de Gregorio emplea al hijo de este en su empresa y lo mantiene como amante) llama a José exigiéndole que vuelva a Bs. As. Él no quiere que su madre se entere de los servicios extralaborales que cumple, aunque Mecha se lo imagina ( “A Mercedes siempre le gustaron los inútiles” dice). Los hijos (de entre 6 y 12 años) se la pasan en el monte cazando animales. Las hijas (de entre 13 y 16 años) se la pasan en la cama, en el jardín y en la pileta llena de agua podrida, en la que sin embargo se sumergen. Ni unos ni otras se bañan. Isabel (la mucama) es la única con lucidez para hacerse cargo de la casa, pero no la vive como propia, en última instancia, un embarazo no deseado la aleja del lugar. Mecha no es menos alcohólica que su marido, vive en la cama, como lo hizo su madre, mirando televisión, es incapaz de levantarse y da órdenes a los gritos, que van acompañadas de un ácido calificativo a quien le correspondería cumplirlas. En su casa reina el desorden y la suciedad. Para todos, el calor es sumamente opresivo y las lluvias impiden toda movilización.

Las protagonistas se hallan amordazadas por su desesperanza. Todos se arrastran en contradicción entre su existencia y su conciencia, sus deseos y su realización. Acusan a la servidumbre de “India ladrona” y le roban sus pertenencias (cualquier analogía con la explotación es pura coincidencia). Mumi (la hija menor) desea a Isabel como hermana y como amante, le dice “negra carnavalera”, aunque es muy posible que se escandalizase si Isabel le ofreciece, explícitamente, mantener relaciones sexuales. Los chicos ruegan a los pibes pobres del pueblo que los lleven al dique a pescar, juegan con ellos, y al separarse tiran los bagres a la basura: “Estos negros de mierda comen cualquier cosa”. Mecha acusa de “fiestera e inútil” a la servidumbre por la que, sin embargo, se sostiene la casa (cualquier analogía con nuestra sociedad es pura coincidencia). Tali ,que esconde su afición a la bebida con la excusa del calor, no logra siquiera emprender ese mísero viaje (su marido compra los útiles a un mayorista el día de la partida), entonces cae en la negación de sus propios deseos. Los cuerpos parecen pedir el contacto, con un lenguaje propio, Mumi a Isabelle, José con su hermana y su madre, Tali a José. La cama aparece como ámbito privilegiado para este conocimiento y acercamiento, sin embargo nada llega a concretarse porque nadie se hace cargo de su actuar. Los personajes aparecen escindidos y sus cuerpos sublevados. Sin embargo aquí nadie vive en una ensoñación, los personajes son conscientes de su propio encierro y decadencia, sólo que no quieren o no pueden, hacer nada al respecto. Las  justificaciónes suenan a oración obligada, de rutina. Mecha sabe que no logrará salir jamás de la cama, como su madre y José repetirá la historia de su padre. Más que presos de sus fantasías son esclavos de su desaliento.

La niñez está lejos de aparecer como el momento de pasividad, inocencia y bondad. Las hijas de Tali no paran de pelearse y cargar a su hermano menor, haciendo imposible toda conversación con ellas cerca. Los hijos de Mecha cazan en el monte, por diversión. Tienen como lazarillos a los niños pobres (a quienes mandonean), y crían perros para la caza. Conocen perfectamente el trato sexual “a este perro se lo cojieron y ahora está mansito” dice uno mientras le examina el orificio anal. La violencia no es para ellos más que una constante cotidiana. Los viejos de la película son un grupo de alcoholicos incapaces de ayudar a Mecha y ante el primer problema, o la lluvia, huyen en sus costosos coches.

Uno de los llamados “Nuevos Sujetos Sociales” fue la mujer. Semejante  afirmación se  sostenía en la hipótesis de que la opresión de género podía reemplazar a la de clase como instancia explicativa. En este film encontramos que la primacía de la mujer no disipa la opresión ni la explotación: Mecha, grita despótica desde la cama y Mercedes explota a José. La mujer puede explotar a un miembro de su propio género (Mecha a Isabel) y la  “complicidad” femenina esconde la utilización del otro (Tali y Mecha)[3]

La familia deja de ser el espacio de realización, sus vínculos se hallan descompuestos. El matrimonio es un ámbito de opresión, para las dos partes. Los hijos están librados a su suerte, unos ante una naturaleza hostil que les deja marcas en el rostro y otras a la mugre. Un hijo de Mecha ha sufrido una mutilación en el ojo y hace dos años que debía haberse operado; el de Tali, muere en un descuido, mientras ella escucha una música lejana. Los afectos se mezclan con la sexualidad. Mecha comparte la cama con su hijo. José con su hermana. El amor “puro” aquí desaparece: todo lo que implique el intercambio corporal tiene una naturaleza sexual. Las hijas de Mecha asisten al espectáculo de su madre alcohólica y depresiva. Gregorio ya no duerme con Mecha y parasita por la casa ante la burla de sus hijos. Los personajes se han recluido en la familia en un intento de escapar de un mundo complejo, del exterior, del contacto con el “otro” (los pobres, los indios, los negros) pero encontraron que sus parientes también son “otros” que ellos también son “otros” para sí mismos, que el hogar, lejos de ser un refugio, se revela como un verdadero infierno.

Los cuerpos aparecen en toda su fragilidad y en toda su prepotencia. Como instrumentos que reflejan el deseo oculto y como víctimas de relaciones sociales. La mayor parte de los personajes tiene una herida visible, por la que ha sangrado. Mientras que afirman su fortaleza (nadie quiere admitir su mediocridad) sus cuerpos revelan su debilidad. El cuerpo no es una instancia sagrada, su profanación es una vivencia diaria. En todo caso a cada herida le corresponde una explicación[4].

La comunicación entre los personajes no es fluida. Los mensajes son contradictorios y los diálogos se superponen. El film utiliza a las acciones para describir personajes y relaciones. Sabemos lo que Tali piensa de la gente por sus caras, no por lo que dice. Sabemos que Mecha es alcohólica y vegetativa por la constante postración de su cuerpo, no por los proyectos que tiene o justificaciones que da. Sin embargo la película logra una fluida comunicación con el espectador. El dinero, o su falta, pueden dar lugar a humillaciones como a las que es sometido el Perro en la tienda de ropa.

Un ámbito de comunicación para resaltar es la fiesta, el carnaval, donde parecen confluir ricos y pobres ( “hoy el noble y el villano… bailan y se dan la mano sin importarles la facha” cantaba Serrat). Pero los ricos bailan con los ricos y, los pobres, con los pobres. José cree que su sirvienta es presa fácil. El baile deriva en una pelea entre José y el Perro (un chico pobre del pueblo y novio de Isabel). La conciliación es imposible, porque nadie puede dejar su condición en el guardarropas.

Uno a uno se diseccionan los mitos burgueses y la realidad se manifiesta en toda su crudeza. La tranquilidad, la quietud y la paz esconden y suponen la descomposición, el encierro y la violencia: la pileta podrida, los cuerpos mutilados, las vidas estancadas, la falta de proyectos. Su reposo es un mal que los aqueja. La siesta , tan curiosa e inocente, se descubre como ámbito del enclaustramiento, del contacto de los cuerpos, donde el incesto y la homosexualidad están latentes. El verano (cuando aparentemente nada pasa) se muestra como el tiempo en que los hombres se ven enfrentados a su propia existencia y descubren el horror que (los) encierra. A su pesar, descubren que todo sigue en movimiento.

A diferencia de las películas tradicionales ésta no tiene una progresión dramática ni una estructura lineal. El sentido trágico inunda la pantalla de principio a fin, la historia se plantea como un inevitable descenso. La voz del autor no se concentra en algún diálogo, lo hace en las imágenes. La cámara no tiene pretención de omnipresencia. Puede girar como un zombi, puede ir en zigzag, hace primeros planos en acciones colectivas. Sin embargo, el todo resulta inteligible, lo que está fuera del plano puede comprenderse porque la totalidad está siempre antes que las partes. La idea de la autora es rescatar, resaltar y jerarquizar ciertas imágenes de un fenómeno global.

Tres figuras  atraviesan el largometraje. La primera es la vaca en el monte que cae en una ciénaga y no lucha por salir, más bien se acomoda al lugar. Más tarde, se la encuentra en estado de descomposición. Es la imagen de cierta clase social que nos da la autora.

La segunda  es el informativo, ocupándose de una Virgen, que habría sido vista por una muchacha, en un tanque de agua, y la posterior peregrinación de los vecinos para pedirle milagros (trabajo, salud). Se puede pensar en el fetichismo que atraviesa la sociedad, la idea de poner un objeto como portador de condiciones propias. La idea de que la familia, la niñez, la vejez tienen características propias esconde, en realidad, que están sometidas a relaciones sociales que les dan un contenido. Al igual que los objetos: la pileta, objeto suntuoso y de distinción, está podrida por las relaciones que la circundan; la cama, espacio de descanso, es el espacio de la descomposición (Mecha)  y de la explotación (Mercedes y José).

La tercera figura está constituida por las caídas: una al principio del film  y otra al final. La primera es la de Mecha que puede simbolizar la madurez y la segunda es la del hijo menor de Tali, que puede simbolizar el futuro y deriva en una muerte. La autora parece descreer de toda solución, de toda salida, de todo cambio trascendente.

No es casual que estas expresiones artísticas se presenten en estos momentos. El decadentismo denuncia la agonía de un sistema social y precede a las grandes convulsiones. Desde La Historia Oficial hasta aquí podemos observar la odisea de la conciencia pequeño- burguesa, de pretender explicar el mundo a su imagen y semejanza ha pasado a descreer de todo, hasta de sí misma. Inconforme e incapaz de liderar un transformación profunda, toda una paradoja. Hurgando sobre sí ha llegado a la desolación. Mucha agua ha pasado por el puente desde entonces. El mundo no era como creía, las ilusiones de un bienestar sin grandes cambios se esfumaron, revelándose su propia caricatura, su propia mueca cínica.  El sujeto revolucionario parece desvanecerse: “Si no soy yo, no es nadie” parece ser la respuesta que ensaya. 

La última escena es un desencanto. Verónica vuelve desconsolada luego visitar a la Virgen del estanque y se acomoda en su reposera: “No vi nada”, concluye mientras se seca las lágrimas    


[1] Definitivamente, estas cansado de este viejo mundo. Guillaume Apollinaire- Zona

[2] Esta imagen aparece claramente en la fiesta de cumpleaños de Gabi. Mientras ella, tranquilamente, arrulla a su bebé, de un portazo entran sus primos jugando a la guerra (como si ésta fuera un caprichoso juego) y disparándose entre ellos. Gabi se pone a gritar angustiadamente, señalando su indefensión (obviando lo que haría cualquier niña: sacarlos a los gritos). Cabe resaltar que dos tomas se suceden al arrullo de Gabi: una patada a la puerta y la ametralladora, las dos en primer plano, aludiendo a que podría tratarse de una situación de secuestro real.

[3] Es interesante comparar el viaje/huida hacia la liberación, emprendido por Thelma y Louise (que fue considerado un canto al feminismo) cuyo emprendimiento dependía de la voluntad, con el proyectado por Mecha y Tali. En La ciénaga no hay ningun lugar  adonde huir, ninguna de las dos puede desprenderse de sus relaciones sociales y del lugar que las circunda. 

[4] La disputa entre Mecha y Mumi, por el origen de las cicatrices en el pecho, frente a Tali. Mientras Mecha afirma que se tropezó con toallas tiradas (aunque dice que no hay porque se las roba la servidumbre), Mumi le sugiere sarcásticamente que se estuvo emborrachando. Mecha la termina echando a los gritos.

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