OBSERVANDO LA FIESTA: UN RARO TEXTO DE KARL MARX

en Revista RyR n˚ 5

Por Ricardo Abduca

            Las mejores traducciones y ediciones castellanas de Freud y de Marx hablan en rioplatense. Esto (que debería suscitar el legítimo orgullo de las tradiciones intelectuales de estos lares, que hoy parecen estar a punto de quedarse estériles del todo por sequía) parece ser el único punto en común entre ambas situaciones editoriales. Desde que José Luis Etcheverry tradujo todo Freud del alemán (junto con el aparato crítico de la Standard Edition inglesa) cualquier estudioso de psicoanálisis de habla castellana tiende a ser propietario de un monumento turquesa en veinticinco tomos, las obras completas de Freud.

            La tradición marxista no posee aún tal corpus. No sólo a la persecución burguesa se le suma la desidia estalinista, que apenas si toleró a Riazánov, quien en los años 1920 empezaba a editar en Moscú la Marx Engels Gesamtausga­be, MEGA, nunca completada (ya por los 30 la edición japonesa de Marx y Engels -que poco después sufrió los golpes mortales que tuvo el fuerte movimiento marxista japonés, intelectual, político y sindical, en la inmediata preguerra- era más completa que lo aparecido hasta entonces en la URSS). Además, los fundadores del marxismo son dos; el volumen de textos es mayor; entre esos textos hay manuscritos inéditos, borradores y otros por el estilo, que en cambio Freud no dejó en tal abundancia (con la notoria excepción de los escritos sobre la cocaína, publicados pero no reeditados, ni aun en las obras completas, por decisión del autor). Carecemos así de una edición completa de los textos originales de Engels y Marx. En 1972 (tiempos soviéticos) se anunció la salida de la nueva MEGA, en cien tomos, a completarse a principios del XXI (ochenta años después de la abortada vieja edición).

            José Aricó hizo apuestas políticas más que opinables. No obstante, junto con el uruguayo Pedro Scaron y Miguel Murmis contribuyó como nadie, desde Córdoba, Buenos Aires y México, a la difusión castellana de Marx y del mejor marxismo. Esta difusión aún no terminó de constituir sus prerrequisitos: todavía carecemos de los textos completos. La edición semi-completa germano oriental de los años 50, la Marx Engels Werke, se tradujo en los 70 al castellano; hoy la edición completa es inhallable.[1]

            Con este panorama, nos pareció importante retraducir este texto publicado en alemán en la Neue Oder Zeitung el 28-VI-1855, escrito el 25 y vertido al inglés en 1957 como «Anti‑Church Movement. Demonstration in Hyde Park». El artículo (tomado en el nodo http://csf.colorado.edu/psn/marx) es raro por lo poco conocido y por el estilo allí expresado. Marx comienza reescribien­do, en otro plano, al Dieciocho brumario, pero habla como testigo ocular, eufórico hasta el error («la revolución inglesa ha comenzado ayer»), contando sus impresiones sobre cómo los trabajadores pelean por el no trabajo, enfrentándose a los ociosos burgueses en su terreno. Su usualmente trágica y amargada prosa guarda ecos de esa fiesta popular con la capacidad recreativa de la mejor etnografía y el mejor periodismo. Nuestras aclaraciones están entre corchetes.


Notas:

[1]OME, Obras de Marx y Engels, Barcelona, Crítica/Grijalbo. Esa versión no está exenta de erratas y alguna frase faltante. (Cfr. con la versión de F. Rubio Llorente, hecha en Venezuela, reeditada por Alianza, de los Manuscritos de 1844 y OME, vol. 5).


Contra la iglesia
Movilización en Hyde Park
25-VI-1855

Karl Marx

Vieja máxima, históricamente establecida: las obsoletas fuerzas sociales, aunque nominalmente estén todavía en posesión de todos los atributos de poder y continúen vegetando duraderamente después de haberse podrido su base de existencia; en la medida en que los herederos riñen mutuamente sobre el legado aún antes de que el obituario esté impreso y esté leído el testamento, estas fuerzas una vez más reúnen todo su vigor antes de su agonía de muerte, pasan de la defensa al ataque; en vez de colapsar, están desafiantes, buscando deducir las conclusiones más extremas a partir de premisas que no sólo han sido ya cuestionadas sino condenadas.

            Tal es el caso de la oligarquía inglesa. Tal es el caso de la Iglesia [Anglicana], su hermana gemela. Incontables intentos de reorganización se han hecho dentro de la Established Church, tanto en la Alta Iglesia como en la Baja, intentos de llegar a un entendimiento con los disidentes [Dissenters] para erigir una fuerza compacta capaz de oponerse a la masa profana de la nación. Ha habido una rápida sucesión de medidas de coerción religiosa. El piadoso conde de Shaftesbury, previamente conocido como Lord Ashley, se lamentó, en la Cámara de los Lores, que cinco millones de personas -sólo en Inglaterra- no solamente se han vuelto totalmente refractarios a la Iglesia, sino a la misma cristiandad. «Compelle intrare«, responde la Established Church. Le deja a Lord Ashley y a disidentes, sectarios e histéricos pietistas, la tarea de sacarle las castañas del fuego.

            La primer medida de coerción religiosa fue la Beer Bill, la cual cerró todos los lugares de entretenimiento público los domingos, salvo de 6 a 10 pm. Esta ley fue metida de contrabando en la Cámara al final de una sesión escasamente concurrida, después de que los pietistas hubiesen comprado el apoyo de los grandes propietarios de tabernas de Londres al garantizarles la continuidad del sistema de licencias -esto es: que el gran capital seguiría conservando su monopolio. Entonces apareció la Sunday Trading Bill, la cual ha pasado ahora su tercer tratamiento en la Cámara de los Comunes; cláusulas sueltas se han discutido recientemente en ambas Cámaras. Esta nueva medida coercitiva aseguró el voto del gran capital, ya que sólo pequeños comerciantes abren los domingos, y los propietarios de negocios grandes tienen plena voluntad de acabar con la competencia dominical de los peces chicos por medios parlamenta­rios. En ambos casos la Iglesia conspira con el capital monopólico y con leyes penales religiosas contra las clases bajas, para arreglar las conciencias de las clases privilegiadas a la hora de su descanso. La Beer Bill estuvo tan lejos de afectar los clubes aristocráticos como lo estuvo la Sunday Trading Bill de afectar las ocupaciones domingueras de la sociedad gentil. Los trabajadores cobran sus jornales al caer el sábado; es por ellos que los negocios están abiertos en domingo. Son los únicos obligados a hacer sus compras, pequeñas como son, en domingo. El nuevo bill está por lo tanto exclusivamente dirigido en su contra. En el siglo XVIII la aristocracia francesa decía: Para nosotros, Voltaire, para el pueblo, misas y diezmos. En el siglo XIX la aristocracia inglesa dice: Para nosotros, frases pías, para el pueblo, práctica cristiana. El clásico santo de la cristiandad mortificó su cuerpo para salvar las almas de las masas; el educado santo moderno mortifica los cuerpos de las masas para la salvación de su propia alma.

            Esta alianza entre una aristocracia disipada, decadente y hedonista y una iglesia apuntalada por las ganancias sucias de los grandes destiladores y minoristas monopólicos fue ayer ocasión de una movilización de masas en el Hyde Park, de una magnitud que Londres no había visto desde la muerte [en 1830] de Jorge IV, «primer gentleman de Europa». Fuimos espectadores desde el principio al fin, y pensamos que no exageramos al decir que la revolución inglesa comenzó ayer en el Hyde Park. Las últimas noticias de [la guerra de] Crimea actuaron como fermento eficaz de esta movilización «no parlamentaria», «extraparlamenta­ria» y «antiparlamentaria».

            Cuando a Lord Robert Grosvenor, padrino del Sunday Trading Bill, se le reprochó el alcance de esta medida dirigida únicamente contra las clases pobres, no contra las ricas, replicó que «la aristocracia era muy reacia a emplear a sus sirvientes y a sus caballos en domingo». Los últimos días de la semana pasada, el siguiente afiche, hecho por los cartistas y pegado en toda pared de Londres, anunciaba en grandes caracteres:

«La nueva Sunday Bill prohíbe los diarios, el afeitarse, fumar, comer y beber y toda clase de recreación y mantenimiento sea corporal o espiritual, que los pobres aún gozan hasta el día de hoy. Un mitin al aire libre de artesanos, trabajadores y pueblo bajo en general [lower orders] de la capital tendrá lugar en el Hyde Park la tarde del domingo, para ver cuán religiosamente está observando la aristocracia el sabbath y cuán ansiosa está en no emplear a sus sirvientes y caballos ese día, como Lord Robert Grosvenor dijo en su interven­ción. El mitin está convocado para las tres en punto en la orilla derecha del Serpentine» (un pequeño lago en el Hyde Park) «mirando a los jardines de Kensington. Vengan y traigan a sus esposas y niños para que ellos puedan beneficiarse con el ejemplo que sus ‘superiores’ [betters] le dan».

Téngase en cuenta que el sendero que recorre el Serpentine en el Hyde Park es a la alta sociedad inglesa lo que el [el hipódromo de] Longchamps es para los parisinos: el sitio donde por las tardes, sobre todo en domingo, ellos hacen marchar sus magnificentes caballos y carruajes con todos sus enjaezados, seguidos por un enjambre de lacayos. Se notará, del afiche expuesto arriba, que la lucha contra el clericalismo asume en Inglaterra el mismo carácter que toda otra lucha seria: de una lucha de clases emprendida por los pobres contra los ricos, el pueblo contra la aristocracia, el «bajo pueblo» contra sus «superiores».

            A las tres en punto unas 50.000 personas se habían reunido en el punto fijado en la orilla derecha del Serpentine en los inmensos prados del Hyde Park. Gradualmente la multitud trepó a un total de por lo menos 200.000, debido a engrosamientos de gente de la otra orilla. Arremolinados grupos de personas podían verse de un lado a otro. La policía, que se hizo presente por las malas, estaba obviamente embarcada en privar a los organizadores del mitin de aquello que pedía Arquímedes para mover la tierra: un punto de apoyo. Finalmente, una multitud más bien grande hizo pie y el cartista Bligh se constituyó en orador sobre un pequeño promontorio en medio de la multitud. No bien empezó con su arenga el inspector de policía Banks, al frente de 40 oficiales de justicia [constables] blandiendo palos, le explicó que el parque era propiedad privada de la Corona y que allí no iba a haber ningún mitin. Tras algunos pourparlers en los cuales Bligh buscó demostrarle que los parques eran propiedad pública, donde Banks insistió que tenía estrictas órdenes de arrestarlo si se mantenía en sus trece, Bligh gritó, en medio del rugido de las masas que lo rodeaban:

“La policía de su majestad declara que el Hyde Park es propiedad privada de la Corona y que Su Majestad no tiene voluntad de permitir que sus tierras sean usadas por el pueblo para sus mitines. Entonces nos vamos al Oxford Market.”

Con el irónico grito: «Dios salve a la Reina» la multitud irrumpió en dirección al Oxford Market. Pero entretanto Finlen, un miembro del ejecutivo cartista, se disparó hacia un árbol más lejano, seguido por una multitud que en un instante formó un círculo tan cerrado y compacto en su derredor que la policía abandonó su intento de ir por él.

«Seis días por semana» -dijo- «nos tratan como esclavos, y ahora el Parlamento nos quiere robar el poquito de libertad que todavía tenemos en el séptimo. Estos oligarcas y capitalistas, aliados con párrocos santurrones quieren hacer penitencia -donde nosotros nos mortificamos en lugar de ellos- por el desatinado asesinato de los hijos del pueblo en Crimea»

Dejamos este grupo para acercarnos a otro, donde un orador tendido en el suelo se dirigía a la audiencia en posición horizontal. Repentinamente, se escucharon gritos de todas direcciones: «¡Vamos al camino, a los carruajes!» Ya había empezado el tropel de insultos sobre los jinetes y ocupantes de carruajes. Los oficiales de justicia, que estaban recibiendo constantes refuerzos desde la ciudad, alejaban a los peatones del camino para carruajes. No obstante, así contribuyeron a que el otro lado quedase repleto de gente, desde Apsley House hacia Rotten‑Row a lo largo del Serpentine hasta tan lejos como los jardines de Kensington; una distancia de más de un cuarto de hora. Los espectadores eran cosa de dos tercios de trabajadores y un tercio de miembros de la clase media, todos ellos con mujeres y niños. A la procesión de elegantes damas y caballeros, «comunes y lores» en sus altos coches de cuatro caballos con lacayos de librea al frente y por detrás se le unieron algunos reverendos a caballo -que por cierto estaban algo chispeados por el vino. Ya no pasaban revista, pero involuntaria­mente jugaron el rol de actores a quienes les tiraron el guante. Una Babel de mofas, puyas sarcásticas, discordantes interjeccio­nes, para las cuales no hay lenguaje tan rico como el inglés, pronto los penetró desde ambos costados. Fue un concierto improvisado, a falta de instrumen­tos. El coro sólo tenía a disposición sus propios órganos, y debió restringirse al género vocal. ¡Y qué endiablado concierto que fue eso: una cacofonía de gruñidos, silbidos, castañeteos,  aullidos…![1] Una música que podría conducir a un loco y mover una roca. Debe agregarse a estos estallidos de genuino humor old‑English peculiarmente mezclado con rabia efervescente y largamente contenida. «¡Váyanse a la iglesia!» fueron los únicos sonidos articulados que podían distinguirse. Una dama, apaciguadora,  extendía su mano ofreciendo un libro de oraciones de ortodoxa encuadernación. «¡Dáselo a leer a tus caballos!» fue la respuesta atronadora, hecha eco por mil voces. Cuando los caballos empezaron a espantarse, encabritarse, corcovear y, por último, a huir, arriesgando las vidas de sus gentiles cargas, el desdeñoso clamor devino más fuerte, más amenazante, más despiadado. Nobles lores y damas, Lady Granville entre ellas -esposa de un ministro y presidente del Privy Council- quedaron forzados a desmontar y usar sus propias piernas. Cuando caballeros mayores, gastando sombreros de ala ancha y cosas por el estilo -con que se ataviaban para exhibir su perfeccionismo en cuestiones de creencia-, se escaparon, los estridentes estallidos de furia se extinguieron, como obedeciendo una orden, dando lugar a una risa inex­tin­gui­ble. Uno de estos caba­lleros perdió la pa­cien­cia. Como Mefistófeles, hizo un rudo gesto, sacán­dole la lengua al enemi­go. «¡El parlamentario es un charlatán! ¡Pelea con sus propias armas!» gritó alguien al otro lado del camino. «¡Es un santo cantando salmos!» contesta el coro en el lado opuesto. Entretanto, el telégrafo eléctrico metropolitano había informado a todas las estaciones de policía que un motín estaba por estallar en el Hyde Park y la policía fue enviada al teatro de operaciones militares. Pronto, a través de la doble fila de gente, desde Apsley House a Kensington Gardens, un destacamento atrás del otro marchaba en cortos intervalos. Cada uno fue recibido con una cancioncita popular:

                Where are the geese?
                Ask the police!

Esto aludía a un notorio robo de gansos recientemente cometido por un oficial de justicia en Clerkenwell.

            El espectáculo duró tres horas. Sólo pulmones ingleses pudieron haber hecho cosa así. Durante la función, opiniones como: «¡Esto es sólo el principio!» «Éste el primer paso!» «¡Los odiamos!», y otras por el estilo fueron coreadas por los distintos grupos. Mientras la rabia se inscribía en las caras de los trabajadores, se pintaban sonrisas de deleite en las fisonomías de clase media, de un modo que nunca hemos visto antes. Poco antes del final, la movilización se puso más violenta. Les tiraban latas a los carruajes y a través de la marejada de ruidos disonantes se escuchaba: «¡sinvergüenzas!». Durante las tres horas celosos cartistas, hombres y mujeres, se metieron por la multitud distribuyendo panfletos que rezaban, en letra grande:

«¡Reorganización del cartismo!

«Un gran mitin público se llevará a cabo el próximo martes, 26 de junio, en el Instituto Científico y Literario en Friar Street, Doctors’ Commons, para elegir delegados a la conferencia para la reorganización del cartismo en la capital. La admisión es libre.»

La mayoría de los diarios de Londres de hoy sólo traen un breve relato de los acontecimientos del Hyde Park. No hay todavía artículos relevantes, salvo en el Morning Post, de Lord Palmerston.

            Se queja que «un espectáculo tan desgraciado como extremadamente peligroso se desarrolló en el Hyde Park; una violación abierta de la ley y la decencia; una interferencia ilegal por la fuerza física en el libre accionar de la Legislatura.» «No se debe permitir que esta escena se repita, como se amenazó, el próximo domingo» urge.

            De todos modos, al mismo tiempo declara que el «fanático» de Lord Grosvenor es el único «responsable» por este desorden, al ser el hombre que provocó la «justa indignación del pueblo». ¡Como si el parlamento no hubiera adoptado el bill de Lord Grosvenor en tres sesiones! ¿O no será acaso que también él utilizó su influencia para resistir «mediante la fuerza física en el libre accionar de la Legislatura»?


Notas:

[1]Como malos traductores, conservamos la traducción de esa lengua «más rica», la inglesa:  «… a cacophony of grunting, hissing, whistling, squeaking, snarling, growling, croaking, shrieking, groaning, rattling, howling, gnashing sounds!»

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