Los límites del modelo.
Fernando Dachevsky*
Por otro lado, cuando la sobrevaluación ya se produjo, tampoco es cierto que constituya en sí misma una traba para el desarrollo industrial en su conjunto. La sobrevaluación significa que el poder del peso argentino de intercambiarse por otras monedas se incrementa por encima del que le corresponde teniendo en cuenta su capacidad para representarse en otras mercancías y en la productividad del trabajo argentino. Por lo tanto, implica una transferencia de riqueza que permite acceder al mercado mundial con un mayor poder de compra. En este sentido, no hay que perder de vista que la sobrevaluación significa una forma de transferencia que abarata la importación de todo tipo de bienes, incluyendo los bienes de capital. ¿De dónde surge esta capacidad? De la renta diferencial que proviene de la exportación de materias primas o, por ejemplo durante los años ’90, del endeudamiento externo.
Aquí el problema es qué fracciones de la burguesía, y en qué medida, están en condiciones de aprovechar esta situación para capitalizarse. La década del ’90 es un ejemplo útil para ver cómo la transferencia de riqueza por sobrevaluación puede potenciar a ciertas fracciones de la industria. Durante estos años, además de impulsar la importación de bienes de consumo, la sobrevaluación también motorizó un rápido proceso de concentración, centralización y modernización, disolviendo a los industriales más ineficientes y concentrando los más grandes. En este sentido, no es casualidad que durante esta década, la productividad por obrero de la industria local se haya incrementado en un 91 por ciento. Cifra muy superior al incremento de la productividad que se había registrado durante la década de 1980, de poco más de un 3 por ciento. En el camino muchas fábricas más pequeñas e ineficientes cerraron, se flexibilizaron las condiciones laborales y, sobre todo, muchos trabajadores quedaron desocupados. Pero eso es el resultado de industrializar en el capitalismo. Si no gusta, hay que animarse a pensar en otro sistema, no plantear la utopía de un capitalismo “serio y humano”.
Una de las mayores evidencias de las mejoras en la productividad introducidas en los noventa es que buena parte del crecimiento posdevaluación de 2002 se apoyó en la utilización de capacidad instalada durante la década previa. Recién a partir de 2007, el crecimiento debió apoyarse en nuevas ampliaciones. Lo cual explica por qué desde dicho año la industria local empezó a dar muestras de desaceleración.
En la actualidad, luego de ocho años de “modelo industrialista”, el incremento de la productividad por obrero, respecto de la década pasada, fue menos de la mitad del registrado durante la década de 1990. Ni siquiera aumentó la participación de la industria manufacturera en el PBI total. En este contexto, que la capacidad de importación inflada no resulte hoy en un incremento significativo de importaciones de bienes de capital y en una renovación tecnológica, habla más de las pocas potencialidades de la industria radicada en el país, que de una supuesta enfermedad, en este caso provocada por culpa de la soja.
Mientras, muchos industriales locales se quejan por la sobrevaluación y presionan por la devaluación. Es decir, prefieren la protección a invertir. Al Gobierno se le hace cada vez más difícil patear la pelota para adelante y necesita generar las condiciones para profundizar la explotación de los trabajadores. Sea cual fuere el camino que se tome dentro del capitalismo, esto tiene una única salida: la concentración y la centralización y el aumento de la tasa de explotación. El resultado, para la clase obrera, ya lo conocemos: mayor desocupación, mayor flexibilidad laboral y caída del salario real. No por culpa de la soja, sino porque ésta no alcanza para todo.
*Docente UBA, investigador del Ceics y militante de Razón y Revolución.
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