La crisis actual desde una perspectiva histórica
Por Eduardo Sartelli*
La teoría de los ciclos económicos distingue los ciclos cortos (de 10 años) de los largos (20 o 25). Los ciclos cortos están asociados con la renovación del capital y provocan sacudidas intensas pero breves. Los largos, por el contrario, a la evolución de la tasa de ganancia, describiendo grandes fluctuaciones históricas, hacia arriba (1890-1914) o hacia abajo (1914-1945). Los ciclos cortos son apenas molestias temporales en las fases de ascenso (como entre 1945 y 1970), pero se vuelven muy destructivos en las recesivas (como desde los ‘70 a la actualidad).
La Argentina reproduce estas tendencias mundiales con sus particularidades. La actual crisis demuestra que no ha cambiado nada, estructuralmente hablando, en la economía argentina: sigue siendo un capitalismo chico atado a los límites de la producción agropecuaria. Si no se ha hundido más se debe a la notable capacidad productiva de la pampa, que ha permitido que nuestro país aparente tener una base industrial. Durante mucho tiempo la producción pampeana fue suficiente para sostener esa apariencia, pero desde mitad del siglo XX para acá, choca contra sus propios límites. Como un padre joven que lleva a su niño pequeño en hombros (1820-1940), la Argentina galopó sobre el mercado mundial, pero a medida que el padre envejecía y el párvulo se hacía adulto sin bajarse (1940 en adelante), comenzó a trastabillar cada vez con más frecuencia y con consecuencias cada vez peores (1975; 1982; 1989; 2001; 2012).
Por el contrario, la vida social muestra transformaciones sustantivas, en particular, la desaparición de la “familia peronista”. Mientras la economía llegaba a su límite histórico (1950), la clase obrera alcanzaba su, hasta ahora, mayor poder político (el peronismo). El resultado, un escenario social en el que los trabajadores disfrutaban de relativa plena ocupación y niveles de ingreso elevados. Mamá cuidaba la casa, papá trabajaba afuera, los niños, a la escuela. Así era la vida para el grueso del proletariado hasta 1980. A partir de allí, la degradación de los trabajadores no tiene fin y se manifiesta en su fractura interna: un 40% en blanco, otro tanto en negro, el 20% restante sobra. Salvo el privilegiado núcleo bajo convenio en las ramas dinámicas de la economía, que ganan sueldos elevados, el grueso del trabajo en negro no completa la canasta básica. Peor están los empleados estatales, muestra de lo cual es la reciente rebelión policial. En el fondo, entre un quinto y un tercio de la población vive de la caridad pública, el narcotráfico, el delito y todas las formas degradadas imaginables. De allí que los saqueos se hayan vuelto “normales”: 1989, 2001, 2013. Tanto como los resultados desastrosos de las pruebas PISA, la corrupción política o la violencia generalizada que se conoce popularmente como “inseguridad”. Tanto como los cortes de luz, la inflación, las restricciones cambiarias, el endeudamiento y las cuasi-monedas con las que ya amagan de nuevo varias provincias.
Lo que diferencia esta coyuntura de la del 2001 es el largo ciclo de altos precios agropecuarios, que ha permitido suavizar las contradicciones y postergar la crisis. No hay menos desocupados ni menos miseria que en 2001, se escondieron detrás de los planes sociales, el empleo estatal y la reactivación de una industria falsa (como la de Tierra del Fuego) que solo sobrevive con subsidios de origen agropecuario (las “retenciones”). Los sucesos de los últimos días demuestran que el kirchnerismo no es parte de la solución, sino del problema, porque no es más que otra expresión de la misma clase que ha gobernado el país desde 1810. Si otra clase social no toma la posta, veremos alargarse una espiral de degradación permanente, una nueva remake de la misma mala película.
*Director del Centro de Estudio e Investigación en Ciencias Sociales (CEICS).