Por Sebastián Cominiello – En análisis anteriores, explicábamos que la burguesía, en Argentina, tiene ante sí tareas inconclusas desde el 2001. Entre ellas, mejorar las condiciones de competitividad frente al resto de sus pares. La industria local tiene una productividad menor a los países centrales. La esperanza de la burguesía nacional, en el 2001, había sido compensar esa menor productividad con un costo laboral bajo. Si bien la devaluación del 2002 alimentó esta aspiración, no fue suficiente para sacar a la Argentina de su lugar intermedio: no es productivo, pero tampoco barato.
El costo laboral es quizás el indicador más importante que toman en cuenta los capitales a la hora de elegir en qué país invertir para competir en el mercado mundial. Se trata de un índice que muestra el precio al que se vende la fuerza de trabajo en cada país. ¿Cómo lo obtenemos? Puede medirse por hora y por unidad de producción. A su vez, existen indicadores que sintetizan costos laborales mensuales, los cuales resultan de la suma de la remuneración bruta más los costos laborales no salariales. Estos últimos incluyen las contribuciones de la seguridad social, aguinaldo, ART, vacaciones e indemnización por despido. Si a estos costos los fraccionamos por las horas trabajadas mensualmente, que en el caso argentino son las estimadas por la Encuesta de Indicadores Laborales del Ministerio de Trabajo (180 horas), obtendremos el costo laboral por hora. Hay países que tienen costos laborales no salariales iguales o más grandes que en la Argentina. Esto es visible en algunos países europeos, pero también se presenta en otros que tienen brechas mucho más estrechas, como por ejemplo Chile.
El debate sobre la flexibilización de los años noventa tuvo como trasfondo esta cuestión. Los contratos temporarios sin costos de terminación, la rebaja de las contribuciones a la seguridad social, el empleo informal, fueron mecanismos para ganar competitividad con un tipo de cambio sobrevaluado. Sin embargo, estas medidas no fueron suficientes y se impuso la devaluación como instrumento de abaratamiento salarial. Si bien, esto dio a la industria nacional un respiro, los costos laborales todavía son altos en términos mundiales. Veamos por qué.
¿Cuánto sale un obrero argentino?
El porcentaje de las contribuciones patronales es un asunto que suele preocupar mucho a los capitalistas. Sin embargo, no es la cuestión central dentro de los costos laborales locales. En Brasil por ejemplo, que tiene un costo laboral más bajo, las contribuciones patronales son mayores (35,8%) que las de Argentina (27%). A su vez, México, si bien cuenta con los mismos niveles de contribuciones patronales, tiene un costo laboral bastante más bajo. El problema central radica en los salarios. Veamos entonces en que nivel se encuentran los salarios argentinos en comparación internacional.
El sector industrial vive expuesto a la competencia internacional. Por lo tanto, las diferencias de costos laborales en dólares en este sector permite determinar hasta qué punto la competitividad de un país puede sostenerse por factores diferentes al nivel de ingresos de los trabajadores. Durante fines de los ‘90 hasta la devaluación, el costo laboral por hora en la Argentina varió menos de un 15%, de U$S 7,53 en 1998 a U$S 8,01 en 2001. Estas cifras representan precios muy altos en relación a otros países. Como señalábamos en el número anterior de El Aromo, la devaluación hizo caer los salarios reales. Otra consecuencia fue el descenso del costo laboral medido en dólares y, por lo tanto, un cambio de la competitividad a nivel internacional. De esta manera, el nivel más bajo se manifestó en el 2002, con un precio de U$S 2,80, para comenzar un ascenso ininterrumpido hasta junio de 2007 llegando a US$ 7,68. Sin embargo, como podemos observar en el gráfico que acompaña este artículo, los costos laborales, en clave comparada, no son lo suficientemente bajos para poder disputar en el mercado mundial. En este sentido, si bien la devaluación permitió bajar abruptamente los costos no logró sacar a la Argentina de la situación intermedia en la que se encontraba: no tiene la productividad de Estados Unidos, pero tampoco los costos de China. Y la devaluación no acercó a la industria ni siquiera a los costos de los principales exportadores latinoamericanos.
A su vez, la idea de que el efecto logrado por la devaluación es eterno no es consistente con la evolución que viene mostrándose. Ya en vísperas de 2008, se ha llegando a niveles anteriores a los del 2001. Es decir, lo que en 2002 era relativamente competitivo hoy ya no lo es. Actualmente en Argentina los costos laborales están duplicando los de México (que en 2005 eran de U$S 2,63) y están por encima del brasileño (que para el mismo año fue de U$S 4,09). Igualmente, la comparación internacional ubica a los capitales locales con costos de mano de obra hasta 10 veces más altos que los de países que compiten sólo con salarios, como Sri Lanka, ó 6 veces superiores a los que combinan una altísima inversión con una oferta ilimitada de mano de obra, como China.
De esta manera se plantea un problema serio para el capitalismo en Argentina. ¿Cuánto más debería devaluar para ser competitiva a nivel salarios en el plano internacional? ¿4 a 1, 5 a 1? El problema radica en la productividad del trabajo puesto en marcha. Si bien la devaluación apareció como una bocanada de aire fresco para los explotadores criollos, con los costos laborales altos en términos internacionales y con una productividad insuficiente, el capitalismo argentino sigue entrampado. No resulta extraño que vengan por más. Ese “más” somos, por si no queda claro, nosotros mismos. La mayor productividad, por su parte, tampoco asegura ninguna larga pitanza, como nos demuestra la crisis actual en los EE.UU. Es que el “nacionalismo devaluatorio” no sólo es reaccionario en relación a los salarios y las condiciones de vida de la clase obrera local, sino que tampoco puede eludir las tendencias más generales del capital hacia la crisis. Frente a este panorama, la única pregunta es hasta cuándo seguiremos soportando estos experimentos condenados al fracaso.