Mitología nacionalista. La izquierda y su visión distorsionada del capitalismo en Argentina

en El Aromo n° 100

Eduardo Sartelli y Damián Bil

Observatorio Marxista de Economía – CEICS

Gran parte de la izquierda aborda la realidad con “modelos”, con lo que abandona el análisis de la situación concreta. Así, construye mitos sobre el funcionamiento de la sociedad que llevan a conclusiones erradas, a plantear tareas innecesarias o reaccionarias y a proponer alianzas con quienes son enemigos de la clase obrera.


Casi toda la izquierda (tanto aquí como afuera) asocia el atraso a elementos como el imperialismo, los monopolios y el capital extranjero, o la mentalidad especulativa de las clases dominantes. Entre los factores externos, suele destacarse la violencia imperialista, celosa de su dominio del mercado mundial, que impediría la llegada de nuevos competidores. A nivel interno, se remarca la ausencia de una revolución burguesa exitosa. Se habría constituido una estructura de clases dominada por la gran propiedad latifundista, para algunos un relicto cuasi feudal con propietarios absentistas (stalinismo, maoísmo), para otros una pseudo-burguesía especulativa carente de vocación inversora (trotskismo). Ambos coinciden en que el supuesto portador de las fuerzas progresivas (el chacarero, el farmer criollo), habría sido víctima de la expoliación de los grandes terratenientes, limitando su capacidad de acumulación. En una explicación más propia de Sarmiento que de revolucionarios, suponen que así se habría bloqueado el desarrollo de una vía farmer, impidiendo la constitución de un mercado interno extenso al estilo norteamericano.

En conclusión, suponen que el capitalismo argentino sería atrasado, deformado y dependiente, dominado por los monopolios. Veamos algunos de estos argumentos, sus problemas metodológicos y empíricos y la inviabilidad de sus conclusiones.

Un problema de origen

Estas posiciones no son novedosas. Abrevan en una tradición que se origina a fines del siglo XIX, cuando se planteó que el capitalismo habría cambiado su lógica. Merced a la internacionalización del capital yanqui y a la formación de trusts, se teorizó sobre el fin de la competencia y su reemplazo por el poder político. El propio Paul Lafargue fue uno de los primeros que señaló el paso a una “feudalidad capitalista”, con la aparición de grandes consorcios. Con variaciones, será continuado por Hilferding o Lenin, quien asume a la etapa monopolista (imperialista) como fase superior del capitalismo. El predominio del capital financiero y del monopolio colocaría lo determinante en el plano extraeconómico, en las relaciones de fuerza entre estados. Las conclusiones lógicas de estas elucubraciones las presentaron Baran y Sweezy en los ‘40.

Para la periferia, la acción del imperialismo y de los monopolios generaría capitalismos incompletos. Apostrofados de dependientes, atrasados y/o, al decir de Milcíades Peña (el autor de referencia del trotskismo argentina), deformado, debido a que se salteó la fase de “libre competencia”.

Aquí tenemos un primer déficit de interpretación, el más grave. Se trata del abandono del análisis materialista por el tipo-ideal. No se estudia el caso particular, sino la adaptación a un modelo de otra realidad social. Existiría un capitalismo modélico, como el descrito por Marx para Inglaterra, y el resto son definidos por el grado de similitud/diferencia con el anterior. El no alcanzar el modelo perfecto se debería a distorsiones varias y generaría “tipos de capitalismo” más o menos parecidos al original. Esta definición se hace no en base al análisis de la penetración de relaciones capitalistas, sino por la magnitud de acumulación alcanzada. Aquí yace un segundo problema: se asume implícitamente que todos podrían alcanzar el nivel de las potencias; una visión ricardiana del funcionamiento de la economía mundial, presente ya en Lenin y otros. Es decir, la suposición de que el comercio internacional merced a las ventajas comparativas de cada país y por medio de la especialización, beneficiará a todas las naciones hasta alcanzar el equilibrio. De no ocurrir eso, algún elemento externo (el imperialismo, los monopolios) distorsionaría este camino que todos deberían transitar.[1] Idealismo puro. Ese punto de partida errado contamina todas las posiciones ulteriores.

El agro pampeano, relato y realidad

Ya repasamos los errores que la izquierda argentina y el trotskismo en particular cometen siguiendo a Peña (y a la academia burguesa) en lo que respecta a la génesis del capitalismo en Argentina.[2] En resumidas cuentas, aquí no existió una revolución democrático-burguesa que removiera las bases del latifundio, lo que obturó el desarrollo capitalista. El dominio terrateniente se afianzó con la especialización del país como proveedor de materia prima. Los terratenientes serían aliados locales del imperialismo, deformando la constitución de una nueva estructura. Se adhiere así a la noción chayanoviana que asocia al latifundio con el atraso social. Para Peña, resultado de la “maldición de la abundancia fácil”:[3] los terratenientes obtendrían grandes beneficios solo con cobrar la renta, sin la compulsión de invertir. En ese esquema, el latifundio provocaría el fracaso de la colonización estilo farmer, impulsada entre otros por Sarmiento. La multiplicación del ganado sin grandes inversiones ni trabajo impidió la formación de unidades intensivas y, con ello, la aparición de una burguesía industrial progresista. El Grito de Alcorta popularizó esa imagen mítica, que enfatiza el rol negativo del agro en el desempeño económico general y que ve a la Pampa dividida en chacareros expoliados por terratenientes malos (“oligarquía”). Se asume como progresiva la mirada chacarerista, es decir, la defensa del pequeño capital. Al impedir la acumulación, el resultado sería un pobre desarrollo de las fuerzas productivas y el estancamiento de la productividad agrícola. El capitalismo argentino, en comparación con los centrales, sería deformado (sin dominio del capital industrial y con predominio de la renta), dependiente (con presencia temprana de monopolios) y atrasado. Asumiendo que la vía farmer podría haber generado otro resultado, casi toda la izquierda aboga por una reforma agraria, que no es más que el reparto de la tierra parcelando la propiedad y multiplicando burgueses.[4] Es decir, creando un problema político donde no lo hay.

Pero estas idealizaciones no tienen sustento serio. Los “tipos de capitalismo” son abstractos y ahistóricos, resultado de la reificación de diversos grados de desarrollo capitalista. Empíricamente, también es endeble, por no decir disparatado. La idea de que el capitalismo pampeano es deformado por el peso de relaciones combinadas (como la presencia de renta) y por el tipo de explotación extensiva y el latifundio, dependiente por ser apéndice del mercado mundial, con un lento desarrollo de las fuerzas productivas; no se condice con la realidad. El crecimiento de la productividad pampeana es poco menos que espectacular desde 1880 al menos hasta 1930. Las constantes innovaciones en tecnología producidas en Argentina (la invención de la cosechadora automotriz, la mecanización de la cosecha del maíz, etc.), refutan la idea de un lento avance en este punto. El capitalismo agrario crece en profundidad, tanto en la producción como en sus efectos sobre la división social del trabajo. Desde sus inicios, los cambios técnicos permanentes fomentaron el incremento de la productividad por hombre ocupado, y con ello las migraciones externas que construyeron el país y las internas que dieron lugar al peronismo.

La explotación extensiva (que era la misma que predominaba en EEUU o Canadá) obligó a los chacareros a ampliar el área de explotación, lo que exigió mayor contratación de brazos. Ergo, llevó a una veloz extensión de relaciones asalariadas, más rápido que lo que podría haber ocurrido bajo una situación de tipo “farmer”. El agro pampeano se erigió (lo es aún hoy) como uno de los productores más competitivos a nivel global. Dio lugar a un desarrollo tecnológico y a un mercado interno muy amplio, multiplicando varias veces su productividad sin la necesidad de un cambio estructural. La gran propiedad no es el problema, sino uno de los puntales de esa capacidad. La propuesta de una reforma agraria es profundamente reaccionaria: no solo destruiría la ventaja de una de las únicas ramas competitivas de la economía argentina (que bajo otras relaciones podría ser utilizada para construir un socialismo avanzado), sino que generaría una capa de pequeños propietarios, un problema que desvelaba a Lenin y que los socialistas argentinos no tenemos.

La economía desde la óptica kirchnerista

Desde Marx sabemos que una de las características del capitalismo es la explotación del trabajo vía coerción económica, a diferencia de las etapas previas de la humanidad. En este proceso, el mecanismo clave es el de la competencia. Las compañías producen mercancías y las venden por el tiempo de trabajo promedio para elaborarlas. Pero ese precio no es el de cualquier capitalista individual, sino que es el que reconoce el mercado a partir de los múltiples fabricantes de un producto. La empresa que fabrique con mayor eficiencia sobre el promedio de la rama, tendrá menores costos y obtendrá una ventaja sobre sus competidores.[5] Así, fuerza a los capitales a reducir el tiempo de producción, mediante el aumento de la productividad con la incorporación de tecnología. Con esto abarata las mercancías, pero logra vender por encima de su propio costo, lo que resulta en una tasa de ganancia mayor. Para no perder, sus competidores deberán equiparar sus condiciones técnicas o abaratar por otros medios. Además, probablemente capitales de otros ramos sean atraídos por las ganancias en el sector. El ciclo continúa, lo que provoca una tendencia a la disminución del tiempo de trabajo para producir un bien (aumento de productividad) y a su abaratamiento. Este es el mecanismo por excelencia para conseguir ganancias y desplazar competidores. La consecuencia es el desarrollo de las fuerzas productivas, y el aumento constante de la productividad, y el crecimiento en magnitud de los vencedores a costa de los que no pueden seguir el ritmo y deben salir del mercado (concentración y centralización).

Como describimos, esto generó la consolidación de grandes compañías hacia fines del siglo XIX, y la reacción de la burguesía desplazada. Muchos marxistas asumieron esta posición, describiendo el fenómeno como el fin de la competencia y el paso a otra lógica. Ahora, el capital monopolista fijaría a voluntad los precios, aboliendo la libre competencia como puntal del sistema. El eje pasaría a las rivalidades de los grandes consorcios, a su relación con el Estado y a los antagonismos entre ellos. Con el fin de la competencia se desvanece la compulsión para la inversión y el desarrollo tecnológico. La tendencia decreciente de la tasa de ganancia se cancela. El capitalismo entraría en una especie de estancamiento eterno, regulado por el monopolio. Dejarían de existir las leyes reguladoras, como la del valor y los mecanismos económicos de formación de precios.

Para reproducirse e impedir nuevos competidores, el imperialismo saquearía a la periferia de manera extraeconómica. El capital monopolista perpetuaría el atraso del “Tercer mundo”.[6] Se entiende ahora la fascinación del nacionalismo con esta teoría. Se diluye el conflicto de clase reemplazándolo por la opresión nacional, promoviendo la unidad al interior de la nación entre clases opuestas. Lamentablemente, la izquierda que se reivindica revolucionaria también compra estas zonceras.

Peña es un ejemplo de ello. La referencia de los trotskistas argentinos sostiene que mientras que en la metrópoli se produce un desarrollo armónico, en la periferia se perpetúa el atraso generando una seudo industrialización. El autor confunde industrialización con desarrollo capitalista, suponiendo que la primera es sustancia del segundo. El error se agrava cuando asigna a la industrialización características que son aleatorias, como la industria pesada, infraestructura, o la eliminación de una antigua estructura de clases. Agrega:

“El capitalismo industrial clásico trataba de obtener grandes ganancias durante un período (…) largo vendiendo mucho con una ganancia moderada sobre cada unidad. En Argentina, la elevada cuota de ganancia en las empresas especulativas y la mentalidad burguesa habituada a obtener grandes ganancias en poco tiempo se trasladan a la industria. Y ésta se convierte en una actividad especulativa más en la que ningún capitalista invierte sin la seguridad de elevados porcentajes de ganancia en un plazo perentorio. En todas aquellas industrias que no arrojan una elevadísima tasa de ganancia, comparable a la que rinden las actividades especulativas, el capital no invierte. En consecuencia el capital fluye hacia las industrias que, contando con el monopolio del mercado, rinden una elevada ganancia…”.[7]

La cita es clara: la Argentina no es un capitalismo “normal”. En su carácter deformado, habría dado lugar a una seudo industrialización. Luego, los problemas de la Argentina derivan de su “anormalidad”. Se deduce que una “normalización” capitalista sería necesaria. La anormalidad se debería al carácter especulativo de su burguesía y su mentalidad: busca una elevada tasa de ganancia que saca del monopolio. Por eso no invierte. Pero un capitalismo donde nadie invierte no existe, porque la especulación no puede ser la base de mediano plazo de ninguna economía. Por otra parte, no hay verdadera acumulación. ¿De dónde salen las “elevadísimas ganancias”? Además, si los “monopolios” obtienen elevadísimas ganancias y les gusta obtenerlas, no se entiende por qué se niegan a expandirse al extranjero, dónde podrían invertirlas para saltar el acotado límite del mercado interno. O bien no tienen límites internos, lo que claramente es falso. Esta forma fantasiosa y contradictoria de ver la economía no puede explicar dónde están los “monopolios”, ni cómo es posible que funcione y se desarrolle en el tiempo una sociedad. Aquí yace la debilidad frente al peronismo de las corrientes que derivan su política de este balance: no es difícil cuestionar la idea de que la burguesía local no puede romper el molde. Es el mismo Trotsky el que, con su idea de que la burguesía nacional traicionará porque es incapaz de enfrentarse al imperialismo, sostiene esto. Pero se olvida de dar una base sólida al argumento de fondo que fue desmentido por la historia: China, la India, Corea del Sur. Queriendo negarle a la burguesía nacional esa capacidad, Peña termina estimulando las ilusiones en ella. Salvo que aceptemos el argumento metafísico de Trotsky, nada impide que un movimiento político lo suficientemente poderoso obligue a la burguesía nacional a comportarse como tal. Ese es el fundamento de la izquierda peronista y del kirchnerismo y su modelo productivo, precedido por los planteos de Jorge Sábato, ministro de Alfonsín y alumno de Schvarzer (“Víctor Testa”, discípulo de Peña). Los problemas de la Argentina no nacen de su naturaleza capitalista, sino de una particular malformación del capitalismo argentino. ¿La solución? Más capitalismo. Ni la CTA lo plantearía mejor.

Abandonar la metafísica

Todo este berenjenal conduce a políticas equivocadas. La izquierda no acepta que un país sea plenamente capitalista y que no alcance el nivel de acumulación al que llegan los centrales, sin por ello dejar de ser capitalista. Que Argentina carezca de industria pesada no quita que tenga industria y que las relaciones capitalistas predominen. Es más simple: la Argentina es un capitalismo donde el proceso de acumulación no alcanzó la dimensión que tuvo en otros lugares. No por el latifundio o el monopolio, sino por las propias leyes de funcionamiento objetivo. En la posición del trotskismo que sigue a Sweezy/Peña, los problemas de la Argentina se derivan de su escaso desarrollo capitalista, cuando es exactamente al revés. No falta capitalismo, no es necesaria una revolución burguesa. Al contrario, este sistema ya ha dado todo lo que tenía que dar. Por eso la vida se degrada. Porque sobra capitalismo.

Los “peñistas” ni siquiera se preocupan en constatar datos mínimos. No ven el evidente aumento de la productividad y la disputa por mercados aun en actividades muy concentradas (siderurgia, automotriz). Las pugnas vía baja de precios (compare el lector lo que salía una computadora en los ’80 con lo que cuesta en la actualidad), la aparición de mercancías “novedosas” o de productos que compiten con sectores aparentemente “monopólicos”, y la tendencia a la caída de la tasa de ganancia, deberían ponerlos en alerta. Aun donde puedan conformarse monopolios, la tendencia es que se desvanezcan luego de un tiempo, como la telefonía en Argentina, con un monopolio legal desde la desregulación en los ’90. La elevada rentabilidad atrajo capitales que invirtieron en la telefonía celular (innovación), burlando la barrera. Tampoco se evidencia un estancamiento de largo plazo de las fuerzas productivas. Al contrario, la productividad mundial del trabajo crece. Baste comparar la cantidad de autos que se producían en el mundo en los ’70 (poco más de 30 millones) con los 95 millones fabricados en 2016, sin un sustancial incremento de obreros (incluso con una fuerte baja de ocupación en los países líderes y en los de Latinoamérica). O en otras ramas, con transformaciones del proceso productivo para incrementar la productividad y reducir costes.

En el caso argentino, el atraso del agro es un macanazo nacionalista que la izquierda se come sin chistar. La Argentina es el segundo exportador mundial de maíz y el tercero de porotos y aceite de soja, ocupando apenas el 0,9% de los asalariados del país. El rinde del maíz se multiplicó en cuatro veces desde la década del ’60, y el de soja 50% (apenas superado en productividad por EEUU y Canadá). El tiempo de trabajo de labores agrícolas en trigo, maíz y soja se redujo de entre 6 y 10 horas que insumían en 1970 a apenas 2 para 2007 (entre otras cosas, por la incorporación masiva de la siembra directa). En la lechería: en 1965 se producían 4.000 millones de toneladas de leche en 40.000 tambos. En 2014, apenas 10.000 unidades producían más del doble. Y buena parte de la izquierda quiere crearse problemas con la “reforma agraria”.

¿Y la industria? Solo para señalar el caso de la automotriz: en 1970 se hacían en el país 200.000 vehículos con 41.000 obreros ocupados (5,28 por obrero), insumiendo 252 horas de trabajo por unidad. En los últimos cinco años, el promedio fue de 670.000 con 32.000 ocupados (20 por obrero). Las horas de trabajo por unidad se redujeron a 53,9. ¿Qué pasa con los precios? Disminuyen. Un modelo de VW de gama media se vendía en 1989 a 25.000U$S. Un modelo del mismo segmento, con más prestaciones y tecnología, cuesta en el mercado poco más de 15.000. El Ford Sierra oscilaba en torno a los 25.000U$S. Hoy, un Fiesta se vende a 19.000U$S (21.000 la versión más cara), y un Fluence 20-22.000U$S.

El problema de la Argentina no es que los monopolios no la dejan crecer, argumento de la burguesía inútil que no puede competir y que quiere protección a costa de los salarios obreros; ni la ausencia de desarrollo capitalista. Los déficits se relacionan con su dinámica de funcionamiento. Ya lo dijimos: la Argentina sufre las consecuencias de su carácter chico y tardío. Chico: el tamaño de su economía, que no es más que el nivel de acumulación de capital en sus fronteras, es marginal. Explica apenas el 0,8% de la producción mundial. Y tiende a achicarse con el tiempo. En relación con EEUU, es entre 30 y 40 veces más pequeña. Esto incide en su capacidad productiva, ya que cuenta con un mercado reducido, una escala menor y mayores costos. Otra vez, la automotriz: si bien la productividad en la Argentina creció, se encuentra muy lejos de los EEUU, que hacen 3,6 veces más autos por ocupado (73) e insumen casi la mitad de tiempo en fabricar un vehículo (29 horas contra 54).

Tarde: Argentina arriba al mercado mundial cuando otros países contaban con una elevada escala de acumulación en la mayoría de las ramas. Como en textil, que es el origen de la revolución industrial y aquí comienza su expansión dos siglos después. O maquinaria agrícola, que cuando aquí se originaba con características artesanales, el mercado mundial estaba ya copado por grandes empresas. O la automotriz, otra vez, que despega en los ’60, cuando EEUU y Europa hacían coches desde fines del XIX. Eso genera una brecha con las regiones donde operan los capitales más dinámicos. A diferencia de los países del este asiático y otros, la Argentina no cuenta con un reservorio de mano de obra barata que le posibilite a su burguesía competir por esa vía. Es decir, carece de mecanismos de compensación de su atraso relativo como no sea la renta agraria. Mientras esta representó un porcentaje importante de la plusvalía total apropiada en Argentina, sirvió como rueda de auxilio. Cuando falta, básicamente desde mitad de los años ’50, toda la economía pasa a depender del endeudamiento y la caída salarial vía inflación y devaluación.

¿Entonces? Por supuesto que hay que combatir al capital. Pero no para alimentar a la fracción más parásita de la burguesía, que detrás de la denuncia de “falta de desarrollo capitalista” nos entrampa en aventuras inviables. Tampoco para, pretendiendo superar los límites de la actual estructura, dar vuelta atrás la rueda de la historia. La Argentina está objetivamente lista para el socialismo. Es decir, para la reorganización de la vida a partir de la centralización de los medios productivos bajo la dictadura del proletariado. Es necesario abandonar las viejas fantasías y los falsos aliados para abordar esa tarea de la manera más eficiente posible.

NOTAS

[1]Críticas más extensas en Rosdolsky, Roman: Génesis y estructura de El Capital de Marx, Siglo XXI, México, 1978; Shaikh, Anwar: Valor, acumulación y crisis, Ediciones ryr, 2006.

[2]Ver artículos de Santiago Rossi en El Aromo, n° 68 (https://goo.gl/2vHRoa), n° 67 (https://goo.gl/QE58gF) y n° 66 (https://goo.gl/iCf6TT); Harari, Fabián: “La izquierda y el debate sobre la génesis del capitalismo argentino”, Anuario CEICS, n° 1, 2007.

[3]Peña, Milcíades: Historia del pueblo argentino, Emecé, Bs As, 2012, p. 77.

[4]Ver críticas en Sartelli, Eduardo (dir.): Patrones en la ruta, Ediciones ryr, 2008; y Rossi, op cit.

[5]Para mayor detalle, ver Shaikh, op. cit. y Sartelli, Eduardo: La Cajita Infeliz, Ediciones ryr, 2005.

[6]Sartelli, Eduardo: “Prospecciones políticas y profecías complacientes. Una evaluación de El legado del bonapartismo, de Milcíades Peña”, en Dialéktica, n° 10, 1998.

[7]Peña, Milcíades: Industrialización y clases sociales en la Argentina, Hyspamérica, Bs. As., 1984, p. 201.

1 Comentario

  1. Muy buen análisis. Una pregunta: esa caracterización que uds hacen de Argentina como un capitalismo chico y tardío, podría aplicarse también a los 2 países con los que nos suelen comparar, Canadá y Australia ?

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