Rosana López Rodriguez
En nuestra edición del mes de noviembre transcribimos una entrevista realizada a Feliciana M. Allí se daba cuenta de la odisea por la cual tuvo que atravesar para obtener un método anticonceptivo seguro y definitivo. En esta ocasión vamos a analizar algunos aspectos que se desprenden de la lectura de su testimonio. Una ligadura de trompas es una mutilación que aparece como la última y desesperada respuesta cuando todos los caminos posibles (legales o no) ya se han cerrado. Lo que tenemos que entender es por qué y para quiénes se convierte en una salida. Lo que aparece como el producto de una decisión individual (que necesariamente debiera estar respaldada por un derecho legal) es, en realidad, una imposición de un orden social capitalista y patriarcal. Peor aún, una imposición que pretende pasar por “progresista” otorgando como concesión liberal lo que no es más que la naturalización de una condena: si querés placer, mujer obrera, mutilate. Examinemos el problema.
En primer término, tenemos el dato que, desde una perspectiva liberal, podría interpretarse como privado: está en pareja con un varón que se niega a usar preservativos y que no tiene inconvenientes en tener todos los hijos que sea. Este primer escollo en la crónica de la odisea anunciada de Feliciana no es, sin embargo, de incumbencia privada: responsabilizar a las mujeres que sufren esta situación con el argumento de que si permiten estas conductas en su pareja es porque así lo quieren, implica ignorar la educación y las prácticas machistas generalizadas en las que se forma a toda la población. En nuestra sociedad, la reproducción de la vida es una responsabilidad atribuida a la mujer y los varones no son educados para ella, todo lo contrario. La maternidad es natural en la mujer, dice el patriarca burgués. No esperemos que el patriarca obrero actúe de manera diferente. El sexismo de la sociedad patriarcal hace que el caso de la pareja de Feliciana no sea una excepción, sino más bien la regla.
Un segundo aspecto de la situación, que ya ingresa claramente en el terreno de lo social, es la forma en que una obrera puede enfrentar las decisiones con respecto a la elección de métodos anticonceptivos. Las pastillas son caras y el DIU no ofrece confianza, podría decir una compañera cargada de hijos que ya no quiere seguir pariendo. ¿Por qué una mujer desconoce que las pastillas anticonceptivas deben ser recetadas y entregadas gratuitamente en hospitales y dispensarios? ¿Por qué desconoce que el DIU es un método confiable? ¿Por qué una mujer desconoce estos hechos? Sencillamente, porque es una obrera que no ha recibido el apoyo necesario y suficiente para conocer esta realidad y enfrentarla. Las compañeras normalmente se enfrentan solas a una realidad hostil. La historia de Feliciana muestra la perseverancia y la desinhibición necesarias para hacerlo. De hecho, los mismos médicos que consultó no parecen haberle informado que tenía esta posibilidad. Aún si hubiera sabido que debían entregarle las pastillas gratuitamente habría tenido que sufrir otro calvario: ir varias veces al hospital (como si tuviera todo el tiempo del día disponible, como si no le descontaran el día de trabajo, como si no corriera el riesgo de despido ante inasistencias reiteradas) para escuchar que todavía no tienen disponible la medicación, seguir yendo hasta el último día con el temor de que no se las entreguen y la imposibilidad de comprarlas. “Las partidas son chicas”, es lo que dicen en los hospitales. Con respecto al DIU, dado que es posible un margen de error en el método, es razonable su temor. En este sentido, la situación ya no es un escollo para una obrera, sino una imposibilidad: si llegara a quedar embarazada por sexta vez, debería recurrir a un trámite aún peor, el aborto clandestino en las peores condiciones. El mínimo margen de ineficacia del DIU podría ser corregido con pastillas abortivas o con el aborto libre y gratuito, pero éstas no son posibilidades al alcance de una obrera.
En tercer lugar, aparece el aspecto institucional: los médicos (de nuevo, esos mismos médicos que no quisieron brindarle una solución antes) intervienen para infundirle temor e inseguridad, le plantean la cuestión como un dilema de conciencia religiosa (“La Iglesia no lo autoriza”) y la someten a un interrogatorio “policial”, mientras la psicóloga y la asistente social evalúan su situación. Hasta llegan a decirle que tiene “sólo cinco hijos” para hacerla desistir. Cualquier mujer que haya llegado a esta situación crítica, sabiendo además que la salida que requiere es perfectamente legal, lo último que debería enfrentar es el psicopateo paternalista de los profesionales del Estado, vehículos ellos mismos en su mayoría de la ideología patriarcal y el sometimiento burgués.
Condenada por la ideología maternalista y machista, por la economía capitalista y por los agentes del estado capitalista, a la mujer obrera le queda una opción: resignarse. Resignarse a parir eternamente, resignarse a no tener placer, resignarse a la mutilación. El problema es, sin embargo, más amplio que el de los derechos de la mujer obrera. El problema es el sistema mismo y la forma en la que resuelve la reproducción humana: como un hecho individual, responsabilidad de las mujeres. Todos los impedimentos para la salud reproductiva de las obreras están mediados por una sociedad patriarcal, capitalista, que permite la planificación familiar a quienes cuentan con los medios para ello. Incluso cuando interviene el Estado en las políticas de planificación familiar lo hace en perjuicio de las obreras. Porque la maternidad es un posibilidad (nunca una obligación) que debe ser ejercida voluntariamente y con todos los beneficios que merece. Una mujer de la burguesía cuenta con los métodos anticonceptivos que necesita pues los puede pagar y no debe mendigarlos en un hospital. Si tuviera que enfrentar un embarazo no deseado, tiene a su alcance (económico) un aborto. Nunca pasará por su cabeza la idea de una automutilación porque tendrá la cantidad de hijos que desee cuando lo desee. Ni la maternidad ni el placer serán para ella opciones contrapuestas. Los burgueses tienen derecho a todos los hijos que quieran y a todo el placer que quieran. Los obreros, no. Aceptar como política positiva esta imposición no es buena política revolucionaria. Implica aceptar que la única opción a la maternidad es la barbarie.