Manifiesto de los plebeyos
Aparecido en el nº 35 de El Tribuno del Pueblo, del 9 Frimario, del año IV (30 de noviembre de 1795)*
François Noël “Graco” Babeuf
Revolucionario francés (1760-1797)
Maldito aquel que a la vista de este desastroso espectáculo, permanece frío y predica la paciencia. En verdad, señores, os ponéis de acuerdo bastante bien. […] En vosotros se nota el gran efecto de la moral del día, cuyas admirables máximas son: paz, concordia, calma, reposo, a pesar de que morimos casi todos de hambre. Fijado está definitivamente, tras seis años de esfuerzos para conquistar la libertad y la felicidad, que el pueblo será vencido. Resuelto está que todo debe ser sacrifica- do a la tranquilidad de un pequeño número. La mayoría no está aquí abajo más que para satisfacer sus pequeños placeres. Debe sufrirlo todo y jamás quejarse. No debe contrariar en nada a la clase predestinada, a la que no debe llegar ni el más leve murmullo, mientras se complace en tomar las medidas precisas para borrar en poco tiempo del reino de los vivos a las tres cuartas partes de la multitud. “No es el momento de caldear los espíritus”, decís vosotros. “Tenemos un gobierno, hay que darle el tiempo de actuar”. Yo digo que el pueblo tiene menos tiempo todavía para morir de hambre, prescindir de leña y de ropa. Yo digo que ha vendido sus últimos harapos para comer, que no puede ya comer porque no tiene nada más para vender, y que, sin embargo, cada día los precios de todos los objetos de absoluta necesidad son de más en más inabordables. Yo digo que esto no puede seguir, y que está ya permitido quejarse del gobierno. […]
Vos decís, en un artículo que sigue al que me criticáis: “No hay necesidad de golpe para derribar al gobierno. Si es malo, si viola o no reconoce los derechos del pueblo, si la igualdad, única finalidad de una revolución sensata, no se encuentra, en fin, si la libertad pública y privada es nula y por consiguiente la felicidad del pueblo se reduce a nada, entonces, la opinión no estará de su lado y se derrumbará él solo. La insurrección de los espíritus deviene general, y le asesta el golpe mortal. La opinión fue y será siempre dueña del mundo”. […]
Por esta razón, disputamos y estamos de acuerdo. Vuestro “si” establece, me parece, que podría ocurrir que nuestro gobierno actual fuera malo, que los derechos del pueblo fueran violados o no reconocidos, que la igualdad, única finalidad de una revolución sensata, no se encontrara; en fin, que la libertad pública y privada con él fuera nula, y, por consiguiente, la felicidad del pueblo reducida a nada. Si admitís esta posibilidad, debéis convenir, por una necesaria consecuencia, en el derecho de cambiar las presunciones por certitudes, en el derecho de examinar si tal gobierno, que se sospecha sea malo, lo es sí o no. […] Afirmáis que todo gobierno malo por la única razón de serlo, se derrumba solo, como consecuencia de que la opinión le es desfavorable, porque entonces la insurrección de los espíritus deviene general, y asesta el golpe mortal. […] Pero si no dudáis en calificarme de imprudente, me parece que, por mi parte, puedo deciros que no sois un buen lógico. Si sólo se tratara, para hacer caer a los malos gobiernos, de esperar a que sean malos, y a que la opinión sea desfavorable sobre ellos, ante todo la cuestión resultaría excesivamente cómoda. No habría que hacer nada para ayudar a su derrocamiento. Bastaría la paciencia y haría tiempo que no habría más que gobiernos buenos en el universo. […]
La opinión fue y será siempre la dueña del mundo. Nada más verdadero que este axioma. Pero cuando habéis ido a extraerlo de Maximiliano Robespierre, que, sea dicho de paso, sabía tan- to como vos y yo, me parece no hubierais debido olvidar lo que añade: “Que como todas las reinas, se ve cortejada y a menudo es engañada. Que los déspotas visibles tienen necesidad de esta soberana invisible, para reforzar su propio poderío, y que nada olvidan para poderla conquistar. Que la suerte del pueblo es de compadecer cuando tan sólo le adoctrinan los que tienen interés en perderlo, y que sus agentes, que son de hecho sus amos, se hacen pasar todavía como sus preceptores…”. […] Los patriotas, además, piensan que el pueblo percibe su secreto, que lo comparte y que se unirá a ellos cuando lo deseen; pero es precisamente el pueblo, al que no se le comunica nada, al que no se le dice ya nada contra los que dirigen; es precisamente el pueblo el único engañado con el pretendido misterio. No lo comprende. Se acostumbra a aguantar todo sin rechistar. Se vuelve completamente indiferente y ajeno a los asuntos públicos. Se entorpece hasta el punto de ser incapaz de volver a interesarse por ellos. Se aísla de este puñado de patriotas activos, el cual, solo y abandonado, se convierte en la pequeña, muy pequeña facción de los prudentes, objeto de burlas, porque, de tan débil que es, resulta nula e impotente. Es así como la bonita política de los patrio- tas se vuelve contra ellos mismos. El gobierno, con razón, contribuye a este aislamiento, a esta separación de los patriotas activos y del pueblo. Aplaude al sistema del silencio. Secunda la apatía y el alejamiento de la multitud de todo aquello que tiene relación con la administración pública. Tenderá también a diseminar este resto de patriotas constantemente en movimiento. Consentirá incluso en colocarles dentro de la administración, para que no formen reuniones que puedan ser peligrosas, y para que se transformen en hombres vinculados al gobierno y al orden establecido. En fin, como nada fulminante será publicado contra los depositarios de la autoridad, el pueblo, ya fatigado e indiferente, agobiado por la miseria que no dejarán de acrecentar, no pensará más que en el pan. Dejará organizar todo lo que se quiera, sin oponer ningún obstáculo. […] Maximiliano Robespierre, este hombre que los siglos apreciarán, y cuyo juicio corresponde a mi libre voz poner de relieve, os diría si un papel principal como el mío, puede realizarse con el pensamiento encadenado. “El secreto de la libertad -dice-, consiste en esclarecer a los hombres…” […] ¡Pues bien!, sean cuales fueren los peligros que acompañan a la promulgación de la verdad, ya que es tan estimable en el fondo, y que puede proporcionar tan grandes bienes, no dejaremos de consagrarnos a ella. Los campeones del sistema aristocrático y los patriotas que engañan, publican que formamos una facción de imprudentes. Yo digo que ellos componen una facción de adormecedores. […]
¿Hasta cuándo, decís, durará el silencio de la justicia? ¿Hasta cuándo perdurará la rabia de los enemigos del pueblo?… Hasta que el pueblo sea lo que ha sido en todos los lugares y en todos los tiempos, cuando se ha mostrado digno, por su coraje, de triunfar sobre sus enemigos, y de hacer triunfar esta justicia que ama. Hasta que no cierre más la boca a aquellos que desean defenderle. Hasta que no trate más de imprudentes a los hombres que se sacrifican para declarar una terrible guerra a sus yuguladores. […]
¿Desde cuándo se ha osado predicar esta singular doctrina del silencio, en el momento en que la tiranía se muestra más audaz y más abominable? ¿Desde cuándo se dice que hay que callarse, cuando los males llegan al colmo, cuando los asesinos del pueblo les golpean sin piedad? […]
“¿Es la ley agraria lo que queréis?”, exclamarán miles de voces de gente honesta. No: es más que esto. Conocemos el argumento invencible que podrían oponernos. Se nos diría, y con razón, que la ley agraria no puede durar más que un día; que desde el día siguiente de su establecimiento, la desigualdad volvería a aparecer. […] Los Tribunos de Francia que nos han precedido, han concebido mejor el verdadero sistema de la felicidad social. Han comprendido que no podía residir en otra cosa más que en las instituciones capaces de asegurar y de mantener inalterablemente la igualdad de hecho. […]
Escuchad a Diderot, no os dejará tampoco ningún equívoco sobre el secreto del verdadero y único sistema de sociabilidad conforme a la justicia: “Discurrid tanto como os plazca -dice- sobre la mejor forma de gobierno; nada habréis hecho mientras no destruyáis los gérmenes de la codicia y de la ambición”. […]
¿Y no estaba armado de soberana razón Saint- Just, cuando ante quienes parecía quisieran discutir sus verdades indiscutibles, les dio una doble égida al dirigiros estas admirables palabras a vosotros, sansculottes aún oprimidos?: “Los desgraciados son las energías de la tierra. Tienen derecho a hablar como amos a los gobiernos que les abandonan.”[…]
La religión de la igualdad pura, que nosotros osamos predicar a todos nuestros hermanos despojados y hambrientos, quizá les parezca a ellos mismos nueva, aunque sea tan natural; les parecerá, digo, quizá nueva, por la sencilla razón de que hace tanto tiempo que hemos envejecido dentro de nuestras bárbaras y tortuosas instituciones que nos cuesta concebir otras más justas y más simples. […]
¿Podrá creerse que el 26 de abril del ‘93, el periódico de Adouin conserva un discurso de él verdaderamente notable? “Los hombres que quieren ser verdaderos, confesarán que después de haber obtenido la igualdad política en el derecho, el anhelo más natural y el más activo es el de la igualdad de hecho. Es más, en el anhelo o la esperanza de esta igualdad de hecho, la igualdad de derecho no sería más que una cruel ilusión que, en lugar de las dichas que ha prometido, sometería al suplicio de Tántalo a la parte más numerosa y útil de los ciudadanos. Añadiré que las primitivas instituciones sociales no han podido tener otro objetivo que el de establecer la igualdad de hecho entre los hombres; y diré, además, que en moral no puede existir una contradicción más absurda y más peligrosa que la igualdad de derecho, sin la igualdad de hecho: ya que si yo tengo el derecho, la privación del hecho es una injusticia que subleva.”[…]
Raynal, que, sin duda, no era un apóstol decidido del plebeyismo, ha dicho: “La ventaja de un indigente al que se oprime es que no tiene que perder más que la vida que lleva a rastras.” […]
Es ya el momento de que el pueblo, oprimido y asesinado, manifieste, de manera más grande, más solemne, más general, como jamás ha hecho, su voluntad, para que no tan sólo los signos, los accesorios de la miseria, sino la realidad, la miseria misma sea aniquilada. Que el pueblo proclame su Manifiesto. […]
Probaremos que la tierra no es de nadie, pero que es de todos. Probaremos que el pretendido derecho de alienabilidad es un atentado infame y criminal contra el pueblo. Probaremos que la herencia por familia, es otro horror no menos grande; que aísla a todos los miembros de la asociación, y hace de cada hogar una pequeña república, que no puede dejar de conspirar contra la grande, y consagrar la desigualdad.
Que todas nuestras instituciones civiles, nuestras transacciones recíprocas no son más que los actos de un perpetuo bandidaje, autorizado por absurdas y bárbaras leyes, a la sombra de las cuales no nos hemos ocupado más que de despojarnos.
Que la producción de la industria y del genio devenga también propiedad de todos, dominio de la asociación entera, desde el momento mismo en que los inventores y los trabajadores les han dado vida; porque no son más que una compensación de las precedentes invenciones del genio y de la industria, de las cuales estos inventores y estos trabajadores nuevos se han aprovechado en la vida social, y que les han ayudado en sus descubrimientos.
Que, ya que los conocimientos adquiridos son del dominio de todos, deben, pues, ser igual- mente repartidos entre todos.
Que la educación es una monstruosidad, cuando es desigual, cuando es patrimonio exclusivo de una parte de la asociación; ya que entonces se transforma, en manos de esta parte, en un cúmulo de máquinas, una provisión de armas de todas clases, con la ayuda de las cuales esta primera parte combate contra la otra que se halla desarmada, y en consecuencia, consigue, fácilmente dominada, engañar- la, despojada, esclavizada bajo las más vergonzosas cadenas.
Que el único medio de llegar a tal punto es establecer la administración común: suprimir la propiedad particular; vincular a cada hombre al talento, a la industria que conoce, obligarle a depositar el fruto en especies en el almacén común; y establecer una simple administra- ción de distribución, una administración de subsistencias, que lleve el registro de todos los individuos y de todas las cosas.
Que este gobierno hará desaparecer los límites, barreras, muros, cerraduras de las puertas, las disputas, los procesos, los robos, los asesinatos, todos los crímenes; los tribunales, las cárceles, las horcas, las penas, la desesperación que causan todas estas calamidades; la envidia, los celos, la insaciabilidad, el orgullo, el engaño, la hipocresía, en fin todos los vicios; más aún (y este punto es quizá el esencial), el gusano roedor de la inquietud general, particular, perpetua de cada uno, sobre nuestra suerte del mañana, del mes, del año siguiente, de nuestra vejez, de nuestros hijos y de los hijos de éstos.[…]
Que se acuse, si se quiere, a nuestro periódico de tea de la discordia. Tanto mejor: la discordia vale más que una horrible concordia en donde se estrangula al hombre. […] El pueblo, dicen, no tiene guías. Que aparezcan, y el pueblo, al instante, rompe sus cadenas, y conquista el pan para él y para todas sus generaciones.
Notas
* Tomado de www.profesionalespcm.org/php/MuestraArticulo2.php?id=4728