Por Ricardo Maldonado
Estamos viviendo muy mal y la situación empeora. No es necesario repetir los números que lo expresan. Si alguien cree –como algunos funcionarios del Gobierno– que el futuro es auspicioso, no tiene sentido que lea este editorial. A quien no le convence la ferocidad de la realidad, poco le pueden aclarar las líneas de una editorial. Sí vale la pena, en cambio, debatir y proponer cuál es la salida posible a esta repetida e insistente decadencia argentina, con quienes perciben esa decadencia. No comencemos con la teoría sino con algo que todos vimos y experimentamos en los últimos dos años: los modos de enfrentar la pandemia.
Argentina es un país con una alta educación sanitaria. Lo que se ve reflejado en que apenas el gobierno del Frente de Todos liberó la importación de vacunas de las trabas que había puesto para favorecer a grupos empresarios amigos los niveles de vacunación se situaron rápidamente entre los más altos del mundo. Desmintiendo que hubiera un sector antivacunas relevante en la población. Y señalando que el verdadero responsable de las demoras para vacunar era quien estaba a cargo de hacerlo posible, el gobierno de Fernández-Fernández.
Este dato es muy relevante porque podemos partir de él para pensar adónde nos lleva el clima político (pro liberal) imperante, y adónde debemos apuntar realmente. Aunque al comienzo de la pandemia muchos mencionaban las restricciones a la circulación como soluciones medievales, eso se debía a una manera fragmentaria y parcial de pensar. Los aislamientos no eran la solución sino una manera de ganar tiempo para llegar a la verdadera solución con el menor costo humano posible. La solución no era medieval sino híper-moderna: vacunas. Y no sólo vacunas, sino vacunas propias del siglo XXI, desarrolladas, ya no en base a virus muertos o atenuados, sino a porciones de virus mucho menos peligrosas e igualmente efectivas. Pocos países pudieron llegar a producir estas vacunas en las cantidades necesarias en menos de un año. Y dado que esto, la vacunación masiva, fue tan significativo que torció nuevamente nuestra vida cotidiana (rescatándonos del amenazante e insoportable año y medio en que nos vimos cercados por la enfermedad), resulta extraño que una solución exitosa no sea adoptada como modelo para otras soluciones necesarias.
La clave del éxito –y de los fracasos– en la lucha contra la pandemia estuvo en la acción estatal. Poco importa lo que digan Milei y el liberalismo tonto. No fue la iniciativa privada la que resolvió este drama mundial. Fue la intervención directiva del Estado. Vale recordar lo que sucedió en los Estados Unidos, el país que obtuvo vacunas en menor tiempo y en mayor cantidad. En un abrir y cerrar de ojos, el presidente Trump lanzó la Operación Warp Speed, asignando 10 mil millones de dólares para el desarrollo de la vacuna. Esa acción directiva y directa del Estado fue el elemento determinante del resultado: vacunas disponibles para el último mes del año 2020. Así, el Estado reemplazó a los burgueses exactamente en lo que éstos se jactan de ser campeones: tener iniciativa y aportar los fondos. Pero, a la vez, el Estado dejó la propiedad del éxito en manos de las empresas privadas que inmediatamente se constituyeron en el principal sostén de la epidemia a nivel global, impidiendo la llegada masiva e inmediata de sus vacunas a la población mundial y promoviendo así la aparición de nuevos focos y cepas en todo el planeta.
La situación más dramática que ha vivido la humanidad en los últimos tiempos bien podría ilustrarnos, de modo muy genérico, dónde están los problemas y dónde las soluciones. El problema no es el Estado sino a quiénes beneficia su accionar. Por otro lado, también nos ilustra acerca de cómo un mismo problema debe ser pensado en su expresión particular, específica, en cada lugar concreto. En Argentina, por ejemplo, el problema no fue el de las patentes y las restricciones al acceso (como sí ocurrió, por ejemplo, en el continente africano), sino el de un gobierno que sometió a la población a una espera, entre inútil y mortífera, para favorecer a dos ineficientes grupos privados locales.
«Todas las familias felices se parecen unas a otras, pero cada familia infeliz tiene siempre un motivo especial para sentirse desgraciada», escribía Tolstoi al iniciar su Anna Karenina. De forma análoga, hay pocas maneras de que el capitalismo funcione bien, pero cada país tiene que hacerse cargo de su propia manera desgraciada de que no funcione. Argentina no es un caso especial pero sí es un caso distinto al de los demás países. Lo acontecido con las vacunas reúne todas las señales de lo que nos pasa. El capitalismo argentino es un inmenso cúmulo de posibilidades desperdiciadas, en una constante carrera hacia atrás en la productividad del trabajo. En el mundo empresarial, quien produce caro y mal lo que otros producen con eficiencia, quiebra inexorablemente. En el mundo (capitalista) a secas, la sociedad ineficiente se degrada y se disgrega, como Argentina.
El retorno regular de estas depresiones sociales de crisis y miseria en la historia reciente de nuestro país no es casual. Un capitalismo quebrado, que sobrevive a base de inyecciones extraordinarias de vitalidad financiera, en compañía de brutales ajustes. Cada nuevo giro del ciclo, cada repunte en las últimas décadas, recorta el universo de lo que el país produce e instaura una nueva caída en el nivel de vida de sus habitantes. Ejemplo cabal de esta decadencia es la creciente percepción, por parte de las nuevas generaciones de trabajadores, de que el acceso a la vivienda propia es una ilusión anclada en el recuerdo de un paraíso perdido, mientras el futuro se avecina en forma de pesadilla incesante y repetida de angustias: alquiler, depósito, garantía, renovación, mudanza, incertidumbre.
Desde hace décadas ocurre todo esto y desde entonces vemos dos opciones fracasadas que se alternan en el gobierno y empeoran los problemas. Ambas opciones practican un gesto engañoso, que consiste en patear los problemas hacia el futuro cercano para reivindicar ese momento en el que, sin haber hecho nada más que ganar algo de tiempo, evitaron una crisis preparando otra peor. Con Alfonsín, el período de estabilidad del Plan Primavera nos llevó a la hiperinflación; la Convertibilidad de Menem nos condujo a la explosión de 2001; la kermés sojera de Néstor y Cristina culminó en Macri, Alberto, la inflación y la pobreza actuales (que compiten con los números de 2001). Se parecen a esa leve mejoría que algunos sentimos en el mes de junio porque nos comemos, por adelantado, el aguinaldo. Cada vez, como si fuera una fatalidad del destino, llega la necesidad del ajuste, más o menos gradual, más o menos brutal: licuación de los ingresos por vía de la inflación, a cuentagotas o desatada; achicamiento de la economía por imposibilidad de conseguir dólares para traer lo que no fabricamos acá, por vía del cepo o del precio; desmoronamiento de los ingresos de todos los que la economía privada no puede mantener y, tras cartón, son expulsados. Estos últimos suelen ser el chivo expiatorio de los problemas cuando, en verdad, son apenas su consecuencia necesaria.
Todos los problemas que se reiteran, año tras año, en un inmenso país cuya desperdigada y atrasada producción –en manos de los burgueses– tiene que ser sostenida con ortopedia estatal. Medio siglo fracasando en la vía capitalista ya tiene que hacernos desconfiar de ella. El problema no es el empleo estatal. No es el FMI. No es la grieta. Ni el odio. Ni siquiera es la corrupción o «la casta». El problema no es el dólar o el peso. El problema es un capitalismo fracasado y quebrado, que reparte miseria porque sus fragmentos dispersos no producen la riqueza que podrían producir bajo otro ordenamiento. Y no la producen porque cada fracción de este mosaico burgués sobrevive gracias a la ayuda estatal, que la dilapida en su propio beneficio.
La vía capitalista tiene una misma receta con distintos ingredientes: desmontar la protesta sin resolver los problemas que la causan; reducir las conquistas obreras y convencernos de que vivamos con menos; mantener un Estado irracional que alimente una burguesía Hilux-planera e ineficiente. Y esperar un milagro. La vía capitalista necesita creer en un milagro con tanto fervor que no puede tomar en cuenta la realidad. Basta recordar el patetismo de aquella frase de un Ministro de Economía de Alfonsín, «Les hablé con el corazón y me contestaron con el bolsillo», la elocuencia macrista del «Pasaron cosas», o los más recientes misterios anunciados por los Fernández en términos de «Fue la pandemia» y «Son los efectos de la guerra en Ucrania», para advertir que la vía capitalista sólo es apta para solucionar los problemas siempre y cuando los problemas se solucionen solos.
En esta situación se nos vuelve necesario –y por eso lo proponemos– construir la Vía Socialista. Esto es, construir exactamente en el sentido contrario al conjunto de presuntas soluciones que los administradores del fracaso argentino han sabido divulgar por todos los medios posibles: lejos de achicar el Estado, agrandarlo; lejos de subsidiar lo que no sirve, gestionar y producir lo que nos permite competir en el mundo y obtener las divisas que necesitamos; lejos de los planes, inclusión en el Estado con trabajo genuino para la totalidad de los desocupados; lejos de una masa de trabajadores apenas mantenida, un conjunto de trabajadores cuyas tareas la sociedad requiera y disfrute; lejos de proponernos desarrollar lo que la historia de la producción ha enviado el museo, aspirar al trabajo y la producción de mayor contenido tecnológico para construir un país en el que valga la pena vivir.
Quienes hacemos El Aromo y militamos en Razón y Revolución consideramos que no podemos dejar que la alternativa más radical a la crisis actual sea la estupidez criminal de Milei y los liberales. Estupidez, porque no permitiría mantener el funcionamiento de la sociedad y la economía ni siquiera en los paupérrimos niveles actuales. Criminal, porque la propuesta significa impedir la posibilidad de supervivencia de más de la mitad de la población del país.
«ARGENTINA 2050» es nuestra manera de hacer llegar al conjunto de la clase obrera, ocupada y desocupada, la propuesta de una reorganización de la economía que sea capaz de sacar al país de esta penosa situación que sufrimos en carne propia, para colocarlo finalmente en una vía de crecimiento sostenido y mejora de la calidad de vida. Como hemos explicado en diferentes lugares, Argentina puede disfrutar el envidiable nivel de vida social que los países nórdicos poseían en los años setenta, a condición de alcanzar la productividad del trabajo que Corea del Sur desarrolló a partir de esa misma década. Para lograrlo, para que la propuesta llegue a la mayor cantidad de compañeras y compañeros posible, nos arrojamos a la construcción de una alternativa política para la disputa electoral y para contraponer la Vía Socialista al capitalismo que nos gobierna y arruina nuestras vidas.
Muy buen artículo.
TIENE RAZON ,PERO EL PROBLEMA ES QUE NO HAY UNA IZQUIERDA SOCIALISTA ORGULLOSA DE SERLO, QUE EN INTERVENGA COMO TAL ,PARA HACER BOLSA ESA MALDITA GRIETA QUE EEUU LE INVENTO AL FXT Y JXC.PERO NO SOCIALCIALDEMOCRACIA.. UNA IZQUIERDA MARXISTA LENINISTA, CON CRITERIO INDESTRUCTIBLE EN SU PENSAMIENTO CRITICO. NADAS MAS