Un análisis de las PASO
Se puede intervenir de muchas maneras en esta crisis de conciencia, pero solo una garantiza un crecimiento de la conciencia revolucionaria: aquella que impugna a la sociedad tal cual es, aquella que muestra que otra vida es posible.
Por Fabián Harari (Laboratorio de Análisis Político-CEICS)
¿Quién ganó las elecciones primarias? Si debemos responder en términos de conducción de una sociedad, en términos de personal político, la respuesta que dan los números es elocuente: nadie. Si tenemos en cuenta que las PASO se gestaron para dirimir lo que las estructuras partidarias burguesas no podían resolver (es decir, seleccionar al personal político y al aparato adecuado) y dar lugar a negociaciones de cara a la general, entonces, el único que podría declararse “ganador” (en realidad, el que menos ha perdido, teniendo en cuenta lo que se jugaba) es Massa. Pero lo cierto es que los guarismos de agosto no pueden dar un anticipo certero de lo que ocurrirá en octubre, porque el punto clave del asunto, y lo que realmente interesa para una política revolucionaria, es la ausencia de entusiasmo. Vayamos por partes.
El fin del kirchnerismo
Scioli puede decir que, si Macri no suma, solo le faltarán 300.000 votos para ganar la elección. O que con 6 o 7 puntos evita la segunda vuelta, no importa qué hagan sus contrincantes. Puede dar mayor valor a sus números, ya que mientras que Cristina no tuvo adversarios de peso, él sí enfrentó a una verdadera oposición. También puede apelar a un argumento algo menos presuntuoso y decir que, frente a la debacle del 32% en la Provincia de Buenos Aires en el 2013, ahora sacó el 40%. Y tendrá razón en todo ello, sin duda. Claro que este razonamiento oculta la caída del oficialismo del 54%, en la elección presidencial pasada (o del 50% en las correspondientes PASO). La comparación con las legislativas (2013) no tiene mucha importancia, porque son elecciones con mayor inclinación hacia la oposición. Y aun tomando por válida esa comparación, estaríamos hablando de números muy bajos que no parecen corresponderse con quien tiene todo el aparato provincial y nacional a su alcance. Recordemos que si esta elección se repite, el PJ pierde la mayoría en diputados.
El kirchnerismo fracasó antes de las elecciones, al no poder imponer un candidato presidencial. El PJ hace tiempo que no funciona y el bloque gobernante está partido. La única victoria que puede anotarse Cristina, como enteramente propia, es la de Aníbal Fernández, contra el candidato de Scioli y de Francisco y la de dos intendencias en el oeste. Lo que perdió en la simpatía de la población, intenta ganarlo mediante la ocupación del aparato estatal. El apurado reparto de puestos explica el protagonismo de La Cámpora.
Scioli y su gente tampoco tienen demasiados motivos para festejar. Se suponía que una candidatura más conciliadora y menos identificada con Cristina podía superar los propios guarismos oficialistas. Apostaba, para eso, a sumar a los fieles por izquierda con los heterodoxos por derecha. Pero no sucedió ni una cosa ni otra. Varios “fieles” entraron en crisis de conciencia y los “heterodoxos” encontraron otras alternativas (fundamentalmente, Massa). Su elección es la peor desde el 2003. Sin atenuantes. La caída en los números es el descenso político de un gobierno y de la organización que lo sostuvo.
Debajo de la Alianza
¿Qué puede argumentar Macri? Que encabezó la mejor elección de cualquier coalición opositora al kirchnerismo en elecciones presidenciales, ya que superó holgadamente al 12% de Alfonsín (h) y al 16% de Lavagna. Que realizó una excelente elección en la Provincia de Buenos Aires, donde su candidata sacó el 30%, ganándole nada menos que a Felipe Solá. Por fin que, hoy por hoy, puede estar en el balotaje, y que allí tiene grandes posibilidades.
Todo esto es muy cierto. Pero, en términos puramente numéricos, sacó solamente el 26%. El otro 4% pertenecen a Sanz y a Carrió y, si bien el compromiso es votar al ganador, nada asegura que esos votos vayan donde se espera. En primer lugar, porque la base votante de Sanz aclaró que, de ganar Macri, votarían a Stolbizer (Lousteau dixit). Algo similar puede pensarse de la Coalición Cívica. De hecho, una encuesta ubica a estos dos votantes como los menos decididos a mantenerse en el espacio político. Macri puede conquistarlos, claro, pero también perderlos. Hoy por hoy, su caudal es del 28% y, aunque no todas, hay varias encuestas lo señalan por debajo del 30% (González & Valladares y Management & Fit).[1]
Démosle a Mauricio, por el momento, el 30% que reclama. Está bien, pero, otra vez, hay que tener perspectiva histórica. Macri enfrentó a un gobierno dividido y en decadencia. Y, a diferencia de Alfonsín, Menem y De la Rúa, Macri no pudo, hasta ahora, armar una coalición ganadora. Pudo juntar a todo el antiperonismo, pero no al “antikirchnerismo”. Otra vez, no se trata de deficiencias personales, sino de la propia situación política. Semejante coalición implicaría armar un gobierno de “unidad nacional”, que para evitar la descomposición creara un nuevo partido con vida real. Hoy eso es una tarea muy improbable. Es mucho más viable aprovechar la crisis general para llegar, aunque sea por un punto, al balotaje y, solo en caso de ser necesario, negociar votos, pero en una posición de fuerza. Con todo, estamos ante objetivos muy modestos, dada la crisis del oficialismo.
Dijimos que Massa podría considerarse, en este contexto, como el único “ganador”. ¿Por qué, si salió tercero con 20%, luego de amagar con llevarse la elección, y su candidato bonaerense salió tercero? Muy simple, estando casi afuera, logró su humilde objetivo: evitar la polarización y transformarse en el árbitro de los comicios. Le hizo pagar caro a Macri su negativa a la alianza y le ganó en cinco provincias: Córdoba, Formosa, Jujuy, Salta, San Juan y Santiago del Estero. Hoy ambos candidatos deberán ir a “pescar votos en su muelle” (como remarca Asís). Mauricio no tuvo más alternativa que sentar a sus operadores con los de UNA, en busca de los votos de De la Sota (8%). Scioli también envió sus asesores. Massa no es dueño de los votos, pero puede traccionar para Macri en búsqueda de una segunda vuelta. Ahora, una vez allí, puede negociar con cualquiera de los dos. Con el PRO, alguna influencia en el futuro gobierno. Con Scioli, algo mucho más suculento: la reorganización del PJ, que contaría con el aval del peronismo cordobés.
Fuera de todos estos análisis algo más mezquinos, el elemento importante es que en medio de una debacle del oficialismo, ningún opositor puede capitalizar realmente el descontento. Se han caído ilusiones sin que las reemplace ninguna otra. Eso puede registrarse en el elevado porcentaje del voto en blanco, que se ubica en el cuarto puesto, con el 5,5%, porcentajes que se replican en Mendoza y la Provincia de Buenos Aires. Pero es ciertamente extraño que no se haya hablado de que en Neuquén llegó al 13% y en Santa Fe, al 7,5%. A eso hay que sumarle que estas elecciones rompieron un récord de inasistencia: concurrió solo el 74% del padrón, frente al 81% en las primarias anteriores. A ello, hay que agregar la llamada “volatilidad del voto”. Dada la paridad, cualquier movimiento menor del electorado puede definir la elección. ¿Qué se encuentra detrás de este fenómeno? Que no se ha establecido un vínculo, no digamos duradero, sino al menos con cierta solidez como para sostener un caudal electoral importante. Estamos ante un proceso que va derivando en una vuelta al “que se vayan todos…”. Eso es lo que se está cocinando y sobre lo que se debería intervenir.
Una política para el descalabro
Uno en tres. Es la fórmula de la Santísima Trinidad. Podría decirse lo mismo de los principales candidatos. El programa es el mismo. La alianza de fracciones burguesas que lo impulsan, también. De allí que cualquier analista burgués (desde Botana a Beatriz Sarlo) se muestre desilusionado con la ausencia de discusión sustantiva. Si estas elecciones tienen un triunfador, es la unidad de la burguesía argentina, que logra que sus candidatos acaparen el 90% del electorado.
Puesto en esos términos, tendríamos que decir que la hegemonía está recompuesta y no sufre ninguna amenaza. Pero sucede que esos lazos más teóricos tienen que encarnarse en estructuras políticas concretas, lideradas por personas concretas. Esas estructuras nunca pudieron reconstruirse plenamente, luego del 2001. Ahora, ante el recambio, las que quedan están quebrándose, cuando el proceso debería ser el inverso. Lo mismo puede decirse del personal político: no puede corporizar, por ahora, un verdadero lazo con las aspiraciones de las masas. Todos van a hacer lo mismo, pero nadie dice lo que va a hacer. Es decir, todos reconocen la escisión entre su programa y la conciencia de las masas, que no es revolucionaria, pero que no está dispuesta admitir el programa que le preparan. He ahí el problema que tienen los partidos y que va a tener quien gobierne.
En este contexto, el FIT se infligió inútilmente una herida: fue a las PASO. Invitó a lo más atrasado de la clase (y a la burguesía, no olvidemos) a interferir en un frente de revolucionarios. Ganó, obviamente, el sector más retrasado (el PTS), el que apeló a esas masas con menor conciencia. En lugar de intervenir sobre la conciencia obrera, se invocó la “juventud” del candidato y se buscó conciliar con el kirchnerismo crítico y el autonomismo. En medio de un clima de rechazo general, el PTS tuvo su lógica cosecha. Fue una campaña mediática, no militante. Le ganó al PO allí donde la diferencia de militantes es abrumadora en favor de este (incluso allí donde el PTS no tiene ninguna militancia). Una “victoria” (si es que el 1,7% puede festejarse) vergonzante y una verdadera derrota de la política revolucionaria. Del otro lado, el PO e IS plantearon una campaña sindical. No se buscó desarrollar la conciencia revolucionaria, sino que se agitaron consignas de mejoras inmediatas. Es decir, no se impugnó la dirección del programa burgués. Se mantuvo en el campo del reformismo. De acuerdo a esa campaña, la clase obrera no debe luchar por el poder político, no puede dirigir la sociedad. Debe limitarse a pedirle mejoras a su enemigo. El resultado total es un magro 3% de los votos y un retroceso con respecto al 2013. Nada que festejar, como no sea que el 97% de la población nos dio la espalda.
Luego de las PASO, en lugar de convocar a un congreso de militantes, la “campaña” se decidió con una reunión entre cúpulas, donde el PTS, a pesar de tener menos masa militante, hizo valer los votos. El resto de las organizaciones que militamos la campaña quedamos afuera. Y, como preveíamos, cada partido hará la suya propia.
El PTS insiste con su cantinela. El PO, por su parte, ha lanzado un “manifiesto” muy singular. La palabra “Socialismo” no aparece sino una vez y en el plano de reivindicaciones internacionales más generales, pero sin ninguna relación real con el programa de corte sindical. No se explica de qué se habla realmente. Así como se expone, parece ser la conquista de un salario mínimo igual a la canasta familiar. Pero eso es el programa peronista, no el socialismo.
En el final, resalta:
“Es el resultado [el FIT] de la fusión de una corriente política (de varios partidos) y de un programa, por un lado, y de una tendencia de la clase obrera, que lucha por su independencia política, por el otro. Esta lucha se manifiesta en los sindicatos, por su independencia y democracia interna y por el desarrollo de una dirección clasista comprometida con la emancipación social del mundo del trabajo.”[2]
Es decir, que el instrumento para el desarrollo de una política revolucionaria no es la construcción del Partido, sino del sindicato. Curioso abandono del bolchevismo y sorprendente vuelta al sindicalismo de Sorel. Ahora bien, esta dirección revolucionaria (siempre sindical y no partidaria) debería estar comprometida, en palabras del PO, no con la revolución social, sino en “la emancipación social del mundo del trabajo”. ¿Qué es la “emancipación social” sino una fórmula abstracta y ambigua? A su vez, el proletariado es reemplazado por un “mundo” donde la gente “trabaja”. La clase obrera, entonces, deja de definirse en relación a los medios de producción y de vida para convertirse en una categoría ocupacional (y entonces los desocupados quedan afuera).
Se puede intervenir de muchas maneras en esta crisis de conciencia, pero solo una garantiza un crecimiento de la conciencia revolucionaria: aquella que impugna a la sociedad tal cual es, aquella que muestra que otra vida es posible. Una campaña socialista, que no teme nombrar a aquello que representa la única solución real a los problemas más acuciantes de la población. La única campaña que puede combatir las ilusiones reformistas y ganar nuevos elementos. La única que puede desarrollar nuestras fuerzas. A eso convocamos a las direcciones del FIT, pero también al resto de las organizaciones que participaron en la campaña y quedaron afuera, y a todos aquellos que quieren defender una política revolucionaria de cara a la próxima crisis.
Notas
[1] Véase http://goo.gl/wJ8ljs.
[2] Véase http://goo.gl/woxGNh.