La guerra de Malvinas es un punto espinoso, como todos los que se tocan en este dossier. En este caso, el autor ha elegido analizar la posición que la izquierda argentina asumió ante el conflicto, destacando la inconsecuencia ante las tendencias chauvinistas que servían de máscara y propaganda para el régimen militar, definiendo a la aventura como una guerra reaccionaria.
Por Alberto Bonnet (docente de la UBA y editor de Cuadernos del Sur)
En este artículo quisiera analizar críticamente las posiciones de los partidos de izquierda argentinos ante la Guerra de las Malvinas de 1982. La aventura de las Malvinas añadiría a las víctimas de la represión interna las muertes y mutilaciones físicas y psicológicas de cientos de jóvenes en unas inhóspitas islas del sur. La criminal aventura de la dictadura sería, sin embargo, acompañada por amplios sectores de la izquierda argentina. Hay aquí, sin duda, una triste paradoja.
Pero pasaron quince años desde entonces y puede parecer necesario justificar la pertinencia de volver sobre las posiciones de la izquierda ante aquella guerra. Este artículo no aspira a engrosar las escolásticas disputas internas que a menudo absorben a la izquierda argentina y permiten a sus diversas tendencias delimitarse mutuamente. Tampoco aspira a legitimar un distanciamiento respecto de la militancia de izquierda, empresa que desvela a muchos intelectuales críticos. Este artículo discute más bien las posiciones de los partidos de izquierda frente a la guerra de las Malvinas para aportar a la construcción de una política socialista que enfrente las consecuencias internas y exteriores de aquella guerra así como la cuestión pendiente de la soberanía sobre los archipiélagos australes. Y este artículo pretende, además, poner en discusión algunos de los supuestos que sustentaron aquellas posiciones, contribuyendo así a la construcción de una política socialista ante problemáticas mucho más amplias.
1. Una guerra reaccionaria
Comencemos precisando la naturaleza de la guerra de las Malvinas. La guerra de las Malvinas fue una aventura profundamente reaccionaria, emprendida por una dictadura militar latinoamericana cuya tarea histórica había consistido en el aplastamiento de los movimientos de masas nacidos a mediados de los años sesenta. Los objetivos de dicha aventura fueron, a corto plazo, restaurar unas condiciones de dominación interna del propio régimen que por entonces se encontraban en una profunda crisis y, a largo plazo, consolidar una posición de hegemonía regional del estado argentino en el cono sur como baluarte anticomunista en el marco de la guerra fría. El carácter reaccionario de estos objetivos define de manera excluyente la naturaleza de la aventura militar emprendida por la dictadura. Esto es, a pesar de la propaganda de guerra producida por el régimen y reproducida por extensos sectores sociales y políticos, dicha aventura no tuvo de hecho ni podía llegar a tener en su desarrollo connotación progresiva alguna, sea de guerra anticolonialista o antimperialista en un sentido amplio, sea de guerra por demandas socialmente relevantes de integridad territorial en un sentido más estricto.
Apenas puedo sumariar en este contexto las razones que sustentan esta caracterización de la guerra.[1] Me limitaré en este punto, por ende, a puntualizar analíticamente las razones que motivaron la invasión en 1982, distinguiendo entre los intereses de largo y de corto plazo de la dictadura que estuvieron en juego en la invasión.
(a) En primera instancia, conviene comenzar por los intereses de largo plazo en juego.[2] Los archipiélagos de las Malvinas y, en menor medida, de las Georgias y Sandwich del Sur, tienen cierta importancia estratégica debido a su cercanía respecto de la ruta interoceánica del Pasaje de Drake, que es de hecho una de las más transitadas de mundo y es potencialmente una alternativa del vulnerable canal de Panamá. Entonces, la posesión de dichos archipiélagos otorgaría una importancia geoestratégica global nada desdeñable para un estado periférico como el argentino.
El empecinamiento geoestratégico de las fuerzas armadas argentinas en recuperar los archipiélagos australes es de larga data: el primer plan de invasión de las Malvinas fué diseñado por los militares pro-eje del ejército en 1942 y, aunque su concreción fue frustrada por los resultados adversos de la II Guerra Mundial, nuevos planes e incluso iniciativas concretas que incluyeron un desembarco secreto en Malvinas en 1966 y la instalación de una base en las Sandwich en 1977 se materializarían desde entonces.[3] Sin embargo, la obsesión castrense se intensificaría desde fines de los años setenta por dos razones. En primer lugar, la dictadura argentina venía extendiendo su “guerra interna” contra un enemigo que partiendo de la denominada doctrina de la seguridad nacional visualizaban como “agente del comunismo internacional”[4], más allá de las fronteras nacionales. Las diversas intervenciones en los procesos revolucionarios centroamericanos (Nicaragüa, El Salvador, Honduras y Guatemala) encaradas desde 1977, el apoyo al golpe boliviano de García Meza en 1980 y los acuerdos represivos con los gobiernos de Uruguay, Paraguay, Brasil, Perú y Venezuela deben considerarse en ese contexto. En segundo lugar, el control de aquella ruta interoceánica austral se inscribió a fines de los setenta en un proyecto de alianza armada anticomunista para la defensa de los mares australes. Se trataba, en efecto, de la conformación de una Organización del Tratado del Atlántico Sur (OTAS) semejante a la OTAN europea con los Estados Unidos neoconservadores embarcados en controlar directamente todos los puntos estratégicos mundiales en su escalada final contra el bloque soviético y la Sudáfrica del apartheid como sus principales socios. Este proyecto parecía al alcance de la mano de los militares locales a partir del mejoramiento de las relaciones argentino-norteamericanas bajo el dúo Reagan-Galtieri (con el levantamiento definitivo de la enmienda Kennedy-Humphrey de embargo armamentístico, los dos operativos conjuntos UNITAS y una seguidilla de amistosas visitas como evidencias).[5]
Sería erróneo, sin embargo, creer que las fuerzas armadas argentinas operaban como simples títeres de un proyecto estratégico norteamericano. Los Estados Unidos contemplaban ciertamente la posibilidad de conformar alguna suerte de alianza armada anticomunista para resguardar los mares australes ante la real o supuesta amenazadora presencia de submarinos nucleares soviéticos. Pero quedaban pendientes las cuestiones de cuándo y con qué socios pergeñar esa alianza.[6] La conformación inmediata de la alianza, incluyendo como socio principal a una dictadura latinoamericana en crisis y excluyendo violentamente al principal socio norteamericano en Europa era, naturalmente, un proyecto de las fuerzas armadas argentinas -incluso inaceptable para los Estados Unidos.
Dos cuestiones condicionaban, finalmente, a las fuerzas armadas argentinas a instaurar mediante una invasión a las Malvinas su posición de socio en el Atlántico Sur. Por una parte, desde fines de 1977 se habían estancado las negociaciones diplomáticas alrededor de la soberanía sobre los archipiélagos -esto a partir del conocimiento en Londres de los planes de invasión manejados por Massera en sus pugnas intestinas con Videla- y este estancamiento se consolidaría a partir de 1979 con el ascenso del thatcherismo al gobierno británico.[7] Por otra parte, después de la grave coyuntura pre-bélica de 1979, una mediación papal había reconocido en 1980 la soberanía chilena sobre el Canal del Beagle, convirtiendo al rival tradicional de las fuerzas armadas argentinas en una potencia atlántica y al control argentino del Cabo de Hornos desde Ushuaia en una alternativa extremadamente problemática. Solo quedaba invadir las Malvinas.[8]
(b) En segunda instancia, conviene analizar los intereses en juego, a corto plazo, que llevaron a los militares argentinos a invadir las islas esa fatídica mañana del 2 de abril.[9] Es sabido que, desde 1980, la dictadura enfrentaba una profunda crisis económica-social. La política económica de Martínez de Hoz había desembocado en la corrida financiera abierta con el cierre del BID a comienzos de 1980 y seguida por la fuga de los depósitos hacia el dólar y la consecuente presión sobre el atrasado tipo de cambio. La garantía oficial a los depósitos diezmaba las reservas del Banco Central y aumentaba intensamente el endeudamiento público, mientras las tasas de interés seguían subiendo y los deudores cayendo en la insolvencia. Las pautas cambiarias prefijadas de la “tablita” comenzaron a ser modificadas arbitrariamente, cerrándose así, caóticamente, la segunda y última fase de la política económica de Martínez de Hoz. En 1981 sobrevino la recesión abierta, que se prolongó hasta la Guerra de Malvinas. El producto sufrió un retroceso neto, cayeron los salarios reales y aumentó la desocupación, mientras nuevas devaluaciones y corridas financieras se sucedían, siguió incrementándose el endeudamiento pública externo y la capacidad de pago se deterioraba constantemente. A mediados de 1981, el endurecimiento de la banca internacional arrojó a la Argentina al borde de la cesación de pagos.[10]
La clase trabajadora venía reactivándose y comenzaba a unificar sus luchas. Tras una serie de huelgas de fábrica que culminaron en la huelga automotriz de junio, la reoganizada CGT lanzó una masiva huelga general en julio de 1981 y convirtió la misa de San Cayetano de noviembre en una movilización contra el desempleo y la política económica vigente. Amplios sectores sociales antes desmovilizados, como los estudiantes y las amas de casa, comenzaron a sumarse a la resistencia con sus propias demandas. Las Madres de Plaza de Mayo y otras organizaciones de derechos humanos masificaron sus protestas. Las movilizaciones duramente reprimidas que recorrieron el país el 30 de marzo, tres días antes de la invasión de las Malvinas, resumen de alguna manera este proceso de maduración de las luchas sociales, que entonces incorporaron abiertamente las exigencias de retiro inmediato de los militares del gobierno.
Simultáneamente, el bloque social que había apoyado el golpe del 76 y sustentado la política contrarrevolucionaria del denominado “Proceso de Reorganización Nacional” comenzaba a desintegrarse. Desde comienzos de 1981, entidades patronales como la Sociedad Rural y la Unión Industrial manifestaban publicamente sus protestas acerca de la crisis reinante. La Iglesia, comprometida con la dictadura desde su inicio, comenzó por su parte a emitir documentos críticos. Estos fenómenos de fractura del bloque social dominante, impedidos de expresarse parlamentariamente e incluso partidariamente debido a la lenta reorganización de los partidos burgueses en la multipartidaria, se expresaban bajo la forma de escisiones internas en la propias cúpulas castrenses. Las sordas pugnas abiertas a fines de 1980 con motivo de la asunción de Viola en marzo del año siguiente, y que se prolongan hasta su renuncia y la asunción de Galtieri en diciembre de 1981, encuentran en esta desintegración del sustento social del régimen su explicación.[11]
La decisión de invadir las Malvinas, que dataría de principios de diciembre de 1981 y resultaría de un acuerdo entre la armada al mando de Anaya y el ejército conducido por Galtieri, responde inmediatamente a la necesidad del régimen de restaurar sus propias y deterioradas condiciones de dominación interna. Como señala A. Gilly: “es un hecho universalmente reconocido que la Junta Militar se lanzó a la aventura de las Malvinas para buscar una salida a las crecientes fracturas en el poder y en las fuerzas armadas mismas. En la reivindicación de la soberanía argentina sobre las Malvinas creyó encontrar un elemento emocional unificador de la opinión pública, estimulando los sentimientos patrioteros más atrasados”.[12]
Parece ocioso señalar que, entre los objetivos de la invasión de las Malvinas reseñados en este apartado (que explican sin resto la aventura de los militares argentinos, como veremos más adelante), no había nada por ganar para los trabajadores y el conjunto de los explotados y oprimidos del país y del mundo. Había en cambio mucho por perder. El posicionamiento estratégico del estado argentino en el marco de la guerra fría, esa auténtica jaula de hierro para las luchas por el socialismo durante la posguerra, no podía ser sino adverso a los intereses de los trabajadores. La restauración de las condiciones internas de dominación de una de las dictaduras más reaccionarias del mundo, asimismo, no podía significar sino un marcado retroceso para la lucha de clases a nivel internacional y una grave derrota para los trabajadores argentinos. La consolidación de un nuevo gendarme anticomunista, esta vez en el cono sur: ¿podía imaginarse una perspectiva más contraria a las banderas clasistas e internacionalistas levantadas por el movimiento emancipatorio de los trabajadores desde sus orígenes?
2. La sociedad ante la guerra
Naturalmente, la dictadura presentó su aventura de manera bastante diferente. Las dos frases del comunicado difundido el 2 de abril sintetizan ya esta presentación de la guerra: en la primera, la dictadura usurpaba al pueblo el derecho clave de decidir sobre la guerra y la paz: “Como Órgano Supremo del Estado, la junta militar comunica al pueblo de la Nación Argentina que la República, por mediación de sus Fuezas Armadas, ha recuperado las Islas Malvinas”; en la segunda, convocaba a convalidar esa usurpación en vistas del interés nacional: “Confiamos en que la nación comprenda el profundo e inevitable sentido de esta decisión y en que el sentimiento colectivo de responsabilidad y esfuerzo pueda acompañar en esta tarea que permitirá, con la ayuda de Dios, legitimar los derechos del pueblo argentino, pospuestos prudente y pacientemente durante 150 años, para convertirlos en una realidad”.[13]
Durante el desarrollo de la guerra la dictadura iría aún más lejos. El discurso del canciller Costa Méndez ante la OEA del 26 de abril convocaba a la comunidad internacional a convalidar la aventura emprendida por la dictadura argentina por razones antimperialistas. Tras invocar el incidente de las islas Georgias -véase nota 9-, el funcionario afirmaba que la nación argentina
“se limitó a recuperar lo propio y a redimir uno de los últimos vestigios del colonialismo en América. Actuó así en defensa de su seguridad, amenazada por los buques de guerra que el Reino Unido despachó al Atlántico sur con el declarado propósito de hacer uso de la fuerza, y puso en ello fin a una situación colonial insostenible” (…) “Basta recorrer un poco la historia de este y el pasado siglo para advertir la identidad de esta agresión con la de otras protagonizadas por el Reino Unido en América, en Africa y en Asia. Basta recordar las dos invasiones y los dos bloqueos navales sufridos por la joven Argentina, el cañoneo contra Venezuela, la agresión a Suez, la opresión de medio continente africano y de gran parte de Asia, para comprobarla”.
Repentinamente, la dictadura genocida pretendía usurpar las banderas antimperialistas que habían enarbolado los pueblos coloniales en sus luchas por la liberación nacional.[14]
Los medios masivos de comunicación cumplieron un importantísimo papel en la conversión de este discurso oficial sobre la guerra en discurso hegemónico. Los canales de televisión, bajo control castrense, inventaron una guerra en que heroicos pucarás hundían a un Invencible que nunca fue siquiera averiado y derribaban Sea Harriers que mientras tanto seguían bombardeando las posiciones argentinas en las islas, según los relatos de Gómez Fuentes, mientras Pinky y Fontana recaudaban joyas para el Fondo Patriótico creado al efecto. Las radiodifusoras alcanzarían su protagonismo extremo, con Radio Rivadavia, al convocar la marcha a Plaza de Mayo del 10 de mayo, sobrevolada por el helicóptero de Haig. Revistas como Gente, La Semana, Siete díasy Somos, de las grandes editoriales beneficiadas por el régimen, e incluso la opositora Humor, aportaron con tiradas completas dedicadas a enardecer el patrioterismo y belicismo reinantes.[15]
El discurso de la dictadura y los medios masivos de comunicación sobre la guerra merecerían un análisis mucho más detallado. Sin embargo, en este contexto interesa más bien detenerse en las posiciones adoptadas por la sociedad, por las diversas clases y las organizaciones corporativas y políticas que las representaban y, en particular, por las organizaciones de la izquierda política.
Los partidos políticos burgueses, la iglesia, las entidades patronales y la burocracia sindical convalidaron raudamente la aventura asumiéndola por supuestas razones de interés nacional. Recordemos en este sentido las declaraciones vertidas entonces por los principales dirigentes políticos de los partidos burgueses. Los dirigentes justicialistas rescataron una vieja retórica nacionalista: D. F. Bittel, entonces presidente del PJ, declaró que “cuando en el mundo se den cuenta que esta medida no es la decisión de un gobierno sino de todo un pueblo, entonces estoy seguro que otros pueblos reverán las decisiones que algunos gobiernos adoptaron ahora”, mientras C. S. Menem afirmaba que “las Fuerzas Armadas se hicieron eco del clamor popular y siguieron los lineamientos del reclamo: recuperar las islas e izar el pabellón celeste y blanco”. Una vez desatada la respuesta militar británica, D. F. Bittel y A. F. Robledo confirmaban en una solicitada “su aspiración de que las Fuerzas Armadas, depositarias activas hoy del mandato de San Martín y Bolívar, sintiéndose acompañadas por todo el pueblo argentino y el de las demás naciones de América, presenten batalla y tomen represalias, devolviendo golpe por golpe hasta escarmentar debidamente al invasor”. Los dirigentes radicales no quisieron ser menos. C. Contín, presidente de la UCR, declaró: “hay que demostrarle al mundo que esto no es una acción unitateral de las Fuerzas Armadas, sino que es del pueblo todo”, A. Tróccoli que “la cuestión de las Malvinas está por sobre el gobierno y las Fuerzas Armadas, ya que es un interés de la Nación” y el futuro presidente R. Alfonsín que “este hecho militar tiene el respaldo de todo el país. Es una reivindicación histórica que tiene el asentimiento y la unanimidad de todos los argentinos”. Dirigentes de los restantes partidos de la recién nacida Multipartidaria (Partido Federal, Democracia Cristiana y Partido Intransigente) secundaron a sus socios mayores.[16]
El argumento común que recorre estas posiciones es la aceptación de la aventura encarada por la dictadura como una empresa en la que se jugaría un legítimo interés nacional (vinculado con la integridad territorial) y que, por consiguiente, trascendería la naturaleza ilegítima del régimen que efectivamente la encarara. Ambas cosas eran meras mistificaciones. No estaba en juego un interés de integridad territorial sino un intento de restauración de las condiciones de dominación interna de la dictadura y la aventura no trascendía en lo más mínimo, por consiguiente, la naturaleza del régimen dominante. Las posiciones de los partidos burgueses fueron, de esta manera, completamente funcionales a la política de la dictadura.
Incluso ciertos sectores de izquierda, que luego engrosarían las filas del alfonsinismo, se alinearon con esta posición. Por ejemplo: desde el exilio, futuros integrantes del Club de Cultura Socialista e intelectuales del alfonsinismo -como J. Aricó, J. Tula, J. Nun, E. de Ipola, J. C. Portantiero y otros- convocarían “a todas las fuerzas progresistas del mundo para que se movilicen por el inmediato cese de la agresión imperialista en las Malvinas: debe negociarse de inmediato la paz, con el retiro de las fuerzas colonialistas inglesas y el mantenimiento de la recuperada soberanía argentina sobre las islas”.[17]
La iglesia, por su parte, uno de los pilares de la dictadura desde sus comienzos, presentó la guerra -bautizada Operación Rosario– como cruzada moral o guerra santa, enviando a monseñor Collino y a varios capellanes a las islas para moralizar conscriptos y recaudando fondos para la guerra. Las principales entidades patronales se sumaron -aunque no sin algunas reticencias, manifiestas oportunamente por voceros como A. Alsogaray- a la aventura.
La plana mayor de la burocracia sindical (S. Ubaldini y J. Triaca, de las entonces CGT-Azopardo y Brasil, y L. Miguel de las 62 Organizaciones) subordinó inmediatamente los intereses de los trabajadores al supuesto interés nacional puesto en juego en la aventura. La CNT-20 -convertida en CGT-Azopardo durante el conflicto- apoyó acríticamente la invasión: “ante los actos realizados por nuestras Fuerzas Armadas al recuperar para nuestra soberanía nacional el territorio que integra nuestras islas Malvinas, expresamos con firme patriotismo nuestro alborozo” y convocó a “encolumnarse con un mismo sentimiento celeste y blanco” detrás de la guerra. La invasión sorprendió a la dirigencia de la CGT -luego CGT-Brasil- en la cárcel, tras la movilización duramente reprimida del 30 de marzo. Su primera respuesta orgánica fue una solicitada -con el revelador título de Primero la Patria- que comenzaba aclarando que “en la escala de valores de los hombres que conformamos el Movimiento Obrero Argentino siempre ha estado en primer término de nuestras consideraciones el interés supremo de la Patria, y luego las reivindicaciones de tipo sectorial”, para luego precisar la naturaleza de la movilización del 30 de marzo y recordar que la invasión no modificaba la crítica situación prexistente y los reclamos del movimiento obrero. En un comunicado posterior, la CGT-Brasil planteó su programa ante la guerra, recordando la necesidad de un cambio de rumbo en la política económica y proponiendo medidas que profundizarían la senda antimperialista supuestamente abierta por la aventura militar: rechazo a las privatizaciones de empresas estatales de sectores estratégicos por razones de soberanía nacional, suspensión del pago de la deuda externa y cargas financieras a Gran Bretaña, etc.[18] En parte, naturalmente, estas posiciones respondían a la tradición ideológica de la unidad nacional pluriclasista dominante en las dirigencias sindicales argentinas. Sin embargo, debe recordarse que hubo igualmente muestras de solidaridad de centrales sindicales extranjeras -por ejemplo, de las cuatro centrales sindicales peruanas (CGTP, CTP, CNT y CTRP) y las centrales mexicanas, colombianas y venezolanas. Este fenómeno responde a convicciones ideológicas, por cierto compartidas a nivel latinoamericano, que abordaremos más adelante.
Nada simbolizó mas apropiadamente la unidad nacional reaccionaria pergeñada por representantes patronales y sindicales, políticos burgueses, curas y militares, que el contingente embarcado hacia Puerto Stanley con motivo de la asunción del gobernador M. B. Menéndez el 7 de abril. El propio Videla encabezó la delegación, Bittel y Contín representaron a los principales partidos, J. Hirsch asistió por la UIA, F. Zorraquín por ADEBA, Ubaldini, Triaca, Baldasini y Etchezar por distintos sectores sindicales, y el monseñor Collino para salvaguardar las almas y el doctor R. Favaloro los emocionados corazones. La delegación asistió a la ceremonia, vertió las declaraciones patrioteras de rigor, compró souvenirs en el store de las islas y regreso al continente.[19]
Algunas organizaciones, dirigentes, personalidades e intelectuales se desgajaron, ciertamente, del consenso. Las Madres de Plaza de Mayo: “Las Malvinas son argentinas, los desaparecidos también”, se solidarizaron con las madres de los conscriptos y rechazaron la guerra. Personalidades de la cultura como Bayer, Viñas, Soriano, Cortázar y Borges hicieron oir su voz en el país o desde el extranjero. Intelectuales y grupos de izquierda menores denunciaron la guerra desde el exílio y aún desde un redoblado exilio interno. Religiosos disidentes como los obispos Nevares y Novak, dirigentes ligados a los derechos humanos como Perez Esquivel, y algunos otros, completan este otro contingente. Se trató, sin dudas, de un contingente minoritario.
Ahora bien: ¿qué repercusiones tuvieron la guerra de las Malvinas -y el consenso que alcanzara, prácticamente monolítico entre las dirigencias sociales y políticas- en las masas trabajadoras argentinas? La pregunta es clave pero su respuesta, compleja, escapa a los límites de este artículo. La principal respuesta espontánea, de apoyo a la guerra, fue la concentración inmediatamente posterior a la invasión. La movilización siguiente -aquella convocada por la dictadura el 10 de mayo- fue importante: unas 100.000 se reunieron en Plaza de Mayo en un clima abiertamente belicista. Pero lo cierto es que la aventura comenzó rápidamente a perder consenso y las movilizaciones de Luján y Buenos Aires con motivo de la visita papal, que sirvieron para expresar demandas de paz y reunieron cerca de un millón y dos y medio millones de personas respectivamente, opacaron en buena medida las anteriores manifestaciones de apoyo. La afirmación de que la clase trabajadora apoyó masiva y decididamente la aventura resultaría, en consecuencia, muy aventurada; posiblemente la pequeñoburguesía la haya respaldado con mayor ahínco. De todos modos, esta cuestión merecería un exámen mucho más detenido.
3. Las posiciones de la izquierda
La naturaleza reaccionaria de la aventura encarada por la dictadura y las posiciones adoptadas ante ella por los partidos políticos burgueses y la burocracia sindical exigían en aquella coyuntura una intervención de la izquierda que abrevara en su tradición clasista e internacionalista, que enfrentara al supuesto interés patriótico los intereses internacionales de los trabajadores como clase. Más concretamente, era necesario oponerse a dicha aventura y denunciar sus objetivos reaccionarios de corto y largo plazo, reclamar el retiro incondicional de las fuerzas armadas argentinas de las islas una vez que fueron invadidas y boycotear internacionalmente los preparativos bélicos de ambos bandos más tarde. El mejor resultado de la aventura desde la perspectiva de la izquierda era evitar la confrontación armada y resultante derramamiento de sangre por parte de ambos bandos, y forzar la retirada más vergonzosa posible de los militares argentinos de las islas, que profundizara la crisis del régimen y acelerara la incondicional retirada de la dictadura.[20]
Nada de esto fue planteado. Por el contrario, la izquierda se alineó masivamente detrás de la aventura, atribuyéndole erróneamente el carácter de guerra anticolonialista o antimperialista. Las razones que motivaron este alineamiento, contrario a los intereses de los trabajadores, deben ser analizadas cuidadosamente. Recurrir al expediente de una mera traición a los trabajadores, en sintonía con las posiciones socialdemócratas europeas ante la primera guerra y otros casos semejantes, debe ser rechazado como explicación. En efecto, hay razones ideológicas más complejas en juego -y errores acerca de la naturaleza de la cuestión Malvinas y otras cuestiones- de donde pueden inferirse las posiciones adoptadas, descartando así ese recurso a supuestas traiciones que suele sellar, sin debate, las diferencias en el seno de la izquierda. Lo primero en esto es trazar ciertas distinciones conceptuales entre las distintas posiciones adoptadas entonces por las organizaciones de izquierda.
(a) La primera posición es la meramente nacionalista y populista, adoptada principalmente por los Montoneros y la izquierda peronista y por el Partido Comunista Argentino. La posición de los Montoneros exilados llevó a su punto máximo el patrioterismo reinante en vastos sectores de la sociedad argentina: “La recuperación de las Islas Malvinas es una causa justa para la totalidad de la Nación Argentina. Independientemente de quién la haya protagonizado en primera instancia e independientemente de las intenciones que los hubieran animado”, declaraban en un documento de fecha 9 de abril. Los Montoneros respaldarían, en consonancia con esta posición, de manera directa la aventura militar: se ofrecerían en calidad de voluntarios para ir al frente, para “empuñar patrióticamente las armas” y “poner en vigencia el principio peronista de la nación en armas”, e incluso participarían en operaciones de inteligencia de la Armada destinadas a atentar contra buques ingleses amarrados en Gibraltar.[21] Esta posición de los montoneros presenta un problema particular: debería ser considerada como nacionalista a secas, antes que como de izquierda nacionalista, pues se inscribe en una línea de posiciones adoptadas por esta tendencia ante la dictadura, ciertamente coherentes, pero que no pueden ser calificadas como de izquierda. En efecto, durante el Mundial de Futbol de 1978 los montoneros habían enfrentado las campañas de los exilados argentinos por los derechos humanos considerándolas -en coincidencia con la propia contracampaña comandada por la dictadura- como anti-nacionales. Los montoneros habían convocado también a apoyar a la dictadura durante su enfrentamiento contra Chile, por el Canal de Beagle, que casi culmina en una guerra en 1979. La casi-guerra por el Beagle y la guerra de Malvinas pueden ser analizados como conflictos equivalentes desde una perspectiva geopolítica nacionalista -puesto que en ambos estaba en juego el control del Atlántico Sur-, pero son considerados distintos aún por las variantes más nacionalistas de la izquierda -puesto que sería un disparate completo atribuir un carácter anticolonialista o antimperialista a una guerra con Chile.[22]
También el Partido Comunista apoyó acríticamente la aventura. Se solidarizó con la invasión de las islas y su posterior defensa militar en un documento aparecido en junio. Si bien esta posición de los comunistas argentinos puede explicarse en parte por razones ideológicas, que analizaré más adelante, es preciso señalar aquí que indudablemente intervinieron en su adopción consideraciones mucho más pragmáticas, vinculadas con los estrechos vínculos comerciales desarrollados entre la dictadura argentina y la ex-URSS. En tanto el Partido Comunista operó en esta coyuntura, como en otras, a la vez como partido político y como representante informal de los intereses nacionales soviéticos, sus posiciones ante la guerra -y ante la dictadura en general- respondieron, por lo menos en parte, a los intereses de los burócratas moscovitas de preservar sus importaciones de cereales argentinos (la misma razón explica, por oposición, el distanciamiento de los maoístas locales, por lo demás tan nacionalistas y populistas como sus pares del PC, respecto de dicha guerra).
En esa misma senda marcharon varios de los partidos comunistas foráneos, siendo su más sorprendente expresión la recepción brindada al canciller de la dictadura por Fidel Castro, en La Habana, en pleno conflicto bélico. Castro caracterizó explícitamente, en su entrevista del 2 de junio con Costa Méndez y comitiva, la aventura como una guerra de liberación nacional y comprometió su respaldo diplomático.[23]
(b) La segunda posición atribuyó igualmente carácter anticolonialista o antimperialista a la guerra, pero pretendiendo diferenciarse de manera clasista del nacionalismo y el populismo de la primera. Ambas posiciones se sustentaron en la prioridad otorgada a la tarea de liberación nacional, de hecho, pero mientras la primera considera tradicionalmente que una alianza entre los trabajadores y la burguesía nacional llevaría adelante esa tarea -y en todo caso, y en una segunda etapa, los trabajadores llevarían adelante las tareas socialistas-, la segunda entiende que la burguesía es incapaz de llevar adelante la tarea de liberación nacional hasta sus últimas consecuencias y ubica a los trabajadores como sujeto de la misma -en una dinámica que es a la vez antimperialista y socialista. La segunda posición fue adoptada, naturalmente, por los partidos trotskystas.
Los dos principales partidos trotskystas argentinos sintetizaron esta posición en sendos curiosos silogismos. El entonces Partido Socialista de los Trabajadores razonó en un texto: “Inglaterra es un país imperialista. Argentina es un país semicolonial. En cualquier enfrentamiento entre un país imperialista y uno semicolonial, los trabajadores combatimos siempre del lado del país colonizado”. Un artículo de Política Obrera sostuvo por su parte: “El apoyo a la nación oprimida debe ser incondicional, lo que significa: independiente del gobierno que circunstancialmente la dirige”.[24]
Ambas tendencias caracterizaban a la Argentina como país colonial o semi-colonial y vinculaban la cuestión de las Malvinas con dicha situación de dependencia. “Argentina es una nación oprimida por el imperialismo; la cuestión Malvinas es un aspecto de esa opresión”, rezaba otro artículo de Política Obrera. Y caracterizaban a las fuerzas armadas gobernantes como agentes del imperialismo anglo-yankee: “el Estado argentino que emprende la recuperación de las Malvinas está en manos de los agentes directos o indirectos de las potencias extranjeras que someten a nuestra nación”, se lee en dicho artículo.[25] De manera que explicar su posición ante la guerra exigía a la izquierda trotskysta entrar en un verdadero galimatías donde los militares argentinos, agentes del imperialismo, habían iniciado una guerra antimperialista, pero la traicionarían debido a su propia naturaleza, de manera que la tarea de la izquierda era encabezar la profundización del enfrentamiento abierto con el imperialismo, llevándolo hasta su término en manos de la única clase consecuentemente antimperialista, la trabajadora.
Las posiciones de la izquierda ante la guerra, arriba sintetizadas, se cimentaban en una serie de supuestos que, en buena parte, trascienden ampliamente aquella coyuntura -y merecen ser objeto de una crítica que igualmente trasciende los límites de este artículo. Sin embargo, trataré de exponerlos y discutirlos -sumariamente- de una manera ordenada en lo que sigue.
En primer lugar, y este es sin dudas el punto fundamental, subyace a estas posiciones una incorrecta visión de la formación económico-social argentina y de las tareas de la izquierda ante ella. La Argentina es un país capitalista, de desarrollo medio, políticamente independiente, y las tareas de la izquierda argentina son tareas fundamentalmente anticapitalistas. La caracterización de la Argentina como una colonia es manifiestamente un abuso categorial que implica desconocer las diferencias existentes entre modalidades de inserción subordinada en el mercado mundial distintas en su naturaleza y en su vigencia histórica. La Argentina deja de ser una colonia, sencillamente, con su emancipación respecto de España. También su caracterización como una semi-colonia es problemática. La categoría de semi-colonia, trostkysta, apuntó en su momento a caracterizar a ciertos países económicamente dependientes que, en virtud de ciertos acuerdos, refuerzan políticamente dicha dependencia.[26] Sin embargo, resulta ser en sí misma una categoría problemática (¿en qué sentido acuerdos que, a menudo, eran estrictamente comerciales, modificaron la naturaleza de las relaciones políticas entre naciones periféricas y centrales?) y, en todo caso, una categoría para nada aplicable a la Argentina tras la desintegración de una de las últimas modalidades de pervivencia del imperio británico, los acuerdos de relaciones comerciales preferenciales.
Esta problemática merecería, sin duda, un tratamiento mucho más detenido. Sin embargo, es necesario advertir aquí que el uso dogmático de ciertas categorías y, con más razón, la mera extrapolación de categorías con fines propagandísticos -cara a las vertientes nacionalistas y populistas de la izquierda- se esconden detrás de estas caracterizaciones.
Pero ciñiéndonos más a nuestra temática, es importante advertir que dichas caracterizaciones determinan -como no puede ser de otro modo- las concepciones acerca de los intereses, las tareas políticas y las limitaciones de las clases sociales que operan como sujetos en la sociedad argentina. A saber: reducen a casi nada la autonomía de la burguesía y sus emisarios políticos -en este caso, las fuerzas armadas, reducidas a meros agentes del imperialismo-, proyectan hacia el exterior las causas de la explotación y la opresión internas, tienden a diluir los antagonismos de clase en conflictos nacionales y terminan subordinando los intereses y la política de la clase trabajadora a intereses y políticas burguesas. La política de la izquierda en la guerra de las Malvinas es un caso de este problema más general.[27]
En segundo lugar, aunque pusiéramos entre paréntesis lo anterior, sería disparatado considerar que la principal relación de subordinación de la Argentina a comienzos de la década de 1980 se daba respecto de Gran Bretaña. Ya durante la década de 1920 comienza a revertirse la relación de asociación subordinada que la Argentina de 1880-1914 había mantenido con Gran Bretaña -las inversiones norteamericanas crecían más rápido y se radicaban en sectores más dinámicos que las británicas, ancladas a los ferrocarriles y los servicios, y las importaciones procedentes de los EEUU eran tecnológicamente más avanzadas que las británicas, centradas en los textiles y el carbón. Durante la década infame de 1930-1943 se profundiza este proceso, aunque la clase dominante argentina mantuvo su estrategia de asociación con Gran Bretaña simbolizada por el pacto Roca-Runciman y Gran Bretaña siguió siendo el primer importador de productos locales, y el primer exportador de mercancías y capitales a la Argentina pasa a ser Estados Unidos. La II Guerra Mundial selló definitivamente este ocaso de la hegemonía británica.[28]
Por supuesto, todo esto no escapa a nadie. Sin embargo, la izquierda planteó durante la guerra de Malvinas la tarea de derrotar al imperialismo inglés en la Argentina. Sus vertientes más nacionalistas evocaron sucesos como las invasiones inglesas, en una analogía sin sustento alguno. Otras tendencias identificaron como su enemigo al imperialismo anglo-yankee, pero esto merece ser analizado más detenidamente. Ante todo es necesario advertir la naturaleza problemática de categorías como ésta, que inducen una visión conspirativa en la que grandes potencias imperialistas actúan mancomunadamente en la opresión de países dependientes, omitiéndose la diversidad de intereses y los potenciales conflictos existentes entre esas mismas potencias imperialistas. Atendiendo al caso de la guerra de las Malvinas, no operó en el conflicto ningún sujeto que podamos denominar propiamente “imperialismo anglo-yankee”. Los intereses de los británicos y norteamericanos en el conflicto y por ende las políticas desarrolladas por ambas potencias no coincidieron. El gobierno thatcheriano era el principal aliado de Reagan en Europa, ciertamente, pero la dictadura argentina bajo las administraciones de Viola y Galtieri era igualmente uno de los primeros aliados de Reagan en Latinoamérica. Tras el ascenso de los republicanos al gobierno de los Estados Unidos -y el fin del embargo Humphrey-Kennedy sobre armamentos y de las denuncias por las violaciones a los derechos humanos que signaron la política exterior de Carter-, las relaciones entre Buenos Aires y Washington mejoraron notoriamente. Se sucedieron varias visitas cruzadas entre importantes hombres de estado de ambos lados y las cuestiones de seguridad continental -es decir, del aplastamiento de los movimientos de liberación, en particular centroamericanos- ocuparon un lugar privilegiado en las agendas, incluido el proyecto de constitución de una OTAS.[29]
En pocas palabras: cuando los Estados Unidos se enfrentaron con el hecho de la invasión a las Malvinas, se encontraron ante el inicio de un conflicto, contrario a sus intereses, entre dos regímenes aliados. Esto se expresó claramente al interior del gobierno norteamericano: A. Haig, que había sido consejero militar de Nixon y comandante en jefe de la OTAN, encabezó una fracción proclive a alinearse con Gran Bretaña; J. Kirkpatrik, que había criticado duramente la política carteriana hacia Latinoamérica y defendido el apoyo norteamericano a las dictaduras anticomunistas de la región y al régimen racista sudafricano, encabezó a su vez una fracción pro-Argentina. Los Estados Unidos no impulsaron la invasión de las islas -como sostendrían posteriormente los militares argentinos, supuestamente “traicionados” por sus amigos del norte-, ni siquiera es claro que apoyaran sin reservas la constitución de una alianza sud-atlántica con la dictadura como protagonista -en ese caso, hubieran presionado diplomáticamente a Gran Bretaña para negociar la soberanía sobre las islas. Ya invadidas las islas, empero, no promovieron una resolución militar del conflicto -como sostendrían los militares argentinos, y otros, denunciando posteriormente las gestiones mediadoras norteamericanas como “dilatorias”. Una derrota de Gran Bretaña -por supuesto, a través de una negociación que tendiera a restablecer la soberanía argentina sobre las islas ante el hecho consumado de la invasión- atentaba contra la estabilidad política del thatcherismo y la estrategia de Londres era clara en este sentido: recuperar sin condiciones las islas. Una derrota de Buenos Aires -militar o diplomática- significaba el fin abrupto de la dictadura porteña. Ninguna de ambas salidas favorecía a los intereses Estados Unidos y no había una tercera alternativa. Y cuando el desarrollo del conflicto abortó la posibilidad de una salida diplomática definitivamente, los Estados Unidos optaron por su aliado más importante y seguro: la neoconservadora Gran Bretaña de la OTAN. Esto muestra no sólo que no puede hablarse de un “imperialismo anglo-yankee” en este caso, sino que ilustra asimismo la importante autonomía con que operó la dictadura, no sólo respecto de Gran Bretaña sino también de los Estados Unidos, inexplicable para la izquierda.
En tercer lugar, es ya imprescindible dejar esto en claro, la cuestión Malvinas no está significativamente vinculada al carácter subordinado de la Argentina respecto de ninguna potencia extranjera. Aunque la cuestión Malvinas sea ciertamente un resabio de relaciones coloniales, relaciones en abierto retroceso desde la II Guerra Mundial[30], es claro que no convertía a la Argentina en una colonia o semi-colonia de Gran Bretaña. Tampoco la posesión británica de las Malvinas implicaba una privación importante para la soberanía del pueblo argentino. Las Malvinas no eran pobladas por una porción del pueblo argentino -ni por una población autóctona, puesto que los falklandislanders o kelpers eran mayoritariamente británicos de orígen- bajo sometimiento a Gran Bretaña, como sería la situación típica de los pueblos coloniales que reclaman su independencia. Las Malvinas tampoco eran un territorio políticamente vital para la soberanía política del pueblo argentino sobre su territorio, ante potencias extranjeras, como los canales de Suez y Panamá para los pueblos egipcio y panameño. Y, en fin, las Malvinas tampoco eran un territorio económicamente importante para el desenvolvimiento del pueblo argentino, como la salida al mar usurpada al pueblo boliviano en la guerra del Pacífico. Los recursos económicos de las islas y mares adyacentes eran la cría extensiva de ganado ovino, pesca y petróleo. De estos recursos, sólo se explotaba efectivamente la ganadería con stocks que sumaban medio millón de cabezas. Las cuencas petroleras -de Magallanes, de Malvinas Norte y de Malvinas Sur- contienen reservas que por entonces se estimaban en unos 200 millones de barriles -cinco veces las del Mar del Norte. Pero requerían para su explotación, además de su comprobación a través de tareas exploratorias, grandes inversiones en avanzadas tecnologías que no resultaban rentables en un marco de precios internacionales a la baja tras el reflujo de la llamada crisis del petróleo de mediados de los setenta. La Argentina no contaba a comienzos de los 80 con esos capitales y esas tecnologías, ni con la posibilidad de concesionar la explotación a multinacionales, por tratarse de una zona en disputa. Con respecto de la pesca, buena parte de los stocks se encontraban fuera de jurisdicción nacional alguna -y buena parte de los stocks bajo jurisdicción argentina permanecían mientras tanto inexplotados.[31] Es claro, entonces, que la cuestión Malvinas era una reivindicación de integridad territorial relativamente secundaria que no tiene ninguna de las connotaciones más amplias que la izquierda -y el propio régimen- le atribuyeron.
En cuarto lugar, cabría evaluar la posibilidad de que la aventura de las Malvinas, aún careciendo de las connotaciones antimperialistas que le fueran atribuidas, pudiera haberse convertido en punto de partida de una acción antimperialista más amplia. Esta idea -que no deja de contener una importante cuota de oportunismo- subyace ciertamente a las posiciones de los partidos de izquierda ante la guerra. El que uno de los regímenes más reaccionarios del mundo fuera el sujeto de la aventura, el que su interés fuera consolidarse internamente a corto plazo y posicionarse a largo plazo internacionalmente en el marco de la guerra fría, el que incluso la propia recuperación de las Malvinas resultara secundaria para los intereses de los trabajadores, todo eso quedaría superado por la dinámica antimperialista que el conflicto con los británicos abriría en las masas. Se gestaría una nueva alianza antimperialista de clases, en las versiones populistas, o bien la clase trabajadora desplazaría a la burguesía claudicante en la dinámica misma del enfrentamiento con el imperialismo, en las versiones clasistas, y se abriría un proceso revolucionario.
Esta idea, bautizada de dialéctica, carece de asidero. Aunque escapa a los límites de este artículo criticarla detenidamente, es preciso advertir que supone que el punto de apoyo de la izquierda en la conciencia de los trabajadores son las convicciones antimperialistas de los mismos, las que serían radicalizadas por el desarrollo del conflicto. Este supuesto remite a una asimilación de la conciencia política (y los intereses materiales) de los trabajadores de un país capitalista de desarrollo medio como la Argentina a la de los pueblos nacionalmente sometidos, donde se desarrollan formas de nacionalismo revolucionario inexistentes en la Argentina.
Además, esta idea supone una separabilidad entre la dictadura, sus objetivos y la naturaleza de su aventura por un lado, y la dinámica política antimperialista supuestamente abierta por otro, que tampoco tuvo asidero. La guerra de las Malvinas fue, por así decirlo, una guerra de la dictadura hasta en sus más pequeños detalles. Se desarrolló en un escenario ajeno a toda posibilidad de intervención popular, exactamente al contrario de las guerras de liberación nacional -y el ofrecimiento de voluntarios para ir al frente realizado por algunas tendencias de la izquierda no significaba sino engrosar la carne de cañon de la dictadura. Se desarrolló además de una manera estrictamente burguesa en cuanto a las estructuras de mando, las tácticas militares, etc. Y desnudó, hasta en sus más mínimos detalles, la naturaleza genocida del régimen que la había emprendido, prolongando las miserias de la “guerra sucia”: conscriptos sometidos a torturas conocidas por las víctimas de la represión interna y desmanes contra los kelpers, conscriptos abandonados por sus mandos en el frente de batalla y mandos que se rinden sin disparar un tiro -como Astiz en las Georgias-, manejos discrecionales de abastos, incontables ineptitudes, jalonaron la aventura desnudando la naturaleza de una Fuerzas Armadas corruptas y cobardes adiestradas en años de represión interna contra un enemigo desarmado.[32]
4. A manera de conclusión
Las posiciones que la izquierda adoptara en aquella coyuntura son, por supuesto, materia histórica. La intención de este artículo es más bien aportar a la discusión de las posiciones políticas que la izquierda debe adoptar ante las consecuencias de la aventura y la pendiente -y agravada- cuestión Malvinas. En este sentido, dos cosas son claves: primero, exigir juicio y castigo a los militares responsables de la aventura, considerando a los conscriptos muertos y mutilados física o psicologicamente en las islas en un pié de igualdad con las víctimas de la represión interna; segundo, pugnar por una resolución pacífica del diferendo acorde a las necesidades de argentinos y malvinenses. El artículo tiene también una intención más ambiciosa: recordar la necesidad de discutir cuestiones de cuya resolución depende la estrategia completa de la izquierda socialista en la Argentina: ¿cómo debe caracterizarse la formación económico-social argentina y de qué modo se encuentra inserta en el mercado mundial?, ¿cuáles son las tareas de la izquierda argentina?, ¿cuál es la naturaleza del nacionalismo argentino? En definitiva, replantear críticamente viejas preguntas que la pesada carga de un nacionalismo hoy en crisis silenció durante décadas.
Notas
[1] Un análisis mucho más detenido se encuentra en La prueba de fuego: 1982, dictadura en guerra, mongrafía inédita que puede consultar quien se interese en el problema. Quiero explicitar la deuda de este trabajo con quienes, desde la izquierda socialista, desde el exilio interno o externo, tuvieron la lucidez para comprender el carácter reaccionario de la aventura y la valentía de denunciarla: A. Dabat, A. Gilly, C. A. Brocato, L. Rozitchner y otros. Por supuesto, hay diferencias, algunas de ellas importantes, entre sus interpretaciones de la guerra y la realizada en este artículo, y en todo caso de mis errores no son responsables.
[2] El primer y mejor análisis de estas motivaciones está en A. Dabat y C. Lorenzano: Conflicto malvinense y crisis nacional, México, Teoría y Política, 1982.
[3] J. Burns Marañón (en La tierra que perdió sus héroes. La guerra de Malvinas y la transición democrática en Argentina, Bs. As., FCE, 1992, cap.1) recorre detalladamente los antecedentes de la guerra.
[4] Acerca de la doctrina de la seguridad nacional ver la compilación La ideología de la seguridad nacional de S. M. Lozada, E. S. Barcesat C. M. Zamorano y J. J. Viaggio, Cid, Bs. As., 1983. R. Morgan en “Guerra, subversión y derechos humanos” (publicado en Dialéktica No7, Bs. As., 1995) actualiza la temática. Una breve cita permite entender la visión de los militares argentinos del problema: “La República Argentina, a partir de mediados de la década del ‘60, comenzó a sufrir la agresión del terrorismo que, mediante el empleo de la violencia, intentaba hacer efectivo un proyecto político destinado a subvertir los valores morales y éticos compartidos por la inmensa mayoría de los argentinos. Procuraba modificar la concepción que del hombre y del Estado tiene nuestra comunidad, conquistando el poder por medio de la violencia. Empleando el terror como medio para tomar el poder, se proponía llegar a la desaparición de la República como Estado democrático, jurídica y políticamente organizado, en una acción a nivel nacional e internacional” (“Documento final de la Junta Militar sobre la guerra contra la subversión y el terrorismo”, publicado como suplemento especial de Convicción el 29 de abril de 1983).
[5] Los periodistas del The Sunday Times P. Eddy y M. Linklater analizan este problema en Una cara de la moneda, Bs. As., Hyspamérica, 1983, tomo I, cap. 5. Periódicos de los meses previos a la invasión, por otra parte, reprodujeron artículos en que se trataba el proyecto de la OTAS y se consideraba, apenas veladamente, la posibilidad de invadir las islas (por ejemplo, en sendos artículos de J. Iglesias Rouco en La Prensa del 17 y 24 de enero y en uno de H. E. Lezama en Convicción del 27 de enero) y tras la invasión retomarían el tema (La Prensa del 3 de marzo, La Nación del 4 de marzo, etc.).
[6] Los británicos A. Gavshon y D. Rice, críticos respecto de la guerra y de las posiciones inglesas, interpretan erróneamente este proyecto de la OTAS como apenas una iniciativa norteamericana (en El hundimiento del Belgrano, Bs. As., Emecé, 1984, cap. 2).
[7] Sobre el desarrollo de las relaciones diplomáticas en la coyuntura previa a la guerra ver O. R. Cardoso, R. Kirschbaum y E. Van der Kooy: Malvinas, la trama secreta, Bs. As., Sudamericana-Planeta, 1984, cap. 1.
[8] A fines de 1980, el contralmirante retirado J. A. Fraga remarcaba en un artículo publicado en La Nación el “valor geopolítico importante” de las Malvinas en estos términos: “Como factor militar, controlan estos grupos de islas los accesos este y Sudeste al Mar Argentino y el Pasaje Drake -el problema del Canal de Panamá puede motivar su vigencia con mayor importancia-. Fueron un refugio de submarinos; sirven de apoyo para la Antártida y, en poder del enemigo, podrían amenazar puntos muy importantes de nuestro territorio, como Rio Turbio, Comodoro Rivadavia, Aluar, Sierra Grande y hasta Futaleufú”. Más adelante evaluaba la posibilidad de ocuparlas: “En otra oportunidad he afirmado que con un destructor de la Armada y una Compañía de Infantes se pueden ocupar las Malvinas y las Georgias. Sólamente unos 30 Infantes de Marina constituyen la única fuerza capaz de oponerse. La acción sería fácil, el problema viene después. (…) Claro que, a lo mejor, llega el momento en que no hay más remedio”.
[9] ?Es necesario recordar que la invasión fue iniciativa argentina y no un acto de legítima defensa por una supuesta agresión británica contra miembros de una empresa comercial argentina en Georgias del Sur? -como sostuvo oportunamente el canciller Costa Méndez en la OEA el 26 de abril de 1982 y repite en Malvinas: ésta es la historia, Bs. As., Sudamericana, 1993.
[10] Un análisis minucioso de esta crisis se encuentra en La política económica de Martínez de Hoz de Schvarzer (Bs. As., Hyspamérica, 1986, primera parte).
[11] Un análisis detallado de la desintegración de la dictadura se encuentra en el libro colectivo La década trágica. Ocho ensayos sobre la crisis argentina 1973-1983, Bs. As., Tierra del Fuego, 1984.
[12] En “Las Malvinas, una guerra del capital”, incluido en la compilación antes citada, La década trágica, p. 186.
[13] Un excelente desenmascaramiento del discurso de la dictadura sobre la guerra se encuentra en un folleto de la época escrito por Brocato, «?La verdad o la mística nacional?», reproducido en los números 258 y 261 de la revista Nueva Presencia durante 1982.
[14] La cita del discurso de Costa Méndez está tomada de Clarín del 27 de abril de 1982. El familiar de un conscripto razonaría: “Si a mi primo lo mataron en el 76 porque tenía en el cuarto letreros grandes que decían: Muera el imperialismo! Abajo el colonialismo! entonces, por qué a mi hermano lo mandan al frente de guerra para pelear por esas cosas? No son acaso los mismos los que hicieron una y otra cosa?” (en D. M. Bustos: El otro frente de la guerra. Los padres de las Malvinas, Bs. As., Ramos, 1982).
[15] Sobre los medios de comunicación durante la guerra apareció recientemente un análisis: Malvinas: el gran relato. Fuentes y rumores en la información de guerra, de L. Escudero.
[16] Estas y otras declaraciones son minuciosamente recopiladas por A. Alonso Piñeiro, un vocero de los militares, en Historia de la guerra de las Malvinas, Bs. As., Planeta, 1992, cap. VI. La minuciosidad del autor se relaciona con su indignación con el triste destino de los militares en esta cuestión, como en relación a las violaciones a los derechos humanos: los militares actúan respaldados por la burguesía cuando son necesarios y son denunciados por esa misma burguesía una vez los considera innecesarios.
[17] Documento emitido en México, D. F., con fecha 10 de mayo de 1982, reproducido por L. Rozytchner en Las Malvinas: de la guerra “sucia” a la guerra “limpia”, Bs. As., CEAL, 1985, p.105-116. León Rozitchner hizo una demoledora crítica de esta y otras posiciones de exilados de izquierda, de orientación socialdemócrata, que subordinaron la denuncia del régimen a la razón de estado. La socialdemocracia más orgánica -la Internacional Socialista- reaccionó en esta coyuntura a la manera tradicional: apoyando a la Argentina en sus secciones latinoamericanas y a Gran Bretaña en las europeas -algunas desde el gobierno, como la francesa de Mitterrand.
[18] Documentos reproducidos en A. Abós: Las organizaciones sindicales y el poder militar (1976-1983), Bs. As., CEAL, 1984, apéndice estadístico. Ver, asimismo, el cap. XIV acerca de los alineamientos de la burocracia sindical ante la guerra.
[19] La adhesión de sindicatos latinoamericanos fue informada por Clarín, 28 de abril de 1982; la visita a las islas fue detenidamente tratada como un emocionante acontecimiento por la revistaLa Semana del 15 de abril.
[20] La derrota de los militares argentinos tuvo parcialmente ambos efectos, aunque a un precio sangriento. Esto no significa, naturalmente, afirmar que la transición hacia el régimen democrático fue un producto sin más de la derrota malvinense -como afirmara la señora Thatcher en cierta oportunidad-; eso significaría desconocer la importancia de la lucha contra la dictadura, librada por el publo argentino desde mucho antes de que se invadieran las islas. Este punto se encuentra analizado en mi artículo “El huevo y la serpiente. Notas acerca de la crisis del régimen democrático de dominación y la restructuración capitalista en Argentina, 1983-1993”, escrito en colaboración con E. Glavich y publicado en los números 16 y 17 deCuadernos del Sur, octubre de 1993 y mayo de 1994.
[21] El documento de los montoneros es citado por A. Dabat en la obra arriba citada, p.204. La “operación Gibraltar” fue tratada por M. L. Avignolo en “Malvinas: los secretos de la guerra”, dossier de Clarín del 31 de marzo de 1996.
[22] No obstante, la mitología nacionalista inventó un mecanismo para hacerlo y es la -para denominarla de alguna manera- “concepción del imperialismo por interpósita persona”, sustentada en considerar a todos los países fronterizos como agentes del imperialismo. Uruguay es el célebre caso de supuesto país agente inglés, pero durante la guerra de Malvinas esta agencia fue públicamente transferida a Chile.
[23] El documento del PC en cuestión es Malvinas, batalla por una nueva Argentina, firmado por A. Fava (ver Dabat, op.cit., p. 201). La visita de Costa Méndez a Fidel Castro es descripta por los periodistas de Clarín O. R. Cardoso, R. Kirschbaum y E. van der Kooy en Malvinas, la trama secreta, Bs. As., Sudamericana-Planeta, p. 269 y siguientes. (La paradoja más impactante es que eran precisamente los sectores más anticastristas de los EEUU los que apoyaban la posición argentina -incluido el senador Helms, hoy promotor de la ley de embargo a Cuba.) Cuando EEUU decidió apoyar a Gran Bretaña, los soviéticos proveyeron información satelital y -mediante triangulación con Khadafi- armas a la Argentina.
[24] Las citas corresponden a artículo publicado en Política Obrera del 12 de junio reproducido en la revista Internacionalismo No5 de agosto-octubre de 1982 y un documento del PST transcripto por Dabat en la obra citada, p. 205. El mayor referente del movimiento trotskysta internacional, el Secretariado Unificado de la IV Internacional, adoptó asimismo esta posición de apoyo a la Argentina.
[25] Ambas citas corresponden a un artículo de Política Obrera del 5 de abril, reproducido también en InternacionalismoNo 5. La concepción más extrema de las fuerzas armadas como meros agentes del imperialismo es aquella que las considera como ejército de ocupación. En una revista vinculada al MAS puede leerse: “en el período 76-82 las fuerzas armadas actuaron igual que los ingleses en Malaya e Irlanda, o los franceses en Argelia o los yanquis en Vietnam o los soviéticos en Afganistán. Las fuerzas armadas actuaron como un ejército de ocupación usando como pretexto los crímenes terroristas, reprimieron al pueblo y fueron el instrumento que utilizaron Martínez de Hoz, Videla, Massera, etc., para aplicar una política al servicio de los EEUU, que nos dejó la deuda externa y el país en ruinas” (Malvinizar No 2, noviembre de 1989).
[26] N. Moreno explicaba dicha distinción en estos términos: “hemos propuesto tres categorías: dependientes, semicoloniales y coloniales. Dependiente es el país que políticamente es independiente, es decir, elige a sus gobernantes, pero desde el punto de vista de los préstamos, el control del comercio o de la producción exterior depende económicamente de una o varias potencias capitalistas. Semicolonial es el que ha firmado pactos de tipo político o económico que cercenan su soberanía, sin quitársela totalmente. Y colonial es el que ni siquiera elige su gobierno, ya que el mismo es impuesto o controlado por un país imperialista” (en Método de interpretación de la historia argentina, Bs. As., Teoría y Crítica, p. 47). La Argentina pasaría a ser una semi-colonia británica con el firma del pacto Roca-Runciman, sumándose a las otras naciones que firmaron el pacto de Ottawa (idem, cap. V). Adviértase que, aún aceptando esta categorización, la desintegración del imperio británico -que ya comienza menifiestamente tras la crisis del 30- revertiría esta naturaleza semi-colonial de la Argentina más tarde.
[27] Nuevamente es A. Dabat en el libro citado (parte Y) quien realiza el análisis más serio de esta problemática y su relación con la guerra de Malvinas.
[28] Un análisis de este traspaso de hegemonía se encuentra en M. Rapoport: Gran Bretaña, Estados Unidos y las clases dirigentes argentinas 1940-1945, Bs. As., Belgrano, 1981 y M. Rapoport y C. Spiguel: Estados Unidos y el peronismo. La política norteamericana en la Argentina 1949-1955, Bs. As., GEL, 1994. Irónicamente, el mutuo congelamiento de fondos -intensamente reclamado por la izquierda en 1982- arrojó que los activos argentinos inmovilizados por Gran Bretaña sumaron un monto tres veces mayor que los activos ingleses inmovilizados por Argentina. “El total de las inversiones británicas en el país se estimó en cerca de 400 millones de dólares, apenas un tercio o menos de los activos financieros argentinos en Gran Bretaña” escribe el entonces ministro de economía, R. Alemann, en “La política económica durante el conflicto austral. Un testimonio”, en Revista de Economía No 35, Córdoba, diciembre de 1982, p. 76.
[29] Esta coyuntura es analizada detenidamente por los periodistas P. Eddy y M. Linklater en la primera parte del libro antes citado
[30] Paradójicamente, la consideración jurídica de las Malvinas como una colonia británica es obra de los propios británicos (incluidas en la res. 1514 de la ONU de 1960, que enmarcaba los procesos de descolonización abiertos tras la II Guerra, mediante la famosa res. 2065 de 1966). Ver al respecto B. Del Carril: La cuestión de las Malvinas, Bs. As., Hyspamérica, 1986. Aunque no es una obra desinteresada, porque en consecuencia su descolonización no implicaría transferirlas a la Argentina, sino declararlas independientes.
[31] Aunque no altera el eje de la argumentación, es preciso señalar que la importancia de las Malvinas se modificó posteriormente. Tres son las modificaciones principales: a) los británicos establecieron en las islas un relativamente poderoso destacamento militar -que debe contabilizarse como una más de las nefastas consecuencias de la aventura, b) avanzó la explotación petrolera, para la cual Gran Bretaña inició negociaciones con Argentina en 1995 (ver La Nación, 1/10/95) y c) avanzó sensiblemente la explotación de los stocks pesqueros -puestos bajo control del Camelar en 1986- y se sucedieron conflictos sobre el cobro de derechos de pesca (del calamar illex y la merluza negra) entre Gran Bretaña y Argentina desde comienzos de 1996 (ver Clarín, 3/3/96).
[32] Nadie puso de manifiesto estos vínculos entre la naturaleza de la dictadura y la naturaleza de su guerra más lucidamente que L. Rozytchner en el libro antes citado. En testimonios como los reunidos por D. Kon (Los chicos de la guerra. Hablan los soldados que estuvieron en Malvinas, Bs. As., Galerna, 1982) y en los análisis más detallados del desarrollo de la guerra misma como el de M. Hastings y S. Jenkins (La batalla por las malvinas, Bs. As., Emecé, 1984) pueden rastrearse estos vínculos.