LA INVESTIGACIÓN EN HISTORIA: ¿DISCIPLINA CIENTÍFICA O CORPORACIÓN PROFESIONAL?

en Revista RyR n˚ 5

El trabajo de Nicolás Iñigo Carrera trata de la relación que se establece entre los tres términos que encabezan esta sección, en el ámbito específico de la producción historiográfica.
Es parte de la tradición de Razón y Revolución el examinar críticamente los fundamentos teóricos y políticos de la tarea intelectual. Esperamos que este artículo sirva para alentar el debate sobre el sentido de la producción historiográfica y de la tarea del historiador.

Por Nicolás Iñigo Carrera (historiador y director del Programa de Investigación sobre el Movimiento de la Sociedad Argentina)

«Señor mío, la categoría de maestro en canto no se alcanza en un día (…) ¡Si, bien que querría yo mismo llegar a ser ‘cantor’! ¿Pero quién podría creer lo que cuesta? ¡A ver quién se aprende todos los tonos y los modos de los maestros, los fuertes y los suaves, que son muchos en nombre y número! El tono ‘corto’, el ‘largo’ y el ‘extralargo’. El aire del ‘papel de escribir’ y de la ‘tinta negra’ (…) No se pueden cambiar el ‘floreo’ y la ‘coloratura’, y cada adorno debe ir donde indican los maestros (…) Cuando os elevéis a la categoría de ‘cantor’ y podáis cantar correctamente los tonos de los maestros, si sois capaz de versificar colocándolo todo en el lugar correcto que exige un modo magistral, entonces alcanzareis la calidad de ‘poeta'» (Richard Wagner; «Los maestros cantores de Nuremberg»).

¿Qué relación puede haber entre los Maestros Cantores alemanes de los siglos XV y XVI, su organización y su manera de practicar su arte y las corrientes dominantes entre los historiadores profesionales argentinos de finales del siglo XX[1], que justamente aparecen levantando como bandera del hacer una «buena historia» el rechazo de toda escolástica, y la reivindicación del eclecticismo?

Las ideas dominantes sobre qué es hacer una «buena historia»[2]

            Sus cultores señalan dos rasgos principales: 1) el eclecticismo y 2) el atenerse a criterios que se enuncian como académico profesionales más que políticos. Atrás ha quedado la “historia social” de los ’60, que, desde esa perspectiva, resultaría insuficiente. Sin embargo, salta a la vista que la nueva denominación constituye una involución conceptual en tanto borra el intento por señalar una primacía explicativa del movimiento de lo social como totalidad sobre los aspectos parciales, tanto individuales como colectivos, sean políticos, económicos o ideológicos, analizados per se, tal como predominaba en la historiografía argentina anterior a los ’60. Y su reemplazo por un nombre vacío de cualquier contenido conceptual u objetivo, que conlleva un juicio de valor subjetivo. Es de suponer que todo el que realiza algún trabajo de investigación histórica, no importa cuál sea el instrumental que utiliza (incluso si fuera débil o inadecuado) debe pensar que está haciendo una “buena historia”, porque si no, utilizaría otro instrumental. En definitiva el hablar de “buena historia” sólo muestra la indigencia conceptual que la sustenta, frente a lo que sostenía la “historia social” de los ’60. Pero esa indigencia conceptual no es fruto de la ignorancia sino una deliberada toma de posición. Es justamente el gene-ralizado eclecticismo reinante lo que lleva a abandonar el nombre de Historia Social (que destacaba una orientación teórico-metodológica que enfatizaba el lugar de los procesos sociales en la explicación de los fenómenos políticos, jurídicos e ideológicos) para reemplazarla con un nombre en apariencia desprendido de toda adscripción teórica. ¿En qué consiste este “eclecticismo»?

            Todo conocimiento científico, en tanto es conocimiento acumulado producido socialmente (aunque se personifique en determinados individuos), va incorporando los avances que se van realizando a un cuerpo de conocimiento. Esto significa que desde un cuerpo teórico pueden incorporarse conocimientos producidos desde otros cuerpos teóricos, en la medida en que una lectura crítica haga coherente esa incorporación. Un buen ejemplo de esto es la utilización crítica que hace Marx del conocimiento acumulado en su época por la economía política inglesa, la filosofía alemana y el socialismo francés para construir el conocimiento acerca de las leyes (tendencias) que rigen el movimiento de la sociedad capitalista, que constituyen la teoría elaborada por él y Engels. Otro ejemplo lo constituye la incorporación de elementos de la teoría de Karl von Clausewitz sobre la guerra que hacen distintos teóricos marxistas para analizar procesos de lucha de clases.

            Un tercer ejemplo, por cierto menos respetable, es la apropiación que hacen de los avances producidos por Marx, Engels y sus continuadores en el conocimiento de la economía y sociedad capitalistas, otras escuelas de pensamiento económico y sociológico, sin reconocer su origen. Por ejemplo, el «descubrimiento» de la necesidad de la existencia de una cierta masa de desocu­pados para que exista el sistema capitalista, presentada hoy como novedad y ya señalada por Marx hace casi un siglo y medio, basándose en estudios anteriores que cita en su obra El Capital. En síntesis, si se siguiera la argumentación hoy dominante, todo cuerpo de cono­cimiento sería ecléctico.

            Pero cuando se pasa a la aplicación de ese «eclecticismo» lo que se encuentra no es la incorporación de conoci­mientos obtenidos desde distintos orígenes teóricos a un cuerpo teórico que ordena al conjunto de los conocimientos alcanzados sino la negación práctica de toda teoría. Esto se vincula directamente con la afirmación de la imposibilidad de intentar conocer la totalidad. Es decir, se postula la producción de supuestos conocimientos, fragmentados al infinito, pequeñas parcelas sin conexión entre sí. Por consiguiente, no hay siquiera un intento de aproximación a conocer esas parcelas realmente, ya que la suma de los fragmentos no permite el conocimiento del todo y ni siquiera de cada fragmento, en tanto éste es parte de un todo.

            Este tema nos conduce directamente al problema del papel de la teoría en la investigación científica de la historia. En tanto la realidad no es evidente requiere del conocimiento científico, y éste sólo es posible utilizando herramientas teóricas. Si bien es cierto que los problemas que se plantea un investigador están siempre, de una manera u otra, vinculados a la realidad social en la que está inserto, también es verdad que la observación de la realidad, por sí misma, y en tanto la realidad no es evidente, no permite la formulación de problemas científicos. En todo caso la realidad plantea interrogantes, algo que se desconoce, pero para que esta ignorancia se plantee como problema científico es necesario formularlo como tal, es decir, a partir de una teoría científica. La formulación de problemas parte de los cuerpos de conocimientos acumulados por la humanidad, de cuerpos teóricos. Es desde ese conocimiento acumulado que se observan los hechos de la realidad. En el campo de la investigación científica ese conocimiento acumulado lo constituyen las teorías científicas. Pero para la “buena historia” las teorías científicas han sido reemplazadas por “criterios específicamente historiográficos”, asentados más en lo académico que en lo político.

            ¿Cuáles son estos criterios? Acá nos tropezamos con un obstáculo: Como, según se nos dice, se trata de criterios vivos, que no derivan de un principio dogmático sino de la práctica, escurridizos como anguilas, parecen escapar a cualquier intento de enunciación: sus mismos cultores afirman que es difícil definirlos.

            Sin embargo, algo queda claro y es repetido cada vez que se puede: los criterios no pasan por los llamados «paradigmas», sobre todo si estos paradigmas apuntan a explicar la totalidad. Con lo que se reafirma la renuncia a conocer el todo. Lo que implica de hecho, como ya dijimos, la renuncia a conocer las partes, en la medida en que las partes sólo adquieren significación si se conoce el lugar que ocupan en el todo.

            Esta es, desde mi perspectiva, la principal característica que, desde un punto de vista espistemológico, tiene esta “buena historia”: la renuncia a la posibilidad del conocimiento científico de la historia. No renuncia a reunir información, no renuncia a describir (mal o bien) hechos aislados, no renuncia a opinar sobre esos hechos siguiendo las inclinaciones y simpatías que tenga el historiador, pero sí renuncia a conocer los procesos totales en que se insertan (el movimiento general de la sociedad), y las tendencias (leyes) que los rigen.

            Ahora bien, los criterios de la “buena historia”, aunque de difícil enunciación, existen. Y según sus mismos partidarios se los ve funcionar eficazmente en cualquier instancia o cir­cunstancia en que algo es evaluado por la comunidad de historiado­res. Son los dictámenes de lo que se denomina la comunidad de historiadores los que van estableciendo cuáles son las prácticas historiográficas que se deben seguir, aparentemente por fuera de lo político, es decir, de cualquier interés político de cualquier clase o fracción social. Es la comunidad de los historiadores la que determina cuál es la verdad histórica.

            No se puede decir que el planteo sea original. Por el contrario, expresa las tendencias que, con el argumento de superar el positivismo, hoy se pretende imponer en el campo científico (no sólo del conocimiento de la historia) para negar la posibilidad de tener la verdad como meta. La “verdad” en cada momento es lo que determina la comunidad científica. Y a la vez, al no haber criterios objetivos, bajo la supuesta defensa de una “pluralidad” de opiniones sobre los hechos se niega la existencia de la realidad más allá del sujeto que conoce, la posibilidad de un conocimiento que tenga la verdad como meta y la existencia de distintos grados de aproximación a esa verdad.

La corporación de los historiadores

            Por eso, no debe sorprender que cuando se explicitan los criterios, éstos no se refieran al método de la ciencia sino a la conducta de los historiadores. Incluyen una “expecta­tiva de comportamiento racional” y la “aceptación de un conjunto de normas de convivencia que configuran un código ético”.

            De manera que finalmente todo se reduce no a cómo se conoce sino a cómo nos comportamos profesionalmente. En síntesis, racionalidad y ética de los profe­sionales de la historia y no criterios para construir un conocimiento lo más aproximado a la verdad que sea posible. Criterios de racionalidad y ética que tampoco se definen (están implícitos, se nos dice), pero que se aplican. Y que, aunque implícitos, terminan siendo caracterizados por dos rasgos, que a poco andar aparecen como contradictorios.

            El primero es que estos criterios tienen su asiento más en lo académico que en lo político. Lo político es explícitamente rechazado porque crea una tensión con lo académico; una tensión entre rigor y compromiso. No hace falta decir que este rechazo de por sí implica una política.

            Pero, más aún, el segundo criterio es explícitamente político: la “confianza en la democracia”; por supuesto una democracia abstracta, sin contenido social ni histórico concreto de ningún tipo. Criterio tan abstracto en su enunciación (y tan concreto en los hechos) que puede ser compartido por cualquiera que enuncie su adhesión, no importa cuál haya sido o sea su práctica. Es así como se puede llegar, desde esa perspectiva, a un balance que enfatiza que “tenemos” una profesión con estándares de calidad internacional[3] y que puede existir independientemente de las apetencias de la sociedad, es decir, aislada, encerrada en sí, como si esto fuera posible.

            En síntesis, lo que se considera como lo auspicioso que se ha logrado es la conformación de una corpora­ción, casi de un gremio medieval, que debe trabajar con criterios que no se enuncian, porque «son vivos» pero que son determinados por la misma corporación, aislada, encerrada en sí misma. Es verdad que la falta de enunciación de los criterios parece distinguirlo del gremio medieval. Pero los criterios existen, aunque sea enunciados por la negativa: no se debe intentar conocer la totalidad[4], no se debe vincular distintos campos de relaciones sociales (por ejemplo relaciones productivas con rela­ciones políticas), no se debe intentar conocer qué intereses se expre­san en los hechos analizados, etc. Y en consecuencia, terminan, de hecho, operando igual que “los tonos y modos de los maestros” de que hablaba Wagner.

            Lógicamente para un razonamiento que reduce una disciplina cientí­fica a una corporación, las principales preocupaciones terminan apuntando a las disputas por espacios ocupacionales y cargos dentro de la corporación y a la competencia con otras corporaciones (antropólogos, sociólogos, cientistas políticos) más que al contenido del trabajo de investigación. Y las confrontaciones científicas acerca de cuáles son las mejores herramientas teóricas para conocer la realidad son reemplazadas por disputas mezquinas por cargos. Y aunque todavía no ha sido enunciado, no es mucho lo que falta para que comiencen los intentos por lograr “leyes de incumbencia profesional” como ya lo ha hecho  la corporación de los sociólogos o pretenden hacer la de los antropólogos.

             Sobre esta base, la falta de una historia de conjunto, que responda a las demandas de la sociedad es una consecuencia obligada. En cambio se postula una historia que no tiene como meta el conocimiento científico sino la insersión laboral. Que no pretende aportar desde el campo del conocimiento científico a la superación de los problemas concretos que padece el pueblo, sino a lograr que algunos profesionales de la historia se inserten en el sistema social en las mejores condiciones posibles.

            En síntesis, una historia que termina aceptando lo que existe como «lo natural», “lo posible”, lo que se corresponde con un período histórico regresivo. Una historia que impide también el desarrollo del conocimiento científico, porque éste es universal y totalizador por definición en tanto busca regularidades, aún en el estudio del «hecho singular e irrepetible» que sólo puede ser tal con relación a regularidades. Y que tampoco contribuye al desarrollo de una fuerza social que exprese los intereses populares, en la medida en que los problemas que se plantea y los caminos que elige para resolverlos pretenden estar alejados de los requerimientos de la sociedad.

            Lejos del conocimiento científico, lejos del pueblo, parecería que a esta historia corporativizada, propia de un gremio medieval, sólo le cabe la respuesta que Wagner puso en boca de Hans Sachs: «(…) no deberíais nunca arrepentiros de que (…) en lugar de tolerar que se os acerque el pueblo, fuerais vosotros quienes os volvierais hacia él, descendiendo desde vuestro alto nimbo de maestros (…) si permitierais que él os dijera si vuestra actividad le agrada (…) Que pueblo y arte florecen y viven a un mismo tiempo«[5]. Pero esto no es suficiente, como bien puede advertirse cuando se observan algunas de las alternativas que se plantean “frente” a las ideas dominantes.

“Ser la izquierda”… ¿de la corporación?

            Estas “alternativas” aparecen diferenciándose de “las expresiones neoliberales” (y de la “jerigonza marxistoide”) porque se proponen tener como interlocutores a los trabajadores. Los criterios que enuncia su “teoría” del conocimiento científico pasan por cotejar y confrontar el producto de sus investigaciones con los que consideran “sujetos” de las mismas, es decir, “los trabajadores y el pueblo”, lejos de los claustros, en los barrios y en las villas.

            En una primera mirada (superficial) nada parece más alejado de la corporación de los historiadores, del gremio al que parece encaminarse “la buena historia”. Sin embargo, si se analiza esta “alternativa” se puede concluir que, en muchos aspectos, esa diferencia es más aparente que real.

            En primer lugar, su punto de partida lo constituye la utilización de criterios basados en comportamientos individuales de los investigadores más que en criterios científicos de producción de conocimiento, para evaluar la producción científica. Para unos, la adscripción a la democracia en abstracto y el cumplimiento de un código de ética; para los otros, tener como interlocutores a los trabajadores. No hay duda de que tener un referente concreto, que remite a la clase social que contiene en sí la posibilidad de transformar la sociedad hacia una forma de organización social más avanzada (más humana) crea mejores condiciones para avanzar en el conocimiento científico de la sociedad: las clases dominantes sólo tratan de justificar situaciones dadas, no de conocer el verdadero movimiento de la sociedad.

            Pero tener ese referente no es suficiente: recuérdese sino el salto cualitativo que significó la superación del socialismo utópico por el socialismo científico tanto para el desarrollo de las luchas de la clase obrera como para el desarrollo del conocimiento científico sobre la sociedad, aunque ambos tuvieran como referente a los trabajadores. No basta con enunciar la adscripción al pueblo ni plantearse a los trabajadores como interlocutores para que estemos en presencia de investigación científica ni para que esta investigación esté puesta en función de los intereses del pueblo.

            Sobre todo cuando la experiencia reciente indica que muchas veces se pretende reemplazar la investigación, el análisis y la reflexión sobre la realidad, realizadas con herramientas teóricas, rigor metodológico y fuerte referente empírico, por la supuesta relación epistolar del “investigador” con un obrero, mateadas, u otros trucos semejantes.

            Pero, además, lo que parece querer presentarse como alternativa a las ideas dominantes en la corporación de los historiadores, coincide con “la buena historia” en cierto rechazo a la teoría como instrumento imprescindible para el conocimiento científico. Por eso plantea la necesidad de “repensar la teoría”, no de utilizarla como herramienta y guía para conocer. La teoría, en tanto conocimiento acumulado, está siempre en construcción; recordemos la vieja y certera observación “la realidad es más rica que la teoría”. Por lo tanto, no se trata de “repensar la teoría” sino de avanzar en el conocimiento científico, utilizando las herramientas que constituyen las teorías e incorporando los nuevos conocimientos que se van alcanzando a los cuerpos teóricos existentes.

Pero, y esto es lo que la experiencia señala como más frecuente, la referencia a “repensar la teoría” implica que no se la debe utilizar, al menos como un cuerpo totalizador, para no caer en dogmatismos. Así como con el argumento de rechazar los errores del positivismo se pretende imponer un relativismo y un subjetivismo que terminan negando la posibilidad del conocimiento científico, con el argumento de rechazar el mal uso de la teoría (el dogmatismo, negación de la ciencia) se termina negando el uso del cuerpo teórico como totalidad. ¿No se parece esto al rechazo de la teoría por la “buena historia”, incluso utilizando el mismo argumento del rechazo al dogmatismo?

Directamente vinculado a lo anterior está la renuncia a la búsqueda de la verdad científicamente comprobable implícito en la afirmación de que “nadie es dueño de la verdad”. Si consideramos que, en su acumulación, el conocimiento científico va alcanzando grados de aproximación a la verdad sobre los hechos que investiga, siempre hay algún conocimiento que está más próximo a la verdad. Por lo tanto, si existen distintas pretendidas explicaciones sobre un hecho, habrá entre ellas mayor o menor grado de aproximación a la posesión de la verdad, lo que deberá ser demostrado científicamente. Si nadie es dueño de la verdad, ni siquiera porque se aproxime más a una descripción con fuerza explicativa de los hechos de la realidad, se está afirmando que la realidad es incognocible o que existen tantas verdades como investigadores. ¿No se está invitando, por otra vía, al “eclecticismo”, en su peor sentido, al que nos referimos antes?

Finalmente, y en esto coinciden explícitamente con la evaluación que de la profesión se hace desde la “buena historia”, se plantea como una de las metas a alcanzar el afán por “desarrollarse profesionalmente” y “vivir de la profesión”, poniendo nuevamente el eje en el gremio de los historiadores (o de los científicos sociales, para el caso es lo mismo) más que en la búsqueda del conocimiento.

Por un desarrollo del conocimiento científico que tenga como meta la liberación nacional y social

            ¿Cuál debe ser nuestra meta? ¿Qué debemos hacer para alcanzarla? No se trata de volver a discutir la función social del intelectual. Tampoco es necesario volver a discutir, ya lo sabemos, que existen intereses encontrados en la sociedad, y que cada intelectual deberá decidir a qué intereses, y por lo tanto a que fracciones o clase social, a que campo, a que bando, tendrá como referente de su actividad como intelectual; y, por lo tanto, cuáles serán los problemas fundamentales que deberá abordar y con qué instrumentos. Menos aún cuando se termina cerrando el planteo sobre la función del intelectual o qué es ser de izquierda, en cómo nos ganamos la vida y con quién conversamos, sin cuestionar los fundamentos teórico-metodológicos de la historiografía oficial y repitiendo, de hecho, muchos de sus planteos.

Lo que debemos hacer como intelectuales, como científicos, es plantear con método científico los problemas reales de la sociedad argentina para construir un conocimiento que contribuya a resolver las cuestiones fundamentales. Si se hace hoy un análisis de situación hay dos rasgos que saltan a la vista: la Argentina es un país dependiente de capitalismo desarrollado.

En las dos últimas décadas esos dos rasgos se han acentuado. La nación está más sometida que nunca al imperialismo. Y mientras se ha potenciado la fuerza productiva del trabajo, el pueblo, la masa trabajadora y explotada, han sufrido un proceso de pauperización y de proletarización, que se corresponde con una centralización de la riqueza y de la propiedad en menos manos. Pero esta es una caracterización muy general ¿Cuáles son los problemas que debemos plantearnos para desarrollar esa caracterización? ¿Cómo se construye una fuerza social que tenga la capacidad de superar esta situación? Esos son los problemas reales que debemos plantearnos como científicos y como parte del pueblo. Y debemos hacerlo desde donde estemos, sea dentro o fuera de las instituciones académicas.

            En síntesis, no se trata de ser la izquierda de la corporación, peleando por espacios dentro del gremio, sino de contribuir a la formación de una fuerza social que tenga como meta la liberación nacional y social.

Septiembre de 1998


Notas

[1] Aunque el análisis que sigue está centrado en la investigación en historia puede extenderse, con las especificidades de cada disciplina, a las demás ciencias sociales. No se trata de volver sobre absurdas discusiones, tan en boga hace unos 30 años en la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Buenos Aires, sobre la primacía de una u otra disciplina (historia, sociología, economía) y que cada tanto reaparecen, cada vez más teñidas por el mezquino interés corporativo.

[2] Obviamente entre estos historiadores existen distintas corrientes. No vale la pena detenerse específicamente en los que niegan explícitamente cualquier posibilidad de conocer científicamente los procesos históricos. Tampoco en los apologistas confesos de la sociedad de comienzos del siglo XX, que ignoran deliberadamente la historia real.

[3] ¿Algo así como las Normas ISO 9000 de la producción historiográfica?.

[4] Y esto constituye una involución respecto del artesano, que sí tomaba su trabajo como una totalidad.

[5] Richard Wagner; «Los maestros cantores de Nurem­berg».

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