LA EXPLOSIÓN CONGELADA. UNA INTRODUCCIÓN A LA CRISIS DE LA ECONOMÍA MUNDIAL Y LOS PROBLEMAS DEL TRABAJO

en Revista RyR n˚ 5

Por Eduardo Sartelli

“…su cuadro predilecto era una gran tela, venida de Nápoles, de autor desconocido que, contrariando todas las leyes de la plástica, era la apocalíptica inmovilización de una catástrofe. Explosión en una catedral se titulaba aquella visión de una columnata esparciéndose en el aire a pedazos –demorando un poco en perder la alineación, en flotar para caer mejor- antes de arrojar sus toneladas de piedra sobre gentes despavoridas. “No sé como pueden mirar eso”, decía su prima, extrañamente fascinada, en realidad, por el terremoto estático, tumulto silencioso, ilustración del fin de los tiempos, puesto ahí, al alcance de las manos, en terrible suspenso. “Es para irme acostumbrando” respondía Esteban…”
Alejo Carpentier, El siglo de las luces

Algunos pronósticos acertados

            Este texto no puede leerse en forma independiente del dossier que pretende presentar. En ese sentido, debe considerarse como una mera introducción, como un simple anotador de los temas tratados en el dossier. Sin embargo, no está mal repasar algunas cosas ya dichas en esta revista. En un artículo anterior, analizando la teoría de las ondas largas, criticábamos a Mandel por introducir un problema falso al mantener la necesidad de la regularidad, y recuperábamos la idea de “curva” de Trotsky como una mejor forma de entender el movimiento histórico del capital (“La larga marcha de la izquierda argentina”, en Razón y Revolución, n° 3, invierno de 1997). La noción de “curva” recoge mejor las necesidades del historiador y del político, porque expresa la idea de un movimiento necesariamente no rectilíneo al mismo tiempo que no exige buscar regularidades innecesarias. En efecto, no hay forma de sostener que las fases de ascenso y descenso de la economía mundial pueden seguir un patrón más o menos regular de 22,5 años promedio. No sólo es el resultado de un cálculo fácil de acomodar con sólo mover algunas fechas, sino que puede mover a expectativas falsas: dado que ya ha transcurrido mucho tiempo desde el inicio y que no se ha producido una ruptura revolucionaria, es dable pensar que estamos cerca del fin de la crisis.

            Esta última conclusión sería la obligada si uno aceptara con cierto rigor la teoría de las ondas: comenzada en 1966 según el propio Mandel, esta crisis ya lleva 33 años y no da ninguna esperanza cierta a quienes desean su final más o menos próximo. Aceptemos que 1974-75 es una fecha mejor, pero es lo mismo: ya nos pasamos de largo hace rato. Todo lo contrario a lo esperado, lo más probable, como lo sostuvimos hace dos o tres años, es un largo período de estancamiento, o mejor dicho, de “recuperaciones ficticias y recaídas reales”. Dijimos esto antes del Tequila y lo repetimos después para Asia Oriental y Japón en particular. Debemos repasar, entonces, las razones por las que la curva se niega a ascender en forma franca.

El rayo que no cesa

            Como señalábamos en aquel texto, la curva se niega a ascender en forma franca porque, a escala mundial, el capital no ha logrado torcerle el brazo al trabajo en la medida suficiente y porque la liquidación del capital sobrante, con su corolario de centralización y concentración del capital, no alcanza todavía a la magnitud necesaria. Como dijimos entonces, la restauración de una tasa de ganancias razonable necesitó de la destrucción del corazón del capitalismo mundial con excepción de los EEUU: Alemania, Japón, Francia, Italia y Gran Bretaña necesitaron el pulmotor del Plan Marshall para salir del abismo. Fue en ese “agujero negro” creado por las dos guerras mundiales donde floreció el boom de posguerra. Pero además también fue necesario el gigantesco proceso de disciplinamiento de la fuerza de trabajo provocado por varias décadas de nazismo, fascismo y regimentación por el “esfuerzo” bélico. Aún luego de la victoria final contra el nazismo la clase obrera europea y americana, sobre todo la primera, se encontraba exhausta, enfrentando la miseria de los años de la reconstrucción, la desocupación y el macartismo de la guerra fría. Sobre estos pilares se montaron los “dorados años” del boom de los ’60.

            No hay, todavía, a escala mundial, un proceso de destrucción de capital sobrante de la magnitud que acabamos de señalar. Se objetará que las fusiones, concentraciones y compras fabulosas a las que hemos asistido en los últimos años (cuyo acertado relato puede verse en el artículo de Astarita en este dossier) niega esta última observación. Se trata de todo lo contrario: la compra de una empresa existente no elimina el capital, simplemente lo cambia de dueño. Aunque luego la empresa adquirente procede a racionalizar (y por ende a reducir la tasa de ganancia por la vía del aumento de la composición orgánica del capital) el capitalista vendedor procede, por lo general, a girar hacia las finanzas la plusvalía apropiada por la enajenación. Pero de esta manera continúa arrimando caudales nuevos a la corriente especulativa en la que están nadando la mayor parte de las economías mundiales que, para seguir usando la famosa metáfora de Keynes, son hoy por hoy, el “subproducto de las actividades propias de un casino”.  Por otra parte, las medidas tomadas para elevar la demanda a las necesidades de las gigantescas concentraciones de capital resultantes de estas fusiones tienen el mismo efecto que un grito en la tormenta. En particular, los intentos de aumentar el consumo personal de la población no sólo son contrarrestados por la marea de la desocupación que barre (con la excepción, explicable, de los EEUU) a todos los mundos existentes y con la caída fabulosa de la demanda de las áreas que se suceden en la crisis, sino que no atacan el núcleo del problema de la demanda, la demanda del capital en su conjunto. El problema no radica en cuánto suba el consumo personal de las masas (asalariados más capitalistas productivos y rentistas) sino en cuánto suba el consumo global del capital. No tener en cuenta esta diferencia lleva a postular falsas salidas a la crisis, porque suponen que la demanda es un efecto independiente y no derivado de la acumulación del capital y, por ende, de la tasa de ganancia. Precisamente, en el componente clave de la demanda, el consumo productivo de los capitalistas (la inversión, de la que forman parte el capital constante y los salarios) está la clave: el problema está en que esta demanda no puede crecer porque ya excede largamente las posibilidades de realización de la plusvalía que es capaz de crear. No hay salida sin destrucción de capital real, es decir, sin destruir buena parte de las fuerzas productivas creadas en la última fase de expansión.

            Se podrá objetar que el aumento del consumo personal (de obreros y capitalistas) puede cerrar la “brecha del consumo” por la vía de un nuevo redistribucionismo reaccionario (tesis sustentada en este dossier por Michel Husson) o por su inverso (propuesta de Michel Husson, en su defensa de las 35 horas, y de Chesnais con su “eutanasia de los rentistas” o al menos del control de flujos y el Impuesto Tobin). Pero esto supone que se atacará la tasa de ganancia con reducción de la tasa de explotación (y por ende con menos plusvalía) o con aumento del trabajo improductivo (es decir, no productor de plusvalía). Si se nos corrige con que manteniendo la productividad por delante se insufla nueva vida al capital, se olvida que más productividad significa aumento de la composición orgánica del capital y menor tasa de ganancia. Todo esto nos lleva de vuelta a la conclusión anterior: no hay solución sin destrucción de capital real.

            La pregunta es, entonces, de dónde ha salido todo este excedente productivo y qué vinculación tiene con la tasa de ganancia. Y para eso hay que ir al núcleo del funcionamiento de la economía capitalista: la producción capitalista depende de capitales particulares que para sobrevivir deben competir en el mercado, sin ninguna garantía a priori de éxito. En esa batalla a muerte la apelación a medios técnicos cada vez más poderosos, es decir, que tienden a reducir progresivamente la población productora de plusvalía y, por ende, la tasa de ganancia, es una conclusión lógica, necesaria e ineluctable. El aumento de la capacidad productiva es una consecuencia de la competencia pero su efectivización como obstáculo al capital se revela en la tasa de ganancia: la capacidad excedente resultante sólo es tal como parte de un sistema social que exige la producción de ganancia. La crisis de rentabilidad frena las inversiones y, por ende, reduce abruptamente la demanda global, que aparece así, junto con la superproducción, como efecto derivado de la tendencia decreciente de la tasa de ganancia. Los excedentes no invertidos por falta de rentabilidad fluyen allí donde las operaciones, a esta altura ficticias, del capital especulativo ofrecen alternativas crecientemente tentadoras. Pero esta salida es falsa: a la corta o a la larga (como lo remarca con fuerza el artículo de Callinicos) el mundo de la especulación debe remitirse al de la producción. Cuanto mayor sea la distancia a tierra, más fuerte será la caída. Y cuando dos mundos chocan, ambos resultan perjudicados. Mientras esto no suceda, es decir, no se complete una destrucción de capital real a una escala similar en términos relativos y superior en términos absolutos a los del período 1914-45, no habrá ningún nuevo boom y la crisis permanecerá en el aire, tronando e iluminando perpetuamente nuestras caras asustadas como un rayo que se niega a extinguirse en el aire de la noche.

El poder del trabajo y la crisis

            El trabajo no ha sido derrotado en la magnitud necesaria a escala mundial. Una cosa es que la revolución mundial haya sido abortada en los años ’70 y otra, muy distinta, que la clase obrera haya retrocedido mundialmente a los niveles de los años ’30 y ’40. Es la diferencia que hay entre la pérdida del futuro y la pérdida del presente. Aunque en los países centrales (donde se encuentra entre el 70 y el 80% de la economía mundial) la clase obrera ha retrocedido posiciones fuertemente, con niveles de desocupación imposibles de imaginar años atrás, no hay posibilidad alguna de una derrota masiva y violenta al estilo nazi-fascista porque el capital no tiene masa de maniobra. Sólo puede aspirar, como lo señalábamos en nuestro artículo, a la erosión lenta de las posiciones de la clase obrera. Este es el otro factor que retrasa con fuerza la recuperación de la tasa de ganancia y hace que la curva capitalista se desplace sin rumbo fijo, mostrando una tendencia al estancamiento más que al crecimiento.

            Por otra parte, la reacción contra la ofensiva del capital ya ha comenzado y no sólo en el Tercer Mundo. La reciente derrota de Blair y Schröeder, la derecha de la socialdemocracia europea, muestra que la posibilidad de jugar a la “tercera vía” sólo puede desembocar en “vía muerta”. La recomposición del poder político del trabajo es lento pero firme, como se ve en el renacimiento del sindicalismo americano y en la impaciencia creciente con la que las masas europeas aceptan las recetas neoliberales ocultas con pieles socialdemócratas. No está claro, sin embargo, que la desesperanza se transforme en fuerza revolucionaria, pero menos claro está el que las tareas inconclusas de la burguesía puedan completarse con una clase obrera en vías de recomposición. El cambio en el clima ideológico mundial hace preveer días convulsivos y crisis recurrentes.

La catedral explota

            La lógica que subyace a la ley de la tendencia decreciente de la tasa de ganancia, la síntesis más condensada, la fórmula y el número oculto de la naturaleza, el origen y el destino final de la sociedad capitalista, es que existe un límite objetivo al capital: el capital mismo. Como cualquier otra sociedad, el capitalismo tiene un límite histórico que yace en su propio interior. Eso es lo que le da sentido (como lo señala Rieznik) a la expresión “socialismo o barbarie”: la resolución de la crisis capitalista tiene, por lo menos, tres alternativas y no dos. Vence la revolución y las relaciones de producción que constituían un obstáculo al desarrollo de las fuerzas productivas son superadas; vence la reacción y el capitalismo continúa con vida por un nuevo período; vence la reacción pero el resultado es la descomposición social, la barbarie. Esta última posibilidad depende de que el combustible histórico del capital, la tasa de ganancia, se haya agotado definitivamente, posibilidad teórica contenida en la ley. Otra cosa es que supongamos que esto ya ocurrió o lo hizo hace 70 años. No hay forma sencilla de saber si la catedral explotó por completo o si una parte se mantendrá en pié todavía, pero a cada derrumbe parcial aumenta la posibilidad de plantear una salida progresiva. A condición de que el espectáculo mismo de la caída no nos fascine tanto como acostumbrarnos a él, puesto que hay mucho por hacer si queremos que los escombros no se nos vengan encima.

[Nota sobre las traducciones y los autores: Hemos tomado los textos de Chesnais y Husson de Critique Communiste, la revista de la LCR francesa, como modo de ilustrar una de los debates más importantes sobre la naturaleza de la crisis. Nos pareció importante mostrar que en Francia existe todavía el marxismo revolucionario y que puede ofrecer trabajos de notable valía. El texto de Callinicos lo tomamos de International Socialism, la revista del SWP inglés y fue actualizado especialmente para este número de Razón y Revolución. Estaba pensado como contrapunto de “¿Del neoliberalismo a la depresión?” de Robert Brenner, traducido por Marina Kabat de Against the Current, la publicación de la organización americana Solidarity, texto que decidimos retirar a último momento ya que una versión tomada de una revista mexicana estaba en prensa por Cuadernos del Sur. Recomendamos entonces a nuestros lectores complementar la lectura de este dossier con el trabajo de Brenner en el número 28 de la mencionada publicación, donde resume las tesis de su última gran obra , “The Economics of Global Turbulence” (aparecida en el n° 229 de New Left Review) que ha dado pie a un debate internacional de la magnitud que parece que todo trabajo de Brenner está destinado a generar. Para una crítica muy ajustada de este valioso texto, véase el artículo de Callinicos en este dossier. Por último, escritos especialmente para este dossier, los artículos de Astarita y Rieznik polemizan sobre el catastrofismo económico y las consecuencias de la tendencia decreciente de la tasa de ganancia, así como de las condiciones necesarias de todo debate entre miembros de la izquierda. Por último, para las citas de obras en castellano hechas por los diferentes autores en sus artículos, hemos preferido tomar la traducción existente. Así, por ejemplo, para todas las citas de El capital, hemos utilizado la versión de el Fondo de Cultura Económica. Dado que todo traductor traiciona necesariamente, rogamos que, ante cualquier incoherencia textual, se desconfíe del revisor técnico de los artículos antes que de los autores. En cualquier caso, ponemos a disposición del lector interesado las versiones originales.]

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