La crisis política en Haití. Sobre las protestas recientes en el país caribeño

en El Aromo n° 102


Martín Pezzarini
Grupo de Análisis Internacional (CEICS)

Poco tiempo después de que estallasen las revueltas en Nicaragua, nuevos hechos sacudieron a la región. En Haití, el aumento de precios de los combustibles desencadenó importantes protestas, reabriendo una crisis política que ya se llevó puesto al primer ministro y a todo su gabinete. Como veremos, la raíz de estos sucesos se encuentra en la historia reciente del país y en los frustrados intentos de la burguesía local e internacional por reconstruir un orden social en franca descomposición.

Antecedentes

En el 2001, en medio de una larga crisis política, Jean-Bertrand Aristide asumió la presidencia de Haití. Su llegada al poder se produjo luego de las polémicas elecciones del año anterior, signadas por la escasa participación del electorado -alrededor del 50%- y la ausencia de las principales referencias de la oposición, que habían decidido boicotear los comicios. Para el año 2004, la crisis se había profundizado y el gobierno debió enfrentar levantamientos de grupos armados, dentro de los que se destacaban ex miembros de las fuerzas armadas haitianas, disueltas en 1995. Finalmente, luego de violentas disputas, el gobierno fue desplazado y su lugar fue ocupado por el entonces presidente del Tribunal Supremo, Boniface Alexandre, quien ejerció el cargo hasta concluir el mandato en el 2006.

Hacia el comienzo de su gobierno, Alexandre solicitó a Naciones Unidas la intervención de fuerzas provisionales de paz, que en junio de 2004 fueron reemplazadas por la Misión de las Naciones Unidas para la Estabilización en Haití (MINUSTAH). Desde entonces, durante trece años, las Fuerzas de Paz de la ONU, comúnmente conocidas como “cascos azules”, se instalaron en el territorio bajo la excusa de garantizar la estabilidad política, fortalecer a la Policía Nacional de Haití, desmovilizar a los grupos armados y restaurar el estado de derecho. A pesar de que solo se proclamaba el propósito de pacificar al país, el enorme despliegue militar dejó en evidencia que el componente represivo de la misión era un elemento clave. En el marco de una profunda descomposición social, que se expresaba en la presencia de grupos armados y de grandes pandillas urbanas, las fuerzas de la ONU intervinieron con el objetivo de reconstruir la estructura estatal y regular el orden. No obstante, catorce años más tarde, las recientes movilizaciones que derribaron al primer ministro Jack Guy Lafontant pusieron en evidencia el rotundo fracaso de la misión.

Antes de abordar los sucesos que se produjeron a comienzos de julio, es preciso considerar algunos aspectos económicos y sociales fundamentales, puesto que explican, en última instancia, la crisis política en curso.

El escenario económico y social

En primer término, resulta pertinente destacar los elementos económicos más relevantes. Al menos desde 1995 la balanza comercial de Haití es negativa. El déficit ha tendido a crecer a lo largo de los años, y para el 2016 ha alcanzado los 1800 millones de dólares, lo cual representa el alrededor del 30% de su PBI. Como resultado de ello, la economía local depende cada vez más de la cooperación internacional, de la deuda y de las remesas de los trabajadores haitianos que residen en el exterior. En 2016 se calculó que las trasferencias privadas de los emigrantes llegaron a representar más de la cuarta parte del PBI. Asimismo, cabe destacar que casi han desaparecido las ventajas que se derivaban de la provisión de petróleo desde Venezuela, la cuales beneficiaron al país durante una década. Pues bien, la consecuencia lógica de todos estos elementos ha sido el desequilibrio en las cuentas pública que se arrastra desde hace años, llegando a representar el 7% del PBI en el 2013, su peor momento.

En segundo lugar, vale señalar la situación crítica en la que vive la mayor parte de la población haitiana. En efecto, a pesar de la activa intervención de la ONU y de numerosas ONGs, el cuadro social de este país es desolador. Al analfabetismo, los altos índices de desnutrición infantil, la falta de agua potable y las dificultades de la población para satisfacer sus necesidades elementales, se suma la precarización de los empleos, el constante aumento de los precios y los bajos salarios (alrededor del 60% de la población sobrevive con menos de 2 dólares al día). Además, entre terremotos y huracanes, el país fue arrollado en múltiples ocasiones durante la última década, ninguna de las cuales provocó la respuesta efectiva y contundente de parte de las autoridades públicas, que solo vieron las nuevas oportunidades que abría el negocio de la reconstrucción.

Frente a este panorama, la clase obrera ha demostrado su capacidad de intervención. Durante los últimos años, los sindicatos de trabajadores textiles y los transportistas, así como la Central Nacional de Trabajadores Haitianos (CNOHA), han luchado por aumentos en el salario mínimo, mejores condiciones de trabajo, subsidios alimentarios y por las tarjetas de seguro de la Oficina de Seguro de Accidentes de Trabajo, Enfermedad y Maternidad. Asimismo, ha protagonizado las movilizaciones en rechazo a la corrupción y a la aprobación del presupuesto nacional. Ahora bien, en términos generales, estas luchas no han logrado superar el plano sindical y defensivo, lo cual limitó considerablemente las fuerzas de la clase obrera. Por su parte, las fuerzas locales de seguridad han respondido a las manifestaciones mediante la represión abierta, la cual contó con el apoyo del personal desplegado por la ONU en el país.

Párrafo aparte merecen las múltiples denuncias que se realizaron en contra de las Fuerzas de Paz, que fueron acusadas de haber realizado fuertes represiones, abusos sexuales y persecución de dirigentes políticos. En muchas ocasiones, las operaciones efectuadas por el MINUSTAH han violado los derechos elementales de la población civil, lo que incluyó muertos, heridos, víctimas de maltratos y destrucción de propiedades. Asimismo, en el año 2010, los cascos azules fueron responsables del brote de cólera que se produjo en el país, luego de que un grupo de soldados desechó sus residuos fecales en un río. La epidemia, que ya causó más de 9000 muertes y alrededor de 800 000 afectados, es un problema que aún no terminó de resolverse.

La crisis política

En este este escenario se celebraron las elecciones presidenciales del 2016, que consagraron como ganador a Jovenel Moïse. Pese a que la oposición denunció irregularidades, el empresariado local -nucleado en el Foro Económico del Sector Privado de Haití- y los organismos internacionales reconocieron la victoria del ganador y llamaron a respetar los resultados.

Varios aspectos del proceso electoral se han destacado. En primer lugar, se puso en evidencia la ruptura entre la clase obrera haitiana y el personal político burgués de ese país. En efecto, además de la baja participación electoral -menor al 20%-, hay que considerar que el 9% de los votantes no decidió apoyar a ningún candidato, votando en blanco o “contra todos”. En segundo término, cabe señalar que ninguno de los partidos que disputaban la presidencia ofrecía una alternativa sustancialmente diferente para la clase obrera. La fuerza política que se impuso, el Partido Haitiano Tèt Kale, fue creada en 2012 por el entonces presidente del país, Michel Martelly. La Liga Alternativa por el Progreso y la Emancipación Haitiana llevó como candidato a Jude Célestin, quien fue asesor de ex presidente René Préval (2006-2011). El viejo partido de Aristide, Fanmi Lavalas, volvió a participar de las elecciones, postulando a Maryse Narcisse. Por su parte, la Plataforma de los Hijos de Dessalines, representada por Jean-Charles Moïse, presenta un programa ligeramente distinto al resto, dado que está cargado de elementos reformistas y nacionalistas. En mayor o menor medida, todos estos partidos han conformado los distintos gobiernos que se sucedieron en Haití y, por lo tanto, son los responsables de la profunda miseria en la que vive la población. En este contexto, la ausencia de un partido revolucionario limita considerablemente las posibilidades que tiene la clase de obrera de pasar al frente. Eso es lo que se puso en evidencia en las recientes protestas.

Los hechos

En febrero de este año el Gobierno haitiano firmó un acuerdo con el Fondo Monetario Internacional (FMI) mediante el cual se comprometía a adoptar las políticas que permitirían “estabilizar” el escenario económico del país. Meses más tarde, el 6 de julio, las autoridades locales anunciaron una brusca reducción de los subsidios a los combustibles, lo cual se traducía en un aumento inmediato de los precios de estos productos: la gasolina se incrementaría un 37%, el diésel un 40% y el querosene alrededor del 50%. No obstante, como este incremento de precios afectaba a gran parte de la población haitiana, se desató una gigantesca ola de protestas. La gente salió a las calles de las principales ciudades y se enfrentó enérgicamente con la policía. Al menos veinte personas murieron durante las revueltas, muchos comercios fueron saqueados y muchas propiedades terminaron destruidas. Un día después del anuncio, el gobierno haitiano decidió dar un paso atrás y dejó sin efecto la medida, aunque ello fue insuficiente para detener el descontento generalizado, puesto que muy pronto las protestas se orientaron en contra de la gestión del actual presidente, Moïse, y del entonces Primer Ministro, Lafontant. El 9 y 10 de julio, los sindicatos transportistas convocaron una huelga en contra del aumento de los combustibles y paralizaron las principales ciudades del país. Pocos días después, Lafontant se enfrentaba a la Cámara de Diputados en una sesión convocada para decidir si el Parlamento le retiraba el voto de confianza. Antes de que la Cámara concluyera el debate, el Primer Ministro decidió renunciar y, junto a todo su gabinete ministerial, abandonó el cargo. El empresariado, la oposición y parte del propio oficialismo habían reclamado la renuncia de Lafontant. Frente a las presiones, Moïse aceptó la dimisión del primer ministro y anunció que iniciaría las consultas pertinentes para designar quién ocupará el cargo vacante, asunto que aún no se ha resuelto.

El reciente estallido de protestas reabrió una crisis política que no había logrado cerrarse. Frente a la reacción de la clase obrera en contra de las medidas de Lafontant, la burguesía retiró su apoyo al primer ministro y ahora busca a un reemplazante. Este episodio está lejos deconstituir una novedad. Desde hace años la burguesía local e internacional no logra consolidar su hegemonía sobre el conjunto de la sociedad, y ello se evidencia en las dificultades que encuentra para sostener el régimen político y para controlar la sucesión de los gobiernos. Como hemos visto, la raíz de esta crisis se halla en la profunda descomposición que atraviesa al país. En este marco, las Fuerzas de Paz de la ONU han intervenido con el propósito de recomponer las relaciones sociales y de restablecer el orden en el territorio. Sin embargo, luego de trece años de ocupación, el organismo no ha podido detener la descomposición social en curso y, como resultado de ello, las condiciones de vida de la población continúan empeorando. En tanto partícipes de esta situación, los partidos políticos de la burguesía son responsables de la miseria en la viven los obreros. Así, las protestas que se produjeron expresan la profunda ruptura entre los trabajadores y el personal político burgués. Sin embargo, las manifestaciones carecieron de una dirección política revolucionaria y eso limito seriamente el poder de intervención de la clase obrera. Es necesaria, pues, la conformación de un partido socialista que organice a los trabajadores y dirija las luchas hacia la construcción de otra sociedad. De no ser así, la vida de la población seguirá deteriorándose al ritmo de los ajustes, el hambre, la violencia y las enfermedades.

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