Las Fuerzas Armadas que tomaron el poder en 1976 para salvar al capitalismo argentino, contaron con el respaldo de la Iglesia Católica. Desde mediados de 1975 distintos prelados hicieron público su apoyo a la “lucha contra la subversión” encabezada por los militares. Algunos fueron más lejos, como el Pro-Vicario castrense Victorio Bonamín, que en una homilía pronunciada en septiembre de 1975 frente a Viola, saludó a los militares “purificados en el Jordán de la sangre para ponerse al frente de todo el país” y se preguntó “¿no querrá Cristo que algún día las Fuerzas Armadas estén más allá de su función?”
Poco tiempo después, en una conferencia ante la Cámara Argentina de Anunciantes, el Vicario Castrense Adolfo Tortolo anunció que prontamente las Fuerzas Armadas encabezarían “un proceso de purificación”. En febrero de 1976, una corporación, la COPAL, organizó una misa para homenajear a los “empresarios abatidos por la violencia”. Es claro que la Iglesia no fue ajena a la conjura golpista. La comunión entre curas y militares era tal que en la noche previa al golpe, el 23 de marzo de 1976, Videla y Massera mantuvieron una reunión con las autoridades eclesiásticas en la sede del Episcopado.
Tras el golpe, en los sótanos, decenas de sacerdotes colaboraron con los militares torturadores. En los testimonios de sobrevivientes recopilados por la CONADEP se amontonan las denuncias respecto a los curas que frecuentaban los Centros Clandestinos de Detención, que presenciaban y justifican las torturas, que instaban a los detenidos a “cantar” para detener los tormentos, que confesaban a quienes serían asesinados de manera clandestina y que brindaban “consuelo espiritual” a los torturadores.
Un caso paradigmático es el del sacerdote Christian Von Wernich, capellán de la Policía Bonaerense durante la dictadura. Este prelado ha sido denunciado por ser parte del “elenco estable” de campos de concentración bonaerenses como el Pozo de Quilmes, el Puesto Vasco o COT I Martínez. Participó de operativos de secuestro y sesiones de tortura, fue testigo de asesinatos e incluso estafó a familiares de desaparecidos solicitándoles dinero para interceder por las vidas de los prisioneros.
La información proveniente de los sótanos, obviamente, llegó a las máximas autoridades de la Iglesia, que conocían la existencia de los desaparecidos, los asesinatos y las torturas. Sin embargo, públicamente, silenciaban los crímenes de la dictadura. Los comunicados de la Conferencia Episcopal Argentina emitidos durante 1976 justificaron la violencia militar por la situación imperante.
No es de extrañar que en este contexto hasta Jorge Bergoglio, más conocido hoy como el Papa Francisco, haya sido acusado de entregar a dos sacerdotes, Jalics y Yorio, que fueron detenidos-desaparecidos. Aunque los implicados hoy lo niegan, es indudable que quienes como Bergoglio ocupaban lugares destacados en la jerarquía eclesiástica, por acción u omisión, fueron cómplices de la masacre.
Esta política era avalada por el Vaticano. El Papa Paulo VI, aunque luego tomaría distancia, celebró en un primer momento la “vocación occidental y cristiana” de los militares golpistas. Su representante en la Argentina, el nuncio Pío Laghi, reconoció que “la Iglesia está perfectamente informada de todo lo que está sucediendo”. No solo porque los sacerdotes en la Argentina estaban “en contacto cercano con la gente y tienen gran sensibilidad al humor popular”, sino porque confesaban a los propios torturadores…
Aun así, la Iglesia decidió callar y mantener su respaldo. Quienes osaron desafiar a la cúpula y denunciar la represión, como Monseñor Angelelli o el Obispo Ponce de León, terminaron muriendo en accidentes automovilísticos fraguados. Quienes acompañaron a los familiares de desaparecidos, como las monjas francesas Léonie Duquet y Alice Domon, fueron secuestrados, torturados y arrojados al mar. No puede decirse que la Iglesia Católica haya sido una excepción en nuestro país. Cumplió, como a lo largo de todo el globo y por muchos siglos, una función de apoyo a las clases opresoras.
Mucho no hay para decir .
Lamentablemente la iglesia manejo la noche negra de la historia reciente