El problema de la restitución de restos como mecanismo revelador del uso instrumental de la identidad al servicio de la construcción de hegemonía
Otra “intrusión” de la historia lejana en la cercana (o no tanto ni tan). La restitución de los restos de dos caciques indígenas dio lugar a una polémica que no llegó a estallar. ¿Se trata de otros “desaparecidos” que intentan volver desde esa oscuridad construída que se llama “historia oficial”? La antropóloga María Di Fini fundamenta una respuesta positiva.
Por María Di Fini
Introducción
El reconocimiento de la Argentina como un país multicultural, integrado por diversas etnias, establecido en la reforma constitucional de 1994, presenta aspectos problemáticos en tanto este reconocimiento aparece en la letra de la nueva Constitución, pero aún no se han adecuado las normativas correspondientes de las instituciones relacionadas con la custodia y conservación de los restos humanos y arqueológicos pertenecientes a las culturas originarias.
En las últimas décadas, surgieron en nuestro país, así como en el resto de América, diversos movimientos aborígenes que demandan la devolución de los restos de antepasados que son exhibidos en vitrinas de museos o sociedades científicas. En nuestro país se han producido hasta el momento de escribir estas líneas (octubre del año 2001), dos restituciones: la primera tuvo como protagonista a los despojos mortales del cacique Inacayal, de origen tehuelche, muerto en el año 1888 mientras se hallaba en calidad de “detenido – protegido” por el perito Francisco Moreno en su casa – Museo de la ciudad de La Plata, cuyos restos fueron reclamados por una organización comunitaria aborigen, y el segundo caso registrado fue el del cacique Panghitruz Guor, ranquel, más conocido por su nombre cristiano de Mariano Rosas. Los restos de ambos caciques se encontraban depositados en el Museo de Ciencias Naturales de La Plata. El trámite para la restitución de este último fue impulsado por el Gobierno de la Provincia de La Pampa y apoyado por el Instituto Nacional de Asuntos Indígenas que tuvo a su cargo parte de la financiación de la ceremonia del regreso. Ambos casos presentan similitudes y diferencias y ejemplifican un modo de apropiación de la historia en función de legitimar el presente.
Un poco de historia
La relación establecida entre el Estado Nación en formación y las comunidades aborígenes conoció un momento particularmente álgido durante las últimas décadas del siglo XIX, cuando se llevó a cabo la guerra de exterminio conocida como la “Conquista del Desierto”. Es de hacer notar que ya el acto de calificar como desierto un territorio habitado, implica la invisibilización simbólica de sus habitantes, invisibilización que se materializaría en matanzas, encierros, apropiación de los niños, reducción a la servidumbre y destierros.
Avanzada la segunda mitad del siglo XX, el mecanismo se repite, ahora el “otro” es el enemigo político. La invisibilización en este caso opera a partir de la “desaparición forzada de personas”. Esta construcción del “otro” como enemigo al que incluso se le niega la condición de humanidad para poder legitimar su destrucción, y la posterior rapiña de sus territorios y bienes, se presenta como un modelo de conducta seguida por los grupos de poder en nuestro país. Ayer fueron los indios los que no tenían derecho a su identidad humana. Sus huesos, hoy, son materia de disputa entre el Estado y sus descendientes. Hoy, se discute en los Juicios por la Verdad y la Justicia,[1] qué pasó con otros restos desaparecidos, seres humanos a quienes también se intentó “borrar”. El Estado y los descendientes otra vez confrontados por la aplicación de una política que condenaba a la invisibilidad al “otro”, temido y por lo tanto demonizado, que debía ser destruido para que su imagen transformada en un espejo no pudiera devolver la monstruosa imagen oculta del dominador (Di Fini, M.: 2000).
A fines del siglo XX y comienzos del XXI, aparece una nueva metodología de invisibilización: la exclusión social. Los contingentes de desocupados constituyen la herramienta (involuntaria) del chantaje económico, las rebajas de salario, y el deterioro general de las condiciones de trabajo. El elemento común que permite la producción de estos distintos escenarios es el aparato del Estado al servicio del poder económico, en cada momento histórico concreto.
Patrimonio Cultural: ¿derechos de propiedad del vencedor? ¿botín de guerra?
Según la definición de la UNESCO del año 1970: “El patrimonio cultural de un país comprende los bienes encontrados en su territorio o creados por sus habitantes, nativos o extranjeros, así como los bienes adquiridos con el consentimiento de las autoridades del país de origen, ya se trate del fruto de misiones científicas, de resultados de intercambios o comprados legalmente”. (citado en Delfino y Rodríguez,1992: 29). El patrimonio arqueológico se encuentra comprendido en la definición de patrimonio cultural, con la salvedad de que los productores de dichos bienes pertenecieron al pasado remoto del país y, muchas veces, su adscripción identitaria no coincidió con la identidad de la unidad política cuyo territorio habitaban. Sin embargo, esta situación no fue impedimento para que, de acuerdo al proyecto de construcción de la nación, se asignara a dicho patrimonio cultural/arqueológico la función de legitimación de una historia nacional proyectada hacia el pasado (Di Fini, M.: 2000). En esta condición se encuentran no sólo los artefactos arqueológicos como piezas de cerámica, adornos, herramientas de trabajo, o armas utilizadas por las poblaciones originarias, sino también las momias, urnas funerarias, restos humanos, encontrados por expediciones científicas o comercializados por ladrones de tumbas. No interesa por qué vía estos restos han ingresado a los museos que hoy los exhiben. Su enajenación es vivida por las distintas comunidades aborígenes como una profanación a la memoria de sus ancestros, por lo tanto, como un avasallamiento de sus derechos como pueblos al control y uso de su memoria histórica.
Reclamo por devolución de restos:
En el mes de noviembre de 1988, al cumplirse 100 años de su muerte, el Centro Indio Mapuche Tehuelche de Chubut, representado por quien entonces era su presidente, Juan Antilef, presenta ante las autoridades del Museo de La Plata un reclamo por restitución de restos del cacique Inacayal. Las autoridades del Museo cuestionan la viabilidad del reclamo desde un enfoque legalista, abriéndose un intenso debate en el seno de la institución, revelando profundas contradicciones al interior de la comunidad académica entre quienes apoyan la restitución de los restos y quienes dicen “defender” el patrimonio cultural del cual el Museo no debería desprenderse (Acta de la 16° Sesión Ordinaria del Consejo Académico, La Plata, 27 de octubre de 1989).
Los argumentos que apoyan esta última posición se basan en la falta de cobertura jurídica para los “huesos” de personas muertas en estos casos particulares. Los restos humanos no son “cosas” en sentido jurídico, y por lo tanto no son susceptibles de propiedad alguna. La institución que los cobija, en tanto patrimonio cultural de la Nación, lo hace por delegación del Gobierno Nacional y exige como condición para acceder al reclamo que se demuestre la filiación consanguínea del/los reclamante/s o la legítima pertenencia de los restos reclamados a la comunidad peticionante. Estos requisitos constan en un informe elevado a quien entonces ocupaba la Secretaría de Políticas Universitarias, Sr. Del Bello, Ministerio de Educación de la Nación (s/f).
Finalmente, los restos son devueltos a la comunidad tehuelche por orden de la ley nacional N° 23.940, impulsada por el senador Hipólito Solari Irigoyen. Un dato a tener en cuenta para el análisis de la cuestión es que la ley mencionada se sanciona sin debate previo y sin consultar la posición de la institución que hasta entonces poseía la guarda de los bienes sobre los cuales se legislaba. Dicha ley es presentada en la Cámara de Senadores en el mes de julio de 1990, aprobada por la Cámara de Diputados en mayo de 1991, su decreto reglamentario es el N° 2391 promulgado en el Boletín Oficial el 18 de noviembre de 1993. En sus fundamentos se plantea la necesidad del “reconocimiento expreso a las comunidades indígenas que poblaron originariamente su territorio y que contribuyeron a forjar su nacionalidad”, adelantándose al reconocimiento del carácter de “pueblos originarios” incorporado a la Constitución Nacional reformada en 1994 en cuyo artículo 75, inciso 15 se plantea “reconocer la preexistencia étnica y cultural de los pueblos indígenas argentinos.”
Quedan expuestos de esta manera los lineamientos más generales dentro de los cuales se van a desenvolver dos posiciones antagónicas: por un lado, las instituciones que en representación del Gobierno Nacional y de acuerdo con la Ley Gonnet N° 9080, del año 1913 y sus sucesivas modificaciones (reforma a los arts. 2339 y 2340 del Código Civil tras el dictado de la ley 17711, en 1968), ejercen la guarda de “todo hallazgo, ruina y yacimiento paleontológico y arqueológico de interés científico” (de acuerdo a estas razones invocadas, los restos humanos pertenecerían a la categoría de “hallazgo”, “ruina”, etc, “invisible” en su condición de humanidad) y, por otro lado, las comunidades aborígenes en el intento de recuperar la parte de su historia que les fue enajenada. Las distintas concepciones de identidad subyacentes a los sistemas normativos (organizados en cuerpos de leyes o sostenido por costumbres y tradiciones) van a constituirse en el eje que vertebra la controversia entre los grupos en conflicto, en tanto que el acto de restitución, implicaría restituir a los huesos (hasta entonces considerados como propiedad del Museo), su identidad/visibilidad como sujeto perteneciente a una comunidad y por lo tanto sujeto de derecho a rituales y ceremonias (Di Fini, M. :2000).
El reclamo por la devolución de restos de Inacayal es el primero que concluye con una disposición que satisface la demanda de decisión autónoma sobre elementos culturales considerados propios por los grupos originarios. El desarrollo de los trámites exigidos por la institución que actuó en representación del Estado se vio forzado por una resolución del Poder Legislativo que obligó a la restitución, ejerciendo una especie de “per saltum” sobre las deliberaciones e indecisiones de las autoridades del Museo de La Plata que ejercen sobre los restos arqueológicos una tutela, en la actualidad condenada, en tanto que, según la nueva Constitución, se superó la concepción implícita en la constitución de 1853, en donde se recomendaba “el trato pacífico con los indios y su conversión al cristianismo”, o su “agrupación en reservas, colonias o misiones”, asimilando el estatus legal de estas comunidades al de menores o deficientes necesitados de una tutela legal.
Quién era Inacayal
La biografía oficial, (Vignati, 1942) nos informa que pertenecía al grupo de los tehuelches septentrionales o Gününa Küne (Guénena Kene, Gennaken o “pampas verdaderos”, según distintos autores) y que al producirse su muerte en 1888 contaría alrededor de 60 años. En tiempos históricos, esta parcialidad tehuelche recorría un extenso territorio que abarcaba las márgenes de los grandes ríos del norte patagónico, los territorios del norte del Chubut, llegando hasta el sur de la actual provincia de Buenos Aires, y el sudeste del territorio nacional de La Pampa (Nacuzzi, 1998). Inacayal era un jefe de segundo orden, subordinado a Sayhueque, el “Señor del País de las Manzanas”[2]. Su trayectoria como cacique conoce distintos momentos de alianza y enfrentamiento con los blancos. Viajeros como Cox, y el perito Moreno se contaron entre sus aliados recibiendo ayuda en sus expediciones al sur patagónico. Las relaciones con el ejército, en cambio, se desarrollaron siguiendo las vicisitudes propias de la guerra de expansión planificada desde el gobierno central. De acuerdo con la política integracionista del jefe manzanero, los caciques bajo su mando buscaron la paz con el Estado Argentino, la bandera azul y blanca flameaba en las tolderías y se declaraban a sí mismos “argentinos” sin renunciar a su origen. Pero el proyecto de convertir a los territorios patagónicos en “desierto” para legitimar su posterior ocupación había desatado ya la guerra de exterminio. Sayhueque y sus hombres, entre quienes se encontraba Inacayal, presentaron batalla y resistieron hasta el final de la campaña: el 10 de octubre de 1884 es vencido Inacayal y tomado prisionero. El ciclo se cierra con la rendición de Sayhueque el 1° de enero de 1885. Esta es la historia, relatada en trazos gruesos, según se desprende de los documentos oficiales que registran la “Campaña del Desierto” (Walter, 1970:533).
Pero hay una continuación de esta historia que ya no tiene como escenario las dilatadas planicies patagónicas, sino las paredes del Museo de Ciencias Naturales de La Plata. La versión sostenida en las declaraciones del Centro Mapuche Tehuelche de Chubut, cuenta como “Inacayal y otros caciques fueron citados por las autoridades del Regimiento VII de Caballería, con asiento en Chubut para saber cuál iba a ser su actitud frente al avance hacia el sur. La respuesta fue que los indios deseaban vivir en forma pacífica…El jefe del regimiento, sin embargo, cursa a Buenos Aires un informe donde se decía que habían eliminado a las terribles tribus de Inacayal y Foyel. Las autoridades nacionales envían al vapor Villarino, y por medio de engaños y litros de aguardiente, capturan a los indios, roban las alhajas de los caciques, y los envían como prisioneros a la capital. Una vez llegados al puerto de Buenos Aires, las familias son separadas: los niños regalados a distintas familias porteñas, las mujeres destinadas a trabajar como domésticas y los hombres enviados a la isla Martín García a picar adoquines para las calles de las ciudades” (Clarín, 20/2/1990).
Enterado de la situación, el perito Francisco Moreno, que había conocido a estos indios en sus expediciones por el sur, pide al gobierno nacional que le entregue a los jefes a quienes aloja en dependencias del Museo de Ciencias Naturales de La Plata, fundado unos años antes y donde el perito tenía también su residencia. En su nueva vivienda, los hombres cumplen algunas funciones de maestranza y las mujeres se dedican al servicio doméstico. La vida transcurre en una libertad declamada de oficio pero restringida de hecho, donde los indígenas, además de cumplir con sus tareas, sirven de “objeto de estudio” para los científicos nacionales y extranjeros que visitan la institución. Finalmente, el 24 de septiembre de 1888, Inacayal fallece en el museo sin que se conozca la causa de su muerte (cfr. Di Fini, M.: 2000).
Quién era Panghitruz Guor (Mariano Rosas)
Hijo de uno de los más grandes jefes ranqueles, Painé Guor, fundador de la dinastía de los “zorros” (guor, en idioma ranquelino), nació en 1825. No existen noticias ciertas sobre su apresamiento, cuando contaba apenas nueve años de edad. Según algunas versiones fue capturado por patrullas del ejército, o, de acuerdo a otras fuentes fue hecho prisionero por un cacique enemigo de su padre y llevado luego de un tiempo de cautiverio ante Juan Manuel de Rosas quien, al enterarse de la ascendencia del pequeño, lo toma bajo su tutela, lo bautiza con el nombre cristiano de Mariano, lo apadrina y lo instruye en las faenas de la estancia. Es así que el indiecito se convierte en un hábil “hombre de campo”, conocedor de todas las actividades y destrezas necesarias para manejar animales y hombres y, por sobre todo, maneja la lengua del blanco, condición que hará valer en su acción futura como jefe del pueblo ranquel.
Su regreso a las tolderías, también nos llega en versiones contradictorias. La historia recogida y divulgada por los grupos que hoy se reivindican ranqueles, afirman que “luego de seis años de cautiverio, Mariano se fugó de la estancia Los Pinos, aprovechando la relativa libertad de movimientos de la que gozaba entre los peones de su patrón y padrino” (Gomez, Patricia N.:2001). Otra versión afirma que el Restaurador lo devolvió a las tolderías acompañado de fastuosos regalos para sus padres, al cabo de una negociación, como prenda para asegurarse la entrega del cacique blanco Baigorria (Zevallos, E: 1955).
Mariano Rosas sucedió a su hermano Calvaiú en el gobierno de la confederación ranquelina y actuó como un experimentado diplomático en el trato con los blancos utilizando los conocimientos adquiridos durante su permanencia en las estancias de Rosas, pero nunca renunció a su condición de ranquel (una descripción muy detallada de su personalidad y la influencia que ejercía sobre su gente, quedó inmortalizada en el libro de Lucio V. Mansilla Una excursión a los indios ranqueles). Muere de muerte natural en 1877 y es enterrado en sus pagos de Leuvucó con toda la pompa correspondiente a su rango de jefe. La descripción de sus exequias consta en los diarios de la época (cfr. La América del Sur del 26 de agosto de 1877). Años más tarde, su tumba fue profanada por el coronel Eduardo Racedo que levantó los restos con la intención de venderlos al Museo de Berlín. Por una serie de circunstancias ajenas a la intención de Racedo, la calavera del cacique quedó en poder de Estanislao Zevallos quien lo donó al Museo de Ciencias Naturales de La Plata, donde permaneció hasta el momento de su restitución, efectivizada a fines de junio del año 2001.
El regreso del cacique
El 22 de junio del año 2001, la calavera de Panghituz Guor fue devuelta a la comunidad ranquel de la Provincia de La Pampa, para ser depositada al amanecer del domingo 24 de junio (comienzo del año nuevo mapuche) en el monumento funerario construido a tal efecto, en los terrenos de Leuvucó, que supo ser la capital histórica de la confederación ranquelina y lugar de asiento de las tolderías del cacique. Culminaba entonces un largo proceso de negociación entre las autoridades de la Secretaría de Cultura de la Provincia que actuaba en nombre del Gobierno de La Pampa y las autoridades del Museo de Ciencias Naturales de La Plata. La restitución se efectuó en cumplimiento de la Ley 25.276, publicada en el Boletín Oficial el 28 de agosto del año 2000, en donde se ordenaba rendir los homenajes oficiales correspondientes a su rango de cacique y se declaraba “de interés legislativo la ceremonia oficial que se realizará en reparación al pueblo ranquel” (art. 4 de la ley mencionada).
Las pomposas ceremonias que marcaron el regreso del cacique al seno de su comunidad reunieron, en un extraño sincretismo, las legítimas aspiraciones al reconocimiento del pueblo ranquel, que se encuentra en un trabajoso proceso de reconstrucción de una identidad negada, y la pesada, amenazante presencia de los representantes del Estado Nacional, que se niegan a abandonar el rol de “garantes del orden constituido”. Es así que, tanto en la recepción de los restos en la Municipalidad de Victorica, como en el palco construido sobre una lomada, cercana a la laguna de Leuvucó, entre los concurrentes a los diversos actos se mezclaban funcionarios nacionales y provinciales, policías, gendarmes y hombres del ejército. El conjunto no podía hacer más explícita la situación por la que están atravesando los grupos aborígenes en esta etapa de lucha por el control de sus propias culturas y el reconocimiento a la propiedad de sus territorios históricos: dominadores dando la palabra, permitiendo desde su lugar de poder la emergencia, controlada, eso sí, de estos pueblos que la tendencia mundial ordena respetar en sus particularidades, pero, si es posible, integrándoles a los marcos de la vida “civilizada”.
Reclamos por la identidad
El problema de la restitución de restos humanos y objetos culturales pertenecientes a las diversas comunidades aborígenes que pretenden poner en práctica la autonomía en el manejo de sus propias culturas para recuperar su identidad como pueblos, aparece en la historia de nuestro país, a partir de los primeros reclamos presentados ante las autoridades del Museo de La Plata en la década del ´70, pero recién comenzaron a cobrar fuerza a mediados de la década del ´80, con el retroceso de la dictadura militar. El primer caso tratado con éxito, a pesar de las disputas al interior de la comunidad académica, fue la devolución de los restos del cacique Inacayal. A efectos de investigar los registros correspondientes a la tramitación respectiva, en el mes de mayo del año 2000, inicié una serie de visitas al Museo de Ciencias Naturales de la ciudad de La Plata. Mis intentos para localizar el expediente N° 31799/1 (de fecha 9–89) que registra los debates y trámites sobre dichas negociaciones no han arrojado resultado positivo hasta la fecha, y todo hace suponer que se encuentra extraviado pues no ha sido posible localizarlo ni en el archivo del Museo, ni en Mesa de Entradas de la Facultad, debiendo contentarme hasta el momento con una copia del acta de la 16° Sesión Ordinaria del Consejo Académico de la Facultad de Ciencias Naturales y Museo de la UNLP de fecha 27 de octubre de 1989 y un informe s/f elevado al Sr. Secretario de Políticas Universitarias del Ministerio de Educación de la Nación, Dr. Del Bello sobre la posición del departamento legal de la Universidad de La Plata respecto a los reclamos de instituciones provinciales y de comunidades aborígenes sobre restitución de restos, complementada con comunicaciones personales de antropólogos que intervinieron en el tratamiento del caso.
Si bien esta documentación es escasa, es representativa de las contradicciones internas que atraviesan a los sectores académicos en una cuestión de alguna manera novedosa y que pone en juego no sólo principios éticos, sino que interpela los propios fundamentos sobre los cuales la ciencia antropológica construyó su “objeto de estudio” apropiándose de fragmentos de la realidad humana para exhibirlos en exposiciones y museos.
Dos temas aparecen como centrales en el desarrollo argumentativo: El problema de la identidad y la utilización del concepto de patrimonio cultural vinculado a la noción de “propiedad”. Respecto al primer punto, las autoridades del Museo ponen como condición para proceder a la devolución “…verificar la autenticidad de las entidades [reclamantes] para definir errores, …saber si realmente tienen personería jurídica y si corresponden al grupo étnico del cacique Inacayal” a quien se le atribuía identidad tehuelche” (16° Sesión Ordinaria del Consejo Académico UNLP, 27/10/89). Aún en el caso de cumplirse estas condiciones, no todos los miembros están de acuerdo en la devolución porque afirman que “los objetos considerados de valor arqueológico son propiedad del Estado Nacional y una institución no puede disponer para ellos otro destino diferente que la guarda que se le ha encomendado” (acta del Consejo citada y comunicación personal de un funcionario del Museo). En cambio quienes apoyan la restitución, invocan razones humanitarias y el “derecho de sus descendientes a tratar a sus restos según las costumbres comunitarias” (acta del Consejo).
La identidad “legal” de los huesos reclamados no se puso en duda ya que existen registros de la existencia histórica de Inacayal como cacique tehuelche y de su vida y muerte en el Museo. Lo que exigían las autoridades para aceptar la legitimidad del reclamo presentado por el Centro Mapuche-Tehuelche de Chubut, son pruebas de su pertenencia a la misma etnia y a la familia consanguínea, para así poder aplicar la reglamentación que permite la entrega de huesos de personas fallecidas sólo a aquellos que puedan probar un parentesco de acuerdo a la legislación argentina, que los incluye en tanto son considerados ciudadanos argentinos.
Ahora bien, en las exigencias planteadas por la institución oficial, se pusieron de manifiesto el tipo de relaciones asimétricas articuladas entre el Estado como órgano de gobierno de la clase dominante y los grupos aborígenes a quienes se les impuso cumplimentar determinados requisitos emanados de una legislación que, a la vez que los incluía en igualdad de condiciones respecto al conjunto de la ciudadanía, procedía a negar sus particularidades (no hay una línea en la documentación analizada que cuestione la legitimidad de la aplicación de la legislación nacional vigente, en caso de contradecir los usos y costumbres de la comunidad en causa).
Analizando el concepto de identidad subyacente a las exigencias de legitimación de la descendencia parental consanguínea, vemos que se relaciona con el proceso de naturalización de la pertenencia étnica que define a la “etnia” como “un grupo capaz de reproducirse biológicamente, y que comparte características culturales comunes” del que se deriva la legislación europea de “iuris sanguis” que privilegia la adscripción étnica por nacimiento (Juliano, 1987:85). “La versión sociobiológica de este argumento afirma que la etnicidad es una extensión del parentesco y que el parentesco es el mecanismo habitual para la persecución de fines colectivos en la lucha por la supervivencia” (Guibernau, 1996:60). Esta visión esencialista y estática supone que existe un núcleo originario en cada comunidad que se reproduce en el tiempo perpetuando sus características físicas y culturales.
Como un intento de superación a esta línea ahistórica, que congela y circunscribe el modo de ser de los distintos pueblos dentro de límites estáticos, Frederik Barth plantea la importancia de considerar los límites étnicos, a partir de los cuales, los grupos étnicos son considerados como “una forma de organización social”(…) en la que la definición identitaria de sus miembros estaría dada por “la autoadscripción y la adscripción por otros” (Barth, 1976:11), es decir, que los rasgos seleccionados por las distintas comunidades para autodefinirse, son parte del juego de diferencias y complementariedades que los actores consideran significativas en su interacción con los “otros”.
Si bien el aporte de Barth incorpora una visión dinámica al enfoque tradicional de la identidad étnica, algunos autores critican su extremo subjetivismo y consideran que la identidad étnica “…no es una condición puramente subjetiva sino el resultado de procesos históricos específicos que dotan al grupo de un pasado común y de una serie de formas de relación y códigos de comunicación que sirven de fundamento para la persistencia de su identidad étnica” (Bonfil Batalla;1988:43); o “…como un proceso de reconstrucción parcial y continua, resultado de una constante negociación (con el mundo exterior) y reinvención (Klor de Alva; 1981). En este tipo de definiciones la identidad grupal aparece como el resultado de un proceso de interacción entre distintos colectivos, contextualizado en sociedades concretas y atravesado por la historia.
En los casos aquí tratados, este proceso de conformación de identidades, se desarrolló teniendo como fondo un extenso período que abarca los momentos de construcción y consolidación de un Estado Nación, con un proyecto hegemónico/homogeneizador en lo social y de reconversión del sistema económico que pasó de la explotación de la ganadería extensiva a la producción de granos y cereales, circunstancia que definió el lugar que ocuparon en esta historia, los sujetos colectivos en conflicto: comunidades aborígenes y ejército nacional (que actuó como brazo armado de la oligarquía agroganadera ligada en sus intereses al imperio británico), incluyendo la inmigración europea que fue atraída a los efectos de “poblar” y “civilizar” el territorio sustituyendo a la población nativa (cfr. Alberdi; Sarmiento) El instrumento legal que permitió llevar a cabo tal tarea, fue la posibilidad de “adscripción voluntaria” sancionada en nuestra Constitución y complementada con el sistema educativo encargado de la construcción de la “memoria colectiva de los argentinos” que los hijos de inmigrantes internalizaban como parte de su historia individual (Juliano; 1987).
Con respecto a los grupos aborígenes de la Pampa y Patagonia, su existencia era un obstáculo para el nuevo modo de producción en desarrollo, ávido de tierras libres para cultivo y cría de ganado. Por lo tanto, desde la autoridad del Estado se procedió a ordenar su eliminación física cuando los “indios” no aceptaban la asimilación y la subordinación a las nuevas reglas del juego, o, en el caso de “indios amigos”, su confinamiento en reservas. Ambas situaciones formaron parte del proceso de “invisibilización” al que fueron sometidas las comunidades aborígenes en aras de la construcción de una “Argentina sin indios” (Juliano;1987).
Fue en ese contexto que se produjo la profanación de la tumba de Panghitruz Guor por el coronel Racedo y el apresamiento del cacique Inacayal y su posterior muerte en el Museo de La Plata. Los restos de ambos caciques pasaron a formar parte de las colecciones de antropología física, completándose el proceso de apropiación y resemantización al ingresar a la categoría de “patrimonio cultural de la Nación”.
La identidad negada
El caso del cacique Inacayal puede ejemplificar este proceso. El “indio amigo” de los exploradores y visitantes del sur patagónico, pasó a ser sucesivamente: el “traicionero” enemigo del ejército nacional (Walter; 1970), cuando hubo que justificar el exterminio; quien una vez que estuvo confinado en el Museo se transformó en un individuo “…reservado, rencoroso, …sólo comunicativo en estado de ebriedad, indolente y haragán, de sensualidad muy acentuada, desprovisto de toda generosidad, muy apático, muy sucio…” (Ten Kate; citado en Vignati; 1942:23), descripción que pone de relieve características casi animales e intenta justificar el trato de “objeto de estudio” como representante de razas inferiores, válido para la autoafirmación de la superioridad del blanco (estos hechos se producen en un contexto histórico en el que el auge del evolucionismo decimonónico y las teorías del darwinismo social, legitimaban desde la ciencia, la dominación blanca) para llegar a ser después de muerto “Inacayal, poderoso cacique araucano …el de torso dorado como metal corintio…ese viejo Señor de la tierra” (en la descripción de Clemente Onelli, en Vignati, 1942:25). El doble movimiento de apropiación, y resemantización se completó construyéndose sobre el recuerdo del hombre, pero ahora transformado en arquetipo de su raza, “ancestro de la Nación” (Quijada; 1998:18).
A modo de conclusión
El reclamo y la posterior restitución de los restos de Inacayal y de Mariano Rosas se produce en las dos décadas finales del siglo XX, momento histórico que presenció cambios profundos en la constitución social de nuestro país y su posicionamiento en el mundo global, en cuanto a la profundización de la dependencia de instituciones económicas transnacionalizadas. Las expectativas de construcción de una sociedad más justa surgidas con la caída de la dictadura militar, se vieron defraudadas por el aumento de la brecha entre ricos, cada vez más ricos, sustentados sobre una ancha base de pobres, cada vez más pobres. La exclusión social y la fragmentación hacen muy difícil organizar una acción concertada para modificar las condiciones de vida de los sectores populares. Y es sabido que entre los pobres, las comunidades aborígenes sufren una doble exclusión: expropiado su principal medio de subsistencia, la tierra, fueron arrinconadas, masacradas y negada su identidad humana. En la Constitución Nacional reformada del año 1994, se intenta una reparación histórica planteándose “una nueva relación entre el Estado Argentino y los pueblos indígenas que viven en el país”, reconociéndose por primera vez en forma expresa, la preexistencia étnica y cultural de los pueblos indígenas argentinos, y garantizándose el respeto a su identidad (Altabe, et al 1996). La lucha por la restitución de restos, si bien con limitaciones (las leyes que ordenaron las dos devoluciones tratadas en este artículo son de alcance restringido para cada caso especial, es decir, no puede sentar jurisprudencia para aplicar a todos los reclamos que obran en los archivos de los museos nacionales y provinciales), puede ser un primer paso hacia la reconstrucción y el fortalecimiento de las identidades étnicas. Sólo un primer paso, tal vez, hacia la constitución de una “identidad proyecto”, en el sentido expresado por Manuel Castells: “cuando los actores sociales, basándose en los materiales culturales de que disponen, construyen una nueva identidad que redefine su posición en la sociedad, y al hacerlo buscan la transformación de toda la estructura social.” (Castells, M.: 1997).
El objetivo del presente trabajo fue abordar el problema de las identidades en conflicto en las modernas sociedades complejas multiculturales. A tal efecto me pareció adecuado utilizar un enfoque procesual y relacional, que revelara la asimetría en el posicionamiento frente a la sociedad global, asimetría puesta de manifiesto en las distintas situaciones en que la identidad aborigen fue sucesivamente interpelada/negada por la institución Estado-Nación. El primer punto de fricción considerado, tuvo como eje las diferentes construcciones del concepto de identidad: el Estado–Nación instituye la ciudadanía obligatoria para todos los habitantes nacidos en el territorio nacional y la posibilidad de adscripción voluntaria, con el objeto de incluir a las sucesivas oleadas de inmigrantes, mientras que las comunidades aborígenes reconocen dos vías para acreditar identidad: por nacimiento, donde adquiere importancia la pertenencia a un grupo étnico, y dentro de éste a un grupo de parentesco en particular, y por adscripción voluntaria. Los diferentes mecanismos de inclusión/exclusión, están a su vez, condicionados por el contexto histórico que da marco a las relaciones entre ambos grupos.
Para la sustanciación de mi trabajo, utilicé fuentes bibliográficas, crónicas periodísticas, textos de leyes e información que me fue proporcionada por distintos funcionarios que tuvieron participación en los procesos de restitución. Esta investigación está recién en sus comienzos. Lo que empezó siendo una búsqueda del tratamiento de la identidad en distintas instituciones: Estado Nación y Comunidades Aborígenes, abrió otras perspectivas de análisis. Queda pendiente una investigación exhaustiva sobre la restitución de otros restos de más reciente origen: los desaparecidos y la búsqueda de los bebés paridos por sus madres en cautiverio durante la última dictadura militar. Los casos de reclamos por los antepasados aborígenes, de alguna manera revelaron la existencia de un modus operandi que conecta a través de las distintas épocas históricas, la conducta de los grupos de poder hacia aquellos que consideran sus enemigos: el mecanismo de negación de la identidad humana del “otro” para poder proceder a su destrucción y el ocultamiento o la obstaculización de la búsqueda de la verdad, cuando las condiciones históricas permiten la demanda. Apropiación – negación de la identidad – sustitución de la identidad, aparecen como momentos de un proceso de dominación, en el que el monopolio cultural está al servicio de la política hegemónica de la clase dominante: los indios deben tener nombres cristianos, sus antepasados son objetos de estudio en los museos, los hijos arrancados a sus madres no deben saber cuál es su origen.
Bibliografía
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Otras Publicaciones
Ley N° 9080 año 1913 y su decreto reglamentario del 29 de diciembre de 1921.
Ley N° 23.940 : restitución de restos del cacique Inacayal y su decreto reglamentario.
N° 2391 / 93.
Ley N° 23.302 : sobre política indígena y apoyo a las comunidades sancionada en 1985
Convenio N° 169 de la OIT: Convenio sobre pueblos indígenas y tribales en países independientes aprobado en 1992 mediante ley N° 24.071.
Análisis de la cuestión indígena en la historia legislativa y parlamentaria argentina en el período 1853 – 1990 – Información Parlamentaria.
Informe del Departamento Legal de la Facultad de Ciencias Naturales y Museo UNLP sobre pedidos de restitución de restos al Sr. Secretario de Políticas Universitarias Dr. Del Bello – Ministerio de Educación de la Nación. (s/f).
Copia de la 16° Sesión Ordinaria del Consejo Académico de la Facultad de Ciencias Naturales y Museo UNLP – 27 de octubre de 1989.
Diario La Nación (diversas crónicas s/f).
Diario Clarín, 20 /2 / 90.
Notas
[1]La promulgación de las leyes de Obediencia Debida y Punto Final, ocurrida durante el gobierno del Dr. Alfonsín, y el indulto decretado por el Dr. Menem, dejaron sin sanción legal a los responsables del terrorismo de Estado. La implementación de los Juicios por la Verdad y la Justicia, impulsados por organismos de Derechos Humanos y la Comisión de Derechos Humanos y Garantías de la Cámara de Diputados busca conocer la Verdad sobre el destino de las personas desaparecidas, reconociendo que éste es un derecho humano fundamental que debe ser garantizado por el Estado. Sin embargo, hay sectores de las Fuerzas Armadas que se resisten a asistir cuando son citados a declarar.
[2]El País de las Manzanas comprendía un vasto territorio que limitaba con el río Neuquén por el norte, el río Chubut por el sur y llegaba hasta la cordillera de los Andes, comprendiendo parte de las actuales provincias de Neuquén, Río Negro y Chubut.