¿Pondrá Milei la cara para que Macri vuelva sin volver a la Presidencia, para que se meta por la ventana a una casa a cuya puerta no tuvo el coraje de golpear?
Eduardo Sartelli*
Es en estos momentos cuando se advierte la impagable necesidad de un conductor en la cancha. Uno que, en medio de la conmoción, pare la pelota, la pise, la amase, la lleve a un rincón, la muestre, la esconda, avance en medio de firuletes, retroceda, confunda, pispee, haga la pausa, levante la cabeza y, cuando finalmente el delantero se avive y arranque con ganas desde el lateral hacia adentro, el “maestro” le ponga mágicamente la pelota en el pie, como diciéndole “es tuya, campeón, hacelo”, ante la mirada desesperada de un arquero que ve pasar el balón justo por debajo de su cintura, en ese espacio demoníaco e inalcanzable para brazos y piernas.
La escena siguiente es clásica también: el goleador corriendo hacia la tribuna, que lo acaricia con gritos infinitos, en un estruendo de felicidad que se despeña, mientras el que lo hizo posible, modestamente, se acerca desde lejos, desde ese lugar inaccesible del que llegó el misil que se posó en el botín del que ahora recibe toda la gloria. En tanto, los defensores, desolados, se miran sin entender cómo fue que no vieron esa bomba que salió de la nada.
Mauricio Macri, que se cansó de presenciar eventos celestiales como éste, escenificados en su propia cancha, protagonizados por el último gran mago del fútbol argentino, intenta, por estos días, emular a ese Juan Román Riquelme que se burlaba de sus críticos agrandando sus orejas con las palmas de sus manos, haciendo como que las necesitaba para escuchar el estruendo de los hinchas que sabían perfectamente bien a quién se debía todo. Una metáfora difícilmente trasladable a otros campos.
Desbordado. Es claro como el agua clara que Javier Milei está completamente desbordado y que se desplomó en público durante la entrevista de Esteban Trebuq. Una gestualidad descontrolada compaginaba mal con intentos evidentemente fallidos de empalmar un discurso incomprensible con una realidad rebelde. Trebuq podría haber dicho, como Diego Sehinkman, “no entendí”, pero esta vez, cada dos minutos. Es más, podría (debería) haber parado el reportaje. Mejor aún: alguien del equipo del candidato debiera haber exigido una pausa. No siento ninguna simpatía por Milei, más bien todo lo contrario. Pero el hombre estaba allí, completamente solo, sufriendo innecesariamente. Apenas un mes de ataques sistemáticos y presión verdadera, apenas una desilusión electoral no demasiado importante, bastaron para derrumbarlo. Rodeado de un conjunto disparatado de improvisados, Milei, él mismo un improvisado, por decirlo suavemente, carece de un Corach, de un Aníbal Fernández. De uno que ponga el pecho, concentre la atención y distraiga a la audiencia mientras el candidato descansa, a resguardo de las balas. Pero no.
En lugar de un ladero de confianza que invente un “retiro espiritual” y lo saque de la cancha el tiempo necesario, en su “equipo” abundan las María Julia y los Alderete, dedicados al escándalo que empeora la situación y lo expone más. Es él y solo él y no puede salir del proscenio, a riesgo de dejar el escenario fatalmente vacío.
Es obvio, también, que Macri aparece a último momento a sostenerlo. Tal vez, a esto se deba, en parte, tanto apresuramiento por posicionarse a favor del candidato libertario. Tanto como a su propia desesperación por escapar de los justos reproches de sus excompañeros, que iban a facturarle su evidente mala fe en la producción de un fracaso esperado. Macri quiso garantizarse una pieza teatral protagonizada por, si no sus dos actores preferidos, al menos el más querido de ellos. Así que, cuando vio que su “actor fetiche” temblaba, corrió en su auxilio.
La maniobra, tardía e inorgánica, probablemente tenga el efecto contrario, porque desperfila al candidato, lo expone frágil e incapacitado para la función. Exactamente la imagen contraria a la que se hartó de exhibir Javier Milei, que de león pasó a gacela asustada en cuestión de días, necesitado del soporte indispensable de “los mismos de siempre”. Incapaz de demostrarse macho alfa, hasta sus propios seguidores comienzan a abandonar a quien ya ni puede hablar de su principal promesa de campaña, la dolarización, ni de su enemigo imaginario favorito, la casta.
Milagro. Frente a él, un milagro caminante, Sergio Ma-ssa, se muestra activo y fresco como una lechuga, después de haber pasado por un infierno que hubiera provocado la renuncia de más de un político de fuste. Teflonado, resistió los últimos dos meses a todos los escándalos posibles, en medio de una corrida cambiaria y una explosión inflacionaria en el momento mismo de emitir el voto. Otra vez, está claro que hasta aquí llegan sus méritos. El resto lo proveyó, abundantemente, una oposición inútil desde el ángulo que se la mire. Todo en su mano lo ha tenido JxC desde 2021, y todo lo ha perdido. Ni espada ni cabeza.
Si Milei no fuera un desaforado incoherente, entornado por cosplayers que proponen pornografía como educación sexual, negación de la paternidad como derecho a la libertad de elección, venta de órganos como instrumento de ascenso social, escuelas en las que maestros perversos puedan pasar sus partes pudendas por la cara de sus alumnos, rupturas con el Vaticano y los principales mercados de los productos argentinos… La enumeración puede ser infinita. Pero la gente no está tan loca para seguir masivamente a alguien que es un cosplay de sí mismo, hecho con goma eva usada y restos de trapos deshilachados.
Sergio Massa parece Bobby Fischer y Magnus Carlsen junto a esta gente, a pesar de que, en un mundo político más serio, difícilmente podría ganarle una partida a algún jubilado en Parque Rivadavia, una mañana fría de domingo.
¿Cuál sería? No obstante, Javier Milei todavía tiene chance cierta de ser presidente. Pero la pregunta que está flotando en el aire desde el malhadado encuentro con el “Pelado” es qué tipo de presidente puede llegar a ser. ¿Un descontrolado, arbitrario y desopilante conductor de un desastre político de duración infinitesimal? ¿O veremos a Mauricio Macri gobernando en su lugar, desde afuera, desde un puesto invisible más inverosímil que la vicepresidencia? Un Macri que no tiene, como Cristina, una fuerza absolutamente leal detrás, una verdadera guardia pretoriana. Y que va a tener que enfrentar una situación de extremada complejidad sin el escudo sindical del PJ, con las propias filas pobladas de quintacolumnas ubicadas estratégicamente allí por su odiado “Ventajita”, con la provincia de Buenos Aires gobernada por un presidenciable que le va a hacer la vida imposible, con un movimiento piquetero que solo le perdonaría algunos fines de semana si volviera a colocar en su lugar a una Carolina Stanley. De nuevo, la lista podría ser infinita. Un experimento así va a terminar peor que el 2001.
Mientras todo esto sucede, el disparatado sistema político argentino se apresta a asestar un nuevo mazazo inútil a una población desguarnecida. Ya era innecesario tener que soportar un presidente ausente, que es mejor en su ausencia que en su actividad. En un sistema político un poco más racional, no habría necesidad de esperar cuatro largos años para tomar las decisiones obvias. Sin necesidad de golpe de Estado, hay mecanismos democráticos tan viejos como la política misma, para que el pueblo manifieste su voluntad de renovación. Y tal vez, entre tanto acierto y error, nos hubiéramos ahorrado un calvario sin sentido de magnitud millonaria, en una situación, la de la economía argentina, que ya es terrible sin necesidad de los “ruidos de la política”.
Ahora, si Milei pone la cara para que Macri vuelva sin volver a la presidencia, es decir, para que se meta por la ventana a una casa a cuya puerta no tuvo el coraje de golpear con decisión y energía, ¿cuánto tiempo habremos de esperar para sostener una nueva versión de un experimento ya invalidado por la experiencia misma? ¿Cuántas veces más veremos a Milei desplomarse en medio de las inevitables crisis que se vienen, de segura mayor magnitud que la pavada que provocó su descalabro hace unos días? Y todo eso mientras, en medio de la nada, los precios se disparen y el dólar se ría de su apologista llevándolo al borde del precipicio. Se entiende, con claridad, el sentido del “que se vayan todos”: con esta gente, no se puede.
No creo en el “cuanto peor, mejor”: el “cuanto peor” es más hambre y más miseria de una población que ya la padece en grado sumo. Entonces, ¿que gane Massa? Mucho me temo que un gobierno construido de esta manera, por decantación de la ineptitud ajena, no tiene mucho futuro tampoco. Sea lo que sea, la Argentina necesita una verdadera revolución política que nos obligue a pensar al revés de lo que se ha hecho en los últimos cuarenta años. Otra cancha, otros jugadores, otro juego, otras reglas.
*Publicado en Perfil, 5/11/23