Por Rosana Lopez Rodríguez.
En el Centro Cultural de la Cooperación puede verse una puesta de La Señora Macbeth, de Griselda Gambaro. El conflicto de la ambición por el poder está mostrado en esta obra desde la perspectiva de la mujer del tirano. Así, la cuestión a que apunta la obra toda no es tanto una evaluación de los riesgos a los que lleva dicha ambición, sino más bien cómo debe conducirse una mujer cuando se le plantean situaciones semejantes. En este sentido, Lady Macbeth atraviesa por tres momentos clave: desde el comienzo y hasta el primer asesinato, el de Duncan, cumple su función de mujer de noble poderoso, está preocupada por cumplir adecuadamente su rol de anfitriona (supervisar que la mesa, la comida, el albergue del huésped estén en condiciones) y de esposa del guerrero que, cansado de la batalla, vendrá a refugiarse en sus brazos. Muestra, además, un rasgo característico de las “buenas mujeres” de la alta burguesía (nobleza, en términos de Shakespeare): pretende ejercer la caridad haciendo uso de todo el poder que, vicariamente, su marido puede darle. Quiere llevar a su mesa a compartir el banquete de homenaje a Duncan, a niños pobres, mugrientos, miserables y también (porqué no) a delincuentes, en especial, asesinos. Esta actitud muestra la escasa posibilidad de acción de la mujer que se dedica a jugar el rol de brindar la limosna del poder de su marido. Por otra parte, en este momento ya cree, en tanto mujer del poder, que las víctimas son en realidad, responsables de su situación: “la víctima se ofrece”, nos dice. Es el momento de la justificación.
El segundo momento, que va del asesinato de Duncan a la escena del fantasma de Banquo, es el del reconocimiento de la complicidad y la negación de la culpa. Se hace tangible el vaticinio de las brujas: Lady Macbeth es un travesti que se muestra tal cual es a través de sus actos cómplices creyendo de este modo que tiene para sí el poder de su esposo. En el primer momento, dice amar a Macbeth, por eso lo justifica; en esta etapa, es su cómplice ambicioso.
El tercer momento es el de la conciencia de la culpa. El remordimiento de la protagonista consiste en darse cuenta de que no ha sabido poner límites a su ambición. Los hijos de Macduff no deberían haber muerto. El filicidio es un crimen imposible de pensar en una mujer. Ella sufre el desdoblamiento de su “yo misma” que la acusa de no haber sido lo suficientemente mujer. Su conciencia está sucia y sólo puede lavarla de una manera: con la muerte. Otras mujeres, sin la locura de la culpa serán las vengadoras de los hijos muertos al gritar su furia contra el tirano Macbeth. Ellas no sólo no estarán “locas” sino que tendrán la lucidez de la memoria y con ella, serán buenas mujeres, pues son madres que no olvidan y no permitirán que se olviden los hijos muertos. Son las “reinas pobres, reinas mendigas” que gritarán a Macbeth hasta que ya no tenga poder y que vivarán a los hijos de Banquo que serán reyes.
Ahora, que el hijo de Banquo es rey, se nos dice “Banquo ha muerto, que viva Banquo”. Se nos dice que la lucha de clases ha quedado reducida a la memoria porque los traidores han sido desplazados. Se nos dice, con un feminismo burgués de la diferencia que sanciona la ambición como masculina, que la maternidad hace buenas a las mujeres. Por eso Lady Macbeth enloquece, porque no se reconoce como madre/mujer hasta que ha cometido el peor de los pecados. Otras mujeres, de otra clase social, que saben ser madres, son las que no pueden pecar de olvido porque no han pecado de ambición de poder. Aquí radica el error más serio de la propuesta. Las mujeres mendigas, las obreras debemos evitar al Banquo de la memoria. No somos diferentes a los varones por la maternidad, ni tenemos menor capacidad de acción por ello. Los hijos muertos merecen otra venganza que la que nos ofrece el hijo de Banquo, con todas las limitaciones que tiene la reivindicación de la memoria cuando carece de una acción real que la sustente. Las futuras “reinas pobres” sólo lo seremos sobre la base de retomar la lucha de nuestros hijos (no la de los hijos de los reyes muertos, sino la de los hijos muertos de los pobres), no por la pacificación “femenina” de la memoria despojada de lucha a fuerza de ideología machista (que el feminismo de la diferencia no es otra cosa que eso).
Lady Macbeth no puede ganar en el conflicto que se le presenta: la lucha entre la clase y el género. No puede ganar porque debe deshacerse de su ambición de clase si quiere ser fiel a su género. Y esto no es posible. No puede ganar porque al traicionar a su género (desde la perspectiva del feminismo que plantea esta obra) se convierte en una mala mujer y sólo le queda como final el peor remedio: el olvido. Las mujeres de La señora Macbeth están atrapadas en ese destino: las otras optan por la memoria, lo que les pide la pertenencia de género y así, niegan que su principal ambición debiera ser obtener para su clase el poder del hijo de Banquo. No sólo se conforman con nada, sino que responden perfectamente a las necesidades del poder que las entroniza como reinas madre de la memoria. Los hijos de esas otras mujeres, nuestros hijos, no son iguales a los de Macbeth, Banquo o Macduff. En el mismo sentido, nosotras no tenemos los mismos conflictos que sus mujeres. Por eso, no deberíamos estar atrapadas en la alternativa olvido-memoria (o femineidad-poder), tan falsa para nosotras como válida para las burguesas, a quienes la muerte de Lady Macbeth les muestra las limitaciones de su planteo. El dilema en el que debemos decidir es memoria o lucha.