Una acusación injusta

en El Aromo n° 12

 

Por Santiago Ramos

Grupo de Coyuntura Teatral – CEICS

 

Una acusación injusta pesa sobre algunos referentes de lo que se conoce como Nuevo Teatro Argentino: la ausencia de compromiso político. Al menos según las declaraciones de Tato Pavlovsky en Ñ (31/1/04), donde al enumerar a algunos de sus referentes (Rafael Spregelburd, Alejandro Tantanián y Daniel Veronese) dice: “(Ellos) representarían la vanguardia, un teatro diferente que entusiasma a mucha gente. También es un teatro apolítico. Nuestra generación -la de Gambaro, Cossa, Osvaldo Dragún o Ricardo Monti- fue atravesada por lo político.”. En ese artículo, la misma Griselda Gambaro encuentra en esas obras rastros de una cierta “aprensión y desconfianza a comprometerse con los grandes sentimientos y los grandes pensamientos.”.

Esta nueva dramaturgia comulga fervorosamente con las premisas de la Posmodernidad, como la ausencia o fragmentación del sentido de la obra (donde cada autor construye su discurso desde sus propios códigos textuales y representacionales sin adherir a un concepto de “escuela”), donde se transitan las huellas ineludibles de los grandes maestros, pero sin que éstas tengan un carácter dogmático. Además se acentúa lo micropolítico, lo individual, el alejamiento de todo posible discurso totalizador susceptible de ser ilustrado. La ruptura con lo histórico, lo temporal, produce una paradójica relación con lo nuevo, donde éste puede consistir en la vuelta a formas estéticas del pasado o la búsqueda ilimitada de lo inédito. En este contexto surge la figura del teatrista, que aglutina los roles de autor, director, actor y hasta teórico, en una misma categoría intelectual. Uno de los más representativos es Daniel Veronese, uno de los fundadores del Periférico de Objetos. El rasgo más representativo de su trabajo es su heterogeneidad, tanto formal como temática, pero que en general se corresponde con la idea de “obra abierta”: el espectador no sólo ha de completar y/o elaborar el sentido de lo que está viendo, sino que además ha de superar los escollos que encuentra para tal fin, que en realidad parten desde la negación de un sentido explícito a lo escenificado, dejando que cada individuo elabore el suyo desde su subjetividad. Ejemplo de su ideario es su obra La forma que se despliega, de reciente presentación en el Teatro Sarmiento, cuya idea central, representada a través de una pareja que pierde un hijo accidentalmente, es la imposibilidad de sentir el dolor del otro como propio.

El Aromo presenció en el Teatro Sarmiento el Hamlet de William Shakespeare, de Luis Cano, dirigido por García Wehbi, dos de los teatristas mas prolíficos y renombrados. Cano es autor de infinidad de obras, varias de ellas premiadas y otras ya presentadas en el circuito oficial. Emilio García Wehbi es cofundador del Periférico ya mencionado. Esta reelaboración propone una cruza entre el original, textos del autor y varios poetas como D. H. Lawrence y Tennyson, en el marco de procedimientos de intertextualidad ya utilizados por Cano en otras obras, y que apuntan a la creación de infinidad de sentidos posibles, rasgo típico, como ya mencionáramos, de esta dramaturgia. En un marco estético que expone lo decadente, lo gastado, lo ya inútil -a través de múltiples guiños al espectador entendido en el lenguaje teatral- encontramos un Hamlet peculiar, muy diferente del original, que constituía una potente reflexión sobre el poder y el cambio.

Shakespeare es aquí el fantasma de Cano y su mandato fue (y sigue siendo) el de escribir teatro con el fin de cambiar una realidad intolerable: la angustia y la frustración en que va cayendo Hamlet a lo largo de la obra (que lo muestra al principio pleno de capacidad para asumir su destino desde la rebeldía), es la de esta generación de teatristas. Esto se hace claro en la representación en palacio, episodio, recordemos, urdido por Hamlet en el original para desenmascarar a su tío, cosa que logra ampliamente. En esta nueva versión, lejos de eso, quienes toman parte en la función, a través de la reacción del rey y la humillación que éste les inflige con su displicencia, van a constatar la inutilidad del teatro como herramienta de cambio de la realidad. Resulta interesante además que, al ubicar al rey sentado entre el público, este último recibe también algunas de las miradas de Hamlet, que amplía de ese modo su acusación a quienes considera cómplices.

La autorreferencialidad, otro rasgo de este teatro, es desplegada a pleno: durante el merecido intervalo, uno por uno los actores van turnándose para repetir al público frases que rematan con un “Uds. son el mejor público que tuvimos esta noche.”, una distinción para con aquellos que deciden quedarse durante la pausa con intención de capturar el esquivo mensaje de la obra.

En esta puesta se altera también un principio organizativo básico del Hamlet shakespeareano, donde se trabaja para restablecer el orden perdido pero al final sólo se observan rastros del orden inicial, mientras surge otro que poco y nada tiene que ver con aquel. En cambio, en la puesta de Cano, la odisea es un esfuerzo estéril, como el del hamster prisionero en la rueda que Hamlet observa mientras discurre sobre la inutilidad del esfuerzo intelectual. Tal vez por eso su última frase es “…permanezcamos callados que las cosas están como están…”. Con el final, donde todos cumplen con el nuevo mandato de hacerse los muertos, todo vuelve al comienzo, nada ha cambiado y otro rey inicia su gobierno con un nuevo discurso interrumpido por el abrupto final de la obra.

Intelectuales, en tanto manejan un saber específico y desde su particular relación con el poder político organizan la lucha política en el campo teatral, Veronese, Cano, Wehbi, conforman un partido. Un partido cuyo programa resulta de particular utilidad al establishment cultural como herramienta de cooptación de un cierto público, potencialmente más creativo e inteligente respecto de su realidad y la posibilidad de transformarla.

En 1920 el teórico y director soviético Vsevolod Meyerhold decía algo que desmiente al vocero del otro partido en lucha en el teatro argentino actual, el de Pavlovsky. Ante las presunciones de sus colegas del teatro comercial señaló: “el actor de este teatro pretende ser “apolítico”, pero sólo él se lo cree. En realidad el apoliticismo es un sinsentido; nadie, incluido el actor, puede ser ni apolítico, ni asocial, cada uno es producto de su medio, cuyas líneas de fuerza determinan la naturaleza del actor en sus variaciones individuales, sociales e históricas.” La vigencia de estas palabras señala también la necesidad de un nuevo teatro que exprese en forma clara e integral una visión revolucionaria de la realidad y la voluntad de transformarla. Teatro que utilice todos los avances teóricos y técnicos a la mano, sin hacer de ellos herramientas exhibicionistas del ego de un autor o director, sino instrumentos de comunicación con el público. Teatro herramienta de cambio, teatro como quería el también revolucionario Meyerhold, “esencialmente destinado a ser un estimulante de vida activa” y no el catálogo de bufidos de un grupo ganado por el desasosiego de la Posmodernidad.

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