El derecho a la pereza (fragmento)

en Revista RyR n˚ 7

Como cierre de este dossier hemos elegido un texto que resume buena parte de los deseos de todo socialista militante: la revolución, la superación del trabajo, la libertad. Se trata, nada menos, que del fragmento final de El derecho a la pereza, de Paul Lafargue. Aprovechamos, así, a dar noticia de la próxima edición, por EUDEBA, del texto íntegro de Lafargue junto con estudios sobre el trabajo en la sociedad capitalista de Pablo Rieznik, Pablo Heller y una biografía del intelectual francés por Eduardo Sartelli. El libro de EUDEBA lleva por título Contra la cultura del trabajo.

Por Paul Lafargue (Traducido especialmente para Razón y Revolución por María Celia Cotarelo)

A una nueva melodía, una nueva canción[1]

            Si al disminuir las horas de trabajo, se conquistan para la producción social nuevas fuerzas mecánicas, al obligar a los obreros a consumir sus productos, se conquistará un inmenso ejér­cito de fuerzas de trabajo. La burguesía, aliviada entonces de la tarea de ser consumidora universal, se apresurará a licenciar la legión de solda­dos, magistrados, intrigantes, proxenetas, etc., que ha reti­rado del trabajo útil para ayudarla a consumir y des­pilfarrar.[2] A partir de entonces el mercado de trabajo estará desbordante; entonces será necesaria una ley férrea para prohibir el traba­jo: será imposi­ble encontrar ocupación para esta multi­tud de ex improductivos, más numerosos que los piojos. Y luego de ellos, habrá que pensar en todos los que proveían a sus necesida­des y gustos fútiles y dispendio­sos. Cuando no haya más lacayos y generales que galardonar, más prostitutas solteras ni casadas que cubrir de encajes, cañones que perforar, ni más palacios que edifi­car, habrá que imponer a los obreros y obreras de pasamane­ría, de encajes, del hierro, de la construc­ción, por medio de leyes seve­ras, el paseo higiénico en bote y ejer­cicios coreo­grá­fi­cos para el restable­cimiento de su salud y el perfeccio­namiento de la raza. Desde el momento en que los produc­tos euro­peos sean consumidos en el lugar de producción y por lo tanto, no sea nece­sario transportarlos a ninguna parte, será necesa­rio que los marinos, los mozos de cordel y los camio­neros se sienten y apren­dan a girar los pulgares. Los felices polinesios podrán entonces entregarse al amor libre sin temer los puntapiés de la Venus civili­zada y los sermones de la moral europea.

            Hay más aún. A fin de encontrar trabajo para todos los impro­ductivos de la sociedad actual, a fin de dejar la maquinaria industrial desa­rrollarse indefinidamente, la clase obrera deberá, como la burgue­sía, violentar sus gustos ascéticos, y desarrollar indefinidamente sus capacidades de consumo. En vez de comer por día una o dos onzas de carne dura como el cuero -cuando las come-, comerá sabrosos bifes de una o dos libras; en vez de beber modera­damente un vino malo, más católico que el papa, beberá bordeaux y borgoña, en grandes y profundas copas, sin bautismo industrial, y dejará el agua a los animales.

            Los proletarios han resuelto imponer a los capitalistas diez horas de forja y de refinería; allí está la gran falla, la causa de los antagonismos sociales y de las guerras civiles. Es nece­sario prohibir el trabajo, no imponerlo. A los Rothschild, a los Say se les permitirá probar haber sido, durante su vida, perfec­tos holgazanes; y si juran querer continuar viviendo como perfec­tos holgazanes, a pesar del entusiasmo general por el trabajo, se los anotará y, en sus ayun­ta­mientos respectivos, recibirán todas las mañanas veinte francos para sus pequeños placeres. Los con­flictos sociales desaparecerán. Los rentistas, los capitalis­tas, etc., se unirán al partido popu­lar una vez convencidos de que, lejos de querer hacerles daño, se quiere por el contrario desembara­zarlos del trabajo de sobreconsu­mo y de despilfarro, por el que han estado oprimidos desde su naci­miento. En cuanto a los burgue­ses incapaces de probar sus títulos de holgazanes, se les dejará seguir sus instintos: existen bastan­tes oficios desagradables para ubicarlos -Dufaure limpiará las letrinas públicas; Galliffet matará a puñaladas a los cerdos sarnosos y a los caballos hincha­dos; los miem­bros de la comisión de gracias, enviados a Poissy, marcarán los bueyes y carneros a ser sacrificados; los senadores serán empleados de pompas fúne­bres y ente­rradores. Para otros, encontraremos oficios al alcance de su inteli­gencia. Lorgeril y Broglie taparán las botellas de cham­paña, pero se les cerrará la boca para evitar que se emborra­chen; Ferry, Freyci­net y Tirard destruirán las chinches y los gusanos de los minis­terios y de otros edifi­cios públicos.[3] Será necesario, sin embargo, poner los dineros públicos fuera del alcance de los burgueses, por miedo a sus hábitos adquiridos.

            Pero dura y larga venganza se lanzará a los moralistas que han pervertido la naturaleza humana, a los santurrones, a los soplones, a los hipócritas «y otras sectas semejantes de gente que se han disfrazado para engañar al mundo. Porque dando a entender al pueblo común que se ocupan sólo de la contemplación y la devo­ción, de ayunos y de la maceración de la sensualidad, y que comen sólo para sustentar y alimentar la pequeña fragilidad de su huma­nidad, por el contrario, se cagan. Curios simulant sed Bacchanalia vivunt.[4] Se lo puede leer en la letra grande e iluminada de sus rojos morros y vientres asquerosos, a no ser que se perfumen con azufre».[5]

            En los días de grandes fiestas populares, donde, en vez de tragar el polvo como el 15 de agosto y el 14 de julio bur­gue­ses, los comunistas y colectivistas harán correr las botellas, trotar los jamones y volar los vasos; los miembros de la Academia de Ciencias Morales y Políticas, los curas con traje largo o corto de la iglesia económica, católica, protestante, judía, positivista y librepensadora, los propagadores del malthu­sianismo y de la moral cristiana, altruista, independiente o sumisa, vestidos de amari­llo, sostendrán la vela hasta quemarse los dedos y vivirán ham­brientos junto a mujeres galas y mesas llenas de carnes, frutas y flores, y morirán de sed junto a toneles desbor­dantes. Cuatro veces al año, en el cambio de estación, como los perros de los afiladores de cuchillos, se los encadenará a grandes ruedas y durante diez horas se los condenará a moler el viento. Los abogados y los legistas sufrirán la misma pena.

            En el régimen de pereza, para matar el tiempo que nos mata segundo a segundo, habrá espectáculos y representaciones teatrales todo el tiempo; será el trabajo adecuado para nuestros legisla­dores burgue­ses. Se los organizará en grupos recorriendo ferias y al­deas, dando representaciones legislativas. Los generales, con botas de montar, el pecho adornado con cordones, medallas, la cruz de la Legión de Honor, irán por las calles y las plazas, reclutan­do espectadores entre la buena gente. Gambetta y Cassagnac, su compadre, harán el anuncio del espectáculo en la puerta. Cassag­nac, con gran traje de matamo­ros, revolviendo los ojos, retorcién­dose el bigote, escupiendo estopa encendida, amenazará a todo el mundo con la pistola de su padre y se precipitará en un agujero cuando se le muestre el retrato de Lullier;[6] Gambetta discurrirá sobre política extran­jera, sobre la pequeña Grecia, que lo adoc­trina y que encendería a Europa para estafar a Turquía; sobre la gran Rusia que le tiene harto con la compota que promete hacer con Prusia y que anhela conflictos en el oeste de Europa para hacer su negocio en el este y ahogar el nihilismo en el interior; sobre el señor de Bis­marck, que ha sido lo bastante bueno como para permi­tirle pronunciar­se sobre la amnistía…; luego, desnudando su gran panza pintada a tres colores, golpeará sobre ella el llamado de atención y enumerará los deliciosos animali­tos, los pajaritos, las trufas, los vasos de Margaux y de Yquem que ha engullido para fomen­tar la agricultu­ra y tener contentos a los elec­to­res de Belle­ville.

            En la barraca, se comenzará con la Farsa electoral. Ante los electores, con cabezas de madera y orejas de burro, los candi­datos burgueses, vestidos con trajes de payasos, bailarán la danza de las libertades políticas, limpiándose la cara y el trasero con sus programas electorales con múltiples prome­sas, y hablando con lágrimas en los ojos de las miserias del pueblo y con voz estentó­rea de las glorias de Francia; y las cabe­zas de los electores rebuznarán a coro y firmemente: hi ho! hi ho!

            Luego comenzará la gran obra: El robo de los bienes de la nación.

            La Francia capitalista, enorme hembra, con vello en la cara y pelada en la cabeza, deformada, con las carnes fláccidas, hincha­das, débiles y pálidas, con los ojos apagados, ador­milada y boste­zando, está tendida sobre un canapé de terciopelo; a sus pies, el capitalismo indus­trial, gigantesco orga­nismo de hierro, con una máscara simiesca, devora mecánicamen­te hombres, mujeres y niños, cuyos gritos lúgu­bres y desgarradores llenan el aire; la banca, con hocico de garduña, cuerpo de hiena y manos de arpía, le roba rápida­men­te las monedas de cobre del bolsi­llo. Hordas de misera­bles prole­tarios flacos, en harapos, escoltados por gendarmes con el sable desenvainado, perseguidos por las furias que los azotan con los látigos del hambre, llevan a los pies de la Francia capi­talis­ta montones de mercancías, toneles de vino, bolsas de oro y de trigo. Langlois, con sus calzones en una mano, el testamento de Proudhon en la otra y el libro del presupuesto entre los dientes, se pone a la cabeza de los defensores de los bienes de la nación y monta guardia.[7] Una vez descargados los fardos, hacen echar a los obreros a golpes de bayo­neta y culatazos y abren la puerta a los indus­triales, a los comerciantes y a los banqueros. Se precipitan sobre la pila en forma desordenada, y devo­ran las telas de algo­dón, las bolsas de trigo, los lingotes de oro y vacían los tone­les; cuando ya no pueden más, sucios, repugnantes, se hunden en sus inmundi­cias y sus vómi­tos…Entonces el trueno retumba, la tierra se mueve y se en­treabre, y surge la Fatalidad histórica; con su pie de hierro aplas­ta las cabezas de los que titubean, se caen y no pueden huir, y con su larga mano derriba la Francia capitalista, estu­pefacta y aterrorizada.

            Si la clase obrera, tras arrancar de su corazón el vicio que la domina y que envi­lece su naturaleza, se levantara con toda su fuerza, no para reclamar los Derechos del Hombre (que no son más que los derechos de la explotación capitalista), no para reclamar el Derecho al Trabajo (que no es más que el derecho a la miseria), sino para forjar una ley de bronce que prohibiera a todos los hom­bres trabajar más de tres horas por día, la Tierra, la vieja Tierra, estremecida de alegría, sentiría brincar en ella un nuevo univer­so… ¿Pero cómo pedir a un proletariado corrompido por la moral capitalista que tome una resolución viril?

            Como Cristo, doliente personificación de la esclavitud anti­gua, los hombres, las mujeres y los niños del Proletariado suben penosamente desde hace un siglo por el duro calvario del dolor; desde hace un siglo el trabajo forzado destroza sus huesos, morti­fica sus carnes, atormenta sus músculos; desde hace un siglo, el hambre retuerce sus entrañas y alucina sus cerebros…¡Oh, pere­za, apiádate de nuestra larga miseria! ¡Oh, Pereza, madre de las artes y de las nobles virtudes, sé el bálsamo de las angustias humanas!


Notas

[1] Escrito hacia 1880, El derecho a la pereza es uno de los best-sellers de la literatura socialista mundial, probablemente sólo superado por El manifiesto comunista. E igual que el programa inaugural de la revolución socialista, ha logrado una autonomía que otros textos no han conseguido. Debe recordarse que hablamos de un panfleto, no de un texto que pueda reconstituirse como “manual” o libro “de teoría”, lo que refuerza notablemente lo curioso de su pervivencia en el tiempo. La respuesta a ese intríngulis, la perdurabilidad de un escrito de ocasión, hay que buscarla tanto en la forma como en el fondo. Efectivamente, pocos textos socialistas tan cargados de ironía y de humor, tan poco concesivos, tan directos, como este “derecho a la pereza”, escandaloso hasta en el título. Pero también, pocos tan claramente dirigidos al núcleo del problema capital de la sociedad en que vivimos, la liberación de el trabajo, es decir, la posibilidad de la sociedad del tiempo libre y, por ende, de la exaltación del placer. Para este dossier hemos elegido la última parte, que no es más que un pequeño fragmento, lo que implica una mutilación que no resultará fatal si el lector se arriesga a leerlo entero por sí mismo. Encontrará allí uno de los mejores análisis de la alienación del trabajo, en línea con los Manuscritos del 44. Yerno de Marx, fundador de tres partidos socialistas (el portugués, el español y el francés), militante de la Comuna, dirigente de primera línea de dos Internacionales (la primera y la segunda), uno de los pocos intelectuales de la Segunda Internacional respetado por Lenin, admirado por sindicalistas revolucionarios y odiado por anarquistas resentidos, Lafargue es uno de esos marxistas olvidados incluso por aquellos especialistas actuales en “revivir” marxistas “olvidados”. No es extraño: a diferencia de otros, Lafargue no llora, ríe. [Nota del editor]

[2] Recuerde el lector que el texto está construido con una carga irónica que puede perderse al comenzar su lectura por el final. [Nota del editor]

[3]Dufaure, ministro de justicia de Thiers, fue uno de los responsables por la represión a la Comuna; Gallifet, general asesino y principal responsable de los fusilamientos de comuneros; Lorgeril y Broglie eran políticos monárquicos mientras Ferry, Freycinet y Tirard, ocuparon diversos cargos durante la III República. Poissy era un mercado de ganado.

[4]«Simulan ser Curius y viven como Bacanales» (Juvenal).

[5]Pantagruel, libro II, capítulo LXXIV.

[6]Gambetta, político que de posiciones radicales evoluciona hacia la derecha, colonialista y nacionalista; Cassagnac, diputado de orígenes bonapartistas fue retado a duelo por Lullier, general de la Comuna, pero se negó a aceptarlo.

[7]Langlois, proudhoniano y ejecutor testamentario de Proudhon, de actitud ambigua frente a la Comuna.


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