La construcción estatal de la “Agricultura Familiar” en Argentina
A partir de la década de 1990, se ponen en marcha un conjunto de programas destinados a revertir el problema de la pobreza rural. Los mismos se organizaron de tal manera que promovieron la intervención de diversas organizaciones de la sociedad civil, habilitándolas a adjudicarse una base social e instalarse como los representantes políticos de los llamados campesinos o agricultores familiares.
Por Roberto Muñoz (TES – CEICS)
El 2014 fue declarado por la Organización de las Naciones Unidas para la Agricultura y la Alimentación (FAO) como el año internacional de la Agricultura Familiar. Con ello, se proponía promover o reforzar políticas de desarrollo, a escala nacional y regional, que tuviesen como principales protagonistas a los llamados “agricultores familiares”. La propuesta encontró a la Argentina con un denso entramado institucional dedicado a atender las necesidades del sector. Tras el “conflicto del campo” de 2008, la Subsecretaría de Desarrollo Rural y Agricultura Familiar adquirió el rango de Secretaría y, al mismo tiempo, se constituyó la Subsecretaría de Agricultura Familiar. Además, comenzó a implementarse el Registro Nacional de Agricultura Familiar (ReNAF). Por último, el pasado mes de noviembre, la Cámara de Diputados dio media sanción al proyecto de Ley de Reparación Histórica de la Agricultura Familiar.
La progresiva institucionalización de la cuestión tiene su antecedente inmediato en la proliferación de Programas de Desarrollo Rural (PDR) destinados, explícitamente, a mitigar la situación de pobreza en el ámbito rural. Precisamente, estos programas comienzan a implementarse a partir de la década de 1990, en un contexto marcado por la profundización del proceso de concentración y centralización de capital en el agro que implicó, en el período intercensal 1988-2002, la desaparición de casi 81 mil explotaciones agropecuarias, al mismo tiempo que se aceleró la migración desde los espacios rurales a las ciudades.
Aquí nos interesa mostrar las características que asumen estos programas. Veremos que sus formas de implementación habilitan el desarrollo de organizaciones que en la actualidad se reivindican como representantes genuinos de los llamados indistintamente “pequeños productores”, “campesinos”, minifundistas”, etc., y que hoy suelen ser subsumidos bajo la categoría aún más incierta de “agricultura familiar”.
Los programas de “desarrollo rural”
Argentina no cuenta con datos precisos que permitan ponderar la pobreza rural. En base a la información censal solo podemos tener una aproximación parcial al fenómeno, con la medición de pobreza absoluta por referencia a Necesidades Básicas Insatisfechas (NBI). A partir de este indicador, el censo de población de 1991 registró 338.596 hogares con NBI en áreas rurales (es decir, 32,2% de los hogares rurales)1, que albergaban a algo más de medio millón de trabajadores activos de 14 años o más y a una población total de poco más de un millón y medio de personas. En pocas palabras, 1 de cada 3 personas que vivían en el medio rural tenían NBI.
Ante este panorama, en esos años se pusieron en marcha desde el Estado nacional, a través del actual Ministerio de Agricultura, un conjunto de programas destinados a revertir el problema de la pobreza rural. Su rasgo común es el fomento de acciones de tipo productivo, fundamentalmente, a través de la entrega de créditos o subsidios y asesoramiento técnico. Los objetivos explícitos son sostener la subsistencia de la población en esos ámbitos, incrementar sus ingresos disponibles, mejorar la producción predial, así como también promover la organización y la participación de los “pequeños productores” y los “pobres rurales” del país. La aplicación de algunos de estos programas estuvo restringida a aquellas regiones que concentraban los peores índices de pobreza rural. De esta manera, entre otros, surgieron el Programa de Desarrollo Rural del Nordeste Argentino (PRODERNEA) y el del Noroeste Argentino (PRODERNOA). Sin embargo, los más relevantes, por su alcance nacional, fueron el Programa Social Agropecuario (PSA) surgido en 1993 y, como continuación del mismo desde 1998, el Programa para el Desarrollo de Iniciativas Rurales (PROINDER).
Todos ellos –salvo el PROINDER, que también incluye entre sus beneficiarios a obreros rurales transitorios- focalizaron su atención sobre los que se denominan “pequeños productores pobres”. Ello requería fijar criterios de delimitación que permitan definir a los potenciales beneficiarios. En el caso del PSA, los criterios adoptados fueron los siguientes: trabajo directo del productor en la explotación, vivienda permanente en el predio, ausencia de trabajo asalariado permanente y contratación de mano de obra transitoria sólo en los momentos pico de trabajo, ingresos extra-prediales provenientes del trabajo transitorio o la elaboración artesanal que no superen el salario del peón rural ($250 mensuales), ingresos provenientes de la explotación no superior el valor mensual de dos salarios de peón rural, y nivel de capital fijo no superior a los $20.000 (equivalente al valor de un tractor de 70-80 HP parcialmente amortizado en 1993). Excepcionalmente, se contemplaba la inclusión de productores que tengan una ocupación remunerada permanente, que no superase el tope establecido y de productores que no residan en la explotación.
El PROINDER, por su parte, mantiene los requisitos establecidos por el PSA y agrega otros. Los beneficiarios deben tener residencia predial o rural, trabajar en la explotación y contratar mano de obra excepcionalmente (hasta 60 jornales/año), no contar con trabajo familiar extra-predial que supere los 270 jornales/año, su capital fijo no debe superar los $15.000 (excluyendo vivienda familiar y tierra), no disponer de tractor o vehículo de un antigüedad inferior a los 15 años y existencias ganaderas superiores a las 500 cabezas ovinas o caprinas o las 50 bovinas. Además, sus hogares deben presentar al menos uno de los indicadores que conforman el índice de NBI. En cuanto a los trabajadores transitorios, deben cumplir los requisitos establecidos para los pequeños productores en cuanto a presencia del indicador NBI y residencia rural y, por el empleo temporario, su ingreso anual no debe superar el equivalente a trece salarios del peón rural.
Lo interesante, al comparar los requisitos para aplicar en uno y otro programa, es que queda reflejada la intensificación del proceso de pauperización y proletarización que experimenta el componente pequeñoburgues dentro de la figura de “pequeño productor”, al punto de asemejarse sus condiciones de vida a la de los obreros transitorios. No es un proceso lineal y sigue vigente la posibilidad de explotar fuerza de trabajo temporal. De todas formas, las características fijadas por el PROINDER marcan la inviabilidad de esas explotaciones agropecuarias para sostenerse como espacios de acumulación, reduciéndose cada vez más su función a ser el lugar de vivienda de la familia en la que se pueden realizar tareas de autoconsumo. En ese sentido, es sintomático que mientras el PSA asistía a las familias con créditos, con la pretensión de encarar proyectos que tengan la potencialidad de ser autosustentables, el PROINDER, en cambio, evoluciona en un sentido estrictamente asistencial, al brindar financiamiento bajo la forma de subsidios no reembolsables. Éstos, además, son extremadamente limitados. Cuando comenzó a ejecutarse el PROINDER se fijaron topes que, al valor del peso en 2013, equivalían $1.357 por familia y $27.146 por grupo para proyectos de autoconsumo; $10.180 por familia y hasta $152.694 por grupo para proyectos de infraestructura de uso comunitario. Estos valores, sumamente bajos, permiten divisar las pretensiones no explicitadas de estos programas. Son políticas desplegadas principalmente para frenar las migraciones rurales y su impacto en los índices de desempleo en las zonas urbanas, en un contexto que, como señalamos, se caracteriza por la expulsión de miles de los productores más ineficientes y la destrucción masiva de puestos de trabajo ante el avance técnico en las diferentes ramas del agro.
Las “instituciones de apoyo”
Estos programas se organizaron de tal manera que promovieron la intervención de diversas organizaciones de la sociedad civil. Si bien ya se encontraba contemplada su participación en el PSA, el PROINDER formaliza su presencia y les da un papel más activo desde el momento que pasan a constituir la unidad de proyecto. Es decir, la institución de apoyo, tal como la define el programa, es una organización pública o privada sin fines de lucro, dispuesta a acompañar al grupo de beneficiarios en su organización y en la formulación y ejecución del proyecto. La definición es amplia e incluye a ONGs, municipalidades, agencias del INTA, escuelas agrotécnicas, cooperativas, comisiones parroquiales, organizaciones sociales, etc. En este sentido, la proliferación de este tipo de entidades que se observa desde fines de los noventa, se explica en parte por el requisito de contar con una organización auspiciante para llevar adelante los “proyectos productivos” que financian los PDR. Muchas de ellas, incluso, surgen como organizaciones ad hoc para poder postularse a los mismos y su ciclo vital dura lo que dura el financiamiento estatal. Similares mecanismos presentan programas como el Plan de Nacional de Desarrollo Local y Economía Social “Manos a la Obra”, administrado por el Ministerio de Desarrollo Social, o el programa PROHUERTA, impulsado por el mismo ministerio junto con el INTA.2
Estas modalidades de implementación son las que habilitan a estas organizaciones la posibilidad de adjudicarse una base social e instalarse como los representantes políticos de los llamados campesinos o agricultores familiares, según el caso. Detrás de las organizaciones más conocidas -como pueden ser el MOCASE o el Movimiento Agrario Misionero (MAM), entre otras-, se agrega una miríada de agrupamientos y cooperativas. Incluso muchas de ellas han logrado aglutinarse en organizaciones de alcance nacional, como el Movimiento Nacional Campesino Indígena (MNCI) o el Frente Nacional Campesino (FNC). Ya hemos mostrado la alineación sin fisuras de la dirigencia de ambos movimientos con el kirchnerismo.3 Ahora agregamos que el sustento material de dicha afiliación se explica, en parte, por esta imbricación de las organizaciones con las políticas públicas destinadas a la población rural. Es más, hoy en día el MNCI y, a través de él, su organización más importante el MOCASE, se ha constituido en el frente agrario del Movimiento Evita, activando en la campaña presidencial de Taiana para 2015. Como es sabido, Emilio Pérsico, uno de los referentes más importantes del Evita, es a la vez el titular de la Subsecretaría de Agricultura Familiar. Pero, más allá de este caso particular, el ejemplo paradigmático de la amalgama de políticas públicas dirigidas a la “agricultura familiar” y las diversas organizaciones que se reivindican como tales, es el Foro Nacional de Agricultura Familiar (FoNAF). Creado como espacio de reunión y discusión de diferentes entidades, en 2006, es incorporado a la estructura burocrática de la por entonces Secretaría de Agricultura, Ganadería y Pesca (SAGyP). Mediante la resolución 132/06 se resolvió que funcionarios –generalmente coordinadores de los distintos PDR- pasaran a integrar el FoNAF, y se designó como presidente a la máxima autoridad de la Secretaría. Hoy en día, el Foro pasó a denominarse Federación de Organizaciones Nucleadas de la Agricultura Familiar, y confluyen en ella –dicen- “más de 900 organizaciones que asocian a unas 180 mil familias de productores en todo el país, reunidos para consensuar y proponer alternativas de desarrollo rural con equidad e inclusión”.4
Esta imbricación denota el carácter artificial, en tanto construcción eminentemente estatal, de las categorías de campesinos o agricultores familiares. Sus definiciones aluden a la supuesta relación directa de estos sujetos con la tierra, desconociendo las relaciones sociales en la que están insertos. De ahí la insistencia de las organizaciones que se arrogan su representación en resaltar la supuesta centralidad cultural de la cuestión: la “agricultura familiar” como una forma de vida particular con valores culturales específicos. Intervención política que facilita los propósitos de los PDR reseñados: contener a una masa de población sobrante para el capital en los espacios rurales, en base a actividades de subsistencia.
Notas
1 Aglomeraciones con menos de 2 mil habitantes y población dispersa.
2 Esto programas tienen una cobertura aún más amplia, porque incluyen entre sus beneficiarias tanto a población rural como urbana.
3 Véase Muñoz, Roberto, “Utopía Kampesina. El programa de las organizaciones campesinistas y su relación con el gobierno”, en El Aromo nº 74, septiembre-octubre de 2013.
4 http://goo.gl/WpCt3c