Clásico Piquetero: El genio para la guerra*

en El Aromo nº 62

Karl von ClausewitzKarl Von Clausewitz
(1780-1831)

Para ser realizada con cierta perfección, toda actividad de carácter especial exige cualidades especiales de entendimiento y temperamento. Cuando estas cualidades poseen un alto grado de excelencia y se ponen de manifiesto a través de realizaciones extraordinarias, se distingue al espíritu al cual pertenecen con el término de “genio”.

No nos cabe la menor duda que este término tiene significados que varían en gran manera, tanto en su aplicación como en su naturaleza, y que constituye una labor muy ardua distinguir la esencia del genio en muchos de estos significados. Pero como no pretendemos ejercer ni de gramáticos ni de filósofos, nos será permitido atenernos al sentido usual en el lenguaje corriente, y entender por “genio” una capacidad mental eminente para la ejecución de ciertas actividades. […]

Conviene dedicar por un momento la atención sobre este valor y esta aptitud del espíritu humano, para señalar con más precisión su justificación y conocer con más detalle el contenido que entraña su concepto. Pero no podemos ocuparnos del genio que ha obtenido su título gracias a un talento superlativo, del genio propiamente dicho, porque este es un concepto que no presenta unos límites definidos. Lo que tenemos que hacer es considerar todas las tendencias combinadas de las fuerzas del espíritu hacia la actividad militar, y considerar entonces a éstas como la esencia del genio militar. Decimos tendencias combinadas, porque el genio militar no consiste en una cualidad única para la guerra, por ejemplo, el valor, al tiempo que pueden faltar otras cualidades del entendimiento o del carácter, o tomar una dirección inútil para la guerra, sino que resulta una combinación armoniosa de fuerzas, en la cual puede predominar una u otra, pero ninguna debe hallarse en oposición.

La guerra implica un peligro y, en consecuencia, el valor es, por sobre todas las cosas, la primera cualidad que debe caracterizar a un combatiente. El valor puede ser de dos clases: en primer lugar, el que hace acto de presencia ante un peligro contra la persona, y en segundo, el que requiere la existencia de una responsabilidad, ya sea ante el tribunal de una autoridad externa ya ante el de una autoridad interna, que es la conciencia. […]

El valor ante un peligro personal comporta también dos clases. En la primera, puede consistir en una indiferencia hacia el peligro, debida ya sea a la forma en que está constituido el individuo, ya al desprecio por la muerte o al hábito; en cualquiera de estos casos el valor debe considerarse como una condición permanente. En la segunda, el valor puede proceder de motivos positivos, como la ambición, el patriotismo, el entusiasmo de cualquier naturaleza; en este caso, el valor es más bien una emoción, un sentimiento, antes que una condición permanente. […]

Cabe comprender que estas dos clases de valor actúan de forma diferente. La primera es más segura, pues habiéndose transformado en una segunda naturaleza, nunca abandona al hombre; la segunda, a menudo lo induce a ir más allá. La primera pertenece más a la constancia, la intrepidez, a la segunda. La primera procura más sosiego al entendimiento; la segunda, a veces acrecienta su poder, pero también a menudo le causa perplejidad. Las dos clases combinadas constituyen la forma más perfecta del valor. […]

La guerra implica un esfuerzo físico y un sufrimiento. Para no verse desbordados por ellos se necesita cierta fortaleza de cuerpo y de espíritu que, de manera natural o adquirida, produzca indiferencia ante uno y otro. […]

La determinación constituye un acto de valor desplegado en un caso particular, que si se transforma en rasgo característico será un hábito mental. Pero aquí no nos referimos al valor para afrontar el peligro físico, sino al que hace falta para hacer frente a las responsabilidades, o sea, para encarar, en cierta medida, el peligro moral. A esto se le ha llamado con frecuencia courage d’esprit, teniendo en cuenta que surge del intelecto, pero que no por ello es un acto del intelecto, sino del sentimiento. El simple entendimiento no implica todavía valor, ya que a menudo se comprueba que la gente más clarividente carece de determinación. Así, el entendimiento debe despertar primero el sentimiento de valor que él mismo mantendrá y afirmará, porque en un momento de emergencia el hombre es dominado más por sus sentimientos que por sus pensamientos. […]

Esta determinación; que supera el eventual estado de duda, sólo puede ser llevada a la práctica por el entendimiento y, de hecho, por una dirección de éste totalmente particular. Sostenemos que la mera unión de un raciocinio superior y de los sentimientos necesarios no basta para dar lugar a la determinación. Hay personas que poseen una capacidad muy aguda para percibir los problemas más difíciles y que no carecen de valor para afrontar graves responsabilidades, y que, sin embargo, en casos difíciles no saben tomar una determinación. Su valor y su entendimiento permanecen como ajenos al hecho, no se prestan ayuda mutua, y a causa de ello no forman una determinación. Esta sólo surge de un acto del raciocinio, que hace evidente la necesidad de la audacia, y en consecuencia determina la voluntad. Esta dirección completamente particular del entendimiento, que combate y anula todos los otros temores del hombre con el temor a la irresolución o a la vacilación, es la que origina la determinación en las mentalidades fuertes. […]

En la guerra, más que en ninguna otra actividad humana, ocurren acontecimientos que pueden desviar a un hombre del camino que se ha trazado, haciéndole dudar de sí mismo y de los demás, a causa de las muchas y poderosas impresiones que acosan al espíritu y de la incertidumbre en que se ve envuelto el entendimiento. […]

Sólo los principios generales y modos de ver las cosas que gobiernan la actividad desde el punto de vista más elevado pueden ser el fruto de un claro y profundo juicio, y en ellos descansa, a manera de pivote, la opinión que se forme respecto de un caso particular considerado de manera inmediata. Sin embargo, la dificultad reside precisamente en afirmarse en estos resultados de reflexión previa, en oposición a la corriente de opiniones y fenómenos que aporta el presente. Entre el caso particular y el principio se crea a menudo una larga distancia, que no siempre puede ser recorrida mediante una cadena visible de conclusiones, y en la que es necesaria cierta confianza en uno mismo y es útil cierta dosis de escepticismo. Con frecuencia, poca ayuda se encuentra aquí fuera del principio imperioso que, independiente de la reflexión, la controla; es un principio que, en todos los casos dudosos, tiene que avenirse a nuestra primera opinión y no abandonarla hasta que se esté convencido de la necesidad de hacerlo. Se tiene que estar firmemente convencido de la autoridad superior que entrañan los principios contrastados, y no permitir que el brillo de las apariencias momentáneas nos lleve a olvidar que su verdad siempre pertenece a un nivel inferior. Nuestras acciones adquirirán esa estabilidad y consistencia que llamamos carácter, por esta preferencia que otorgamos, en casos dudosos, a nuestras convicciones previas, y por la avenencia que les atribuimos. […]

Para concluir, si no nos aventuramos a dar una definición más ajustada de las fuerzas superiores del espíritu, tenemos que admitir, sin embargo, una distinción en la facultad intelectual misma, de acuerdo con las interpretaciones fijadas en el idioma. En este sentido, si se plantea la pregunta sobre cuál es la clase de intelecto que se halla más íntimamente asociado con el genio militar, una visión general sobre este tema, tanto como la experiencia, nos muestra que en tiempos de guerra preferiríamos confiar el bienestar de nuestros hermanos y nuestros hijos y el honor y la seguridad de nuestro país, más a las mentes investigadoras que a las creadoras, más a las mentes amplias que a las que persiguen una sola línea especial, más a las cabezas serenas que a las fogosas y vehementes.

* Extractos de Von Clausewitz, Karl: De la guerra, Colofón, México, 2006.

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