Acerca de los intelectuales contrarrevolucionarios.
Por Leonardo Grande.
Grupo de Investigación de la Izquierda en la Argentina – CEICS
En el imaginario burgués, la dictadura aparece como lo opuesto a la democracia. Es cierto que uno y otro régimen político tienen diferencias. No son, sin embargo, las que postulan los teóricos de las “transiciones”, según los cuales ambos caracterizan a dos modos distintos de organizar la sociedad humana. La real diferencia es otra: dictadura y democracia, en tanto regímenes políticos burgueses, es decir, que garantizan la continuidad de la dominación burguesa, no son sino dos formas diferentes de hacer lo mismo: los militares del Proceso, se encargaron de la eliminación física de los cuadros más importantes de la fuerza social revolucionaria; el trabajo de liquidar su dirección moral quedó en manos de la democracia. El proceso de extirpar el marxismo de las instituciones culturales, así como el de evitar la “radicalización” política de los intelectuales quedó en manos de los intelectuales alfonsinistas. De eso hablaremos hoy.
Dime en qué crees
Uno de ellos, el filósofo y profesor de la UBA y la UNQ, Oscar Terán, ha publicado 90 páginas que valen por un balance. En su artículo “Ideas e Intelectuales en la Argentina, 1880-1980”, analiza la evolución de la relación entre el Estado argentino y sus intelectuales en esos cien años.1 Su preocupación: ¿por qué la democracia argentina se encuentra en el estado actual de debilidad? Su respuesta: porque no se consolidaron instituciones políticas modernas y eficaces para desarrollar la sociedad. El Estado fue invadido por elencos que buscaban utilizarlo para sus intereses corporativos y convocaban a los intelectuales, no tanto por sus capacidades profesionales, sino por sus afinidades políticas. En tantos años, tampoco los intelectuales argentinos lograron forjar “campos profesionales” donde el único criterio de legitimación fueran sus méritos en la especialidad: también ellos guiaron su trabajo por sus intereses ideológicos. Terán ensaya, entonces, un estudio de las investigaciones existentes sobre el problema para encontrar las razones de esos “desencuentros”.
Descubre que el “mal” es más reciente, porque el Estado “positivista liberal” (1880-1910), que se habría quebrado por razones externas entre 1914 y 1930 (la primera guerra mundial y crisis de Wall Street), se habría comportado de un modo ejemplar. Lamentablemente, le seguirían cincuenta años de desavenencias causadas por “la política”: cada golpe militar intervino universidades e instituciones culturales desalojando a los mejores especialistas para incorporar a sus acólitos. Cada generación de intelectuales se dedicó a guiar sus ideas según intereses ideológicos para resistir o reconquistar un lugar en el Estado. Llegado el fin del siglo, Argentina se encontraría sin un Estado ni un “campo cultural” modernos. Sólo hacia mediados de los ’80 estaríamos ante la reconstrucción de la “esfera pública” guiada a resolver los problemas del “bien común” y con la reconstrucción de profesiones intelectuales “serias”, aunque con nuevos problemas.
Terán razona como un tecnócrata liberal, no sólo porque elige al Estado de Roca como el “tipo ideal” de relación -lo que es toda una definición política-, sino además porque su ideología desconoce el funcionamiento de la realidad. Según este pensamiento -deudor tanto de Max Weber como del idealismo kantiano- el Estado y los intelectuales serían “agentes” o “actores”, entes individualizados que se auto-definirían según sus inclinaciones psicológicas. Ni el Estado como organización, ni los intelectuales como funcionarios, responderían a los intereses e imposiciones de ninguna clase social. Estado e intelectuales se encuentran por fuera de las clases, por fuera de la Historia. Depende de ellos, entonces, construirse de la mejor manera.2.
Te diré quien eres
En toda sociedad dividida en clases antagónicas, como la Argentina, la clase dominante organiza su dominación sobre el conjunto por medio de su principal instrumento, el Estado. Los diferentes elencos políticos que han estado a cargo del Estado Nacional desde 1880 hasta aquí, impusieron los intereses de las fracciones de clase que los pusieron en ese lugar. Desde las “élites” gobernantes hasta el más modesto de los funcionarios públicos, pasando por los “intelectuales”, todos son empleados de la fracción de la burguesía que dirige el Estado en cada coyuntura. ¿Por qué razón Terán elimina, conscientemente, este hecho de su análisis?
La respuesta hay que buscarla en los intereses ideológicos de Terán. Él mismo reconoce que no le interesa hacer ciencia (comprender y explicar el movimiento de la realidad) sino construir una “tradición selectiva”, es decir, su propia legitimación como intelectual del Estado en la actualidad. Curioso: los que se llenan la boca promoviendo el “apoliticismo” y la “seriedad” académica, hacen todo lo contrario. ¿Cómo entender sino el balance que hace Terán de la evolución de ideas, intelectuales y Estado entre 1955 y 1973? El autor reparte culpas entre Estado e intelectuales por haber politizado todas las instituciones culturales. Desde 1930, el Estado habría sido culpable de elegir su personal intelectual según criterios no culturales, sino políticos. Pues bien, los intelectuales no habrían tenido más remedio que guiarse también por criterios no científicos. El peor desatino les cupo a quienes, como el propio Terán en sus años mozos, se “radicalizaron” entre la caída del peronismo, la “traición” frondizista y el auge de los movimientos revolucionarios de esos años. Años en los que se llegó a “desprestigiar” el trabajo intelectual, en función de la militancia política. La generación alfonsinista reconoció así su “pecado” original, el haber sido parte de esa politización de la vida cultural argentina que llevó “al triunfo de la violencia política” de los setenta.
Los intelectuales “puros” y la reacción
Terán cumple con los deberes de un buen empleado de la burguesía: reniega de su pasado, ligado al ascenso revolucionario de las masas pos-cordobazo, borrando de sus investigaciones aquellas experiencias que no encajan en su esquema o que hoy resulta mejor no recordar. Por ejemplo, no figura en ningún lado la más “radicalizada” de las experiencias culturales de los ’60, la revista La Rosa Blindada, donde el propio Terán escribió sus primeros trabajos con su amigo Carlos Olmedo, dirigente de las FAR. Para volver a trabajar para la burguesía, por más democrática que sea, estos empleados debieron demostrar que nunca volverían a “equivocarse”. En 1994 reivindicó un artículo suyo en Punto de Vista, escrito diez años antes: “… mi crispada revisión del marxismo está obviamente cruzada con la experiencia argentina y con los efectos del espectacular fracaso que acabábamos de experimentar. Y aunque no me guste, al volver a mirar aquel artículo […] me parece bien citarlo […]: ‘un relato que hoy exculpe lisa y llanamente a la responsabilidad de la izquierda en nuestro país arguyendo el salvajismo inconmensurablemente mayor de la barbarie militar, no haría más que contribuir a ese viaje tan argentino por los parajes de la amnesia… Por eso, si el marxismo fue para algunos de nosotros, durante años, un modo de decir ‘no’, un hilo con el que se tejía la tela de nuestras rebeldías ante las injusticias sociales y un estado de cosas que nos resultaba intolerable, hoy, acosado por la práctica de estados y partidos autoritarios que lo reclamaban como su ideología oficial, y cuestionado por los funestos errores promovidos por el deseo de revolución en nuestro país, es preciso que ingrese en un arreglo de cuentas en donde nuestras responsabilidades difícilmente podrían exagerarse’.”.3 Así explicó cómo durante su exilio mexicano muchos como él “revisaron” su marxismo y “descubrieron” a Foucault, Bourdieu, Raymond Williams, etc.4 En el 2004, en coincidencia con su análisis de los años sesenta-setenta, explicó que la militancia político-intelectual de esos años en que creyeron que la revolución estaba “a la vuelta de la esquina”, “los severos errores que compartí contribuyeron a parir el horror del terrorismo de Estado (que se entienda bien: el monstruo ya estaba en las entrañas)”.5
El alma al diablo
¿Para qué tarea han entregado hoy su alma al diablo estos intelectuales? Su tarea actual es impedir que la clase obrera pueda acceder a su organización política independiente. ¿Cómo? En primer lugar, erradicando de las universidades argentinas el desarrollo de la ciencia, es decir, del marxismo. Eso hicieron desde el ’84 hasta hoy: “Revisaron” el marxismo fundando el eclecticismo y el posmodernismo como panaceas. En segundo lugar, evitando la “radicalización” de los intelectuales en formación, los estudiantes. En eso están desde hace 20 años: de la mano de Franja Morada y de agrupaciones “independientes”, batallaron contra la militancia de izquierda entre los estudiantes. Finalmente, promoviendo el “ideal” de intelectual “puro” y la “autonomía” de la política del “campo cultural”. Por estos tres mecanismos, las fracciones de pequeña burguesía empobrecida que acceden a la universidad son desviadas de la posibilidad de vincularse a las necesidades culturales e ideológicas del proletariado. Eso vacía a la clase obrera de cuadros políticos -organizadores- potenciales, haciendo más difícil la tarea de construir organizaciones independientes -partidos-.
Esta intención contrasta claramente con la vida de la universidad argentina entre 1955 y 1969, cuando la mayor parte de las organizaciones “subversivas” se nutrieron de la pequeña burguesía universitaria. Algo que la burguesía dictatorial comprendió cabalmente a la hora de seleccionar los cuerpos que debía eliminar para sobrevivir. Algo que la burguesía democrática comprendió también a la hora de “refundar” la universidad en 1983. Para la primer parte del trabajo utilizó “especialistas” en persecución, tortura y liquidación de enemigos. Para la segunda fase utilizó a quienes mejor conocían el objeto a “reformar”: intelectuales con prestigio académico que, además, contasen con el prestigio político de haber pertenecido a esa “juventud subversiva”: no hay peor astilla que la del mismo palo. Dejamos para otros artículos el análisis de sus camaradas, pero si quiere anticiparse ahí va una pista: revise las trayectorias políticas de los que formaron (y forman) parte de Punto de Vista, el PEHESA, La ciudad futura o el Club de Cultura Socialista.
Notas
1En Terán, Oscar (coord.): Ideas en el siglo. Intelectuales y cultura en el siglo XX latinoamericano, Fundación OSDE y Siglo XXI, Bs. As., 2004.
2Curiosamente, Terán elige como ejemplos de “intelectuales puros”, es decir, individuos que prefieren legitimarse por sus capacidades específicas y no según sus inclinaciones políticas, entre otros, a Sur, Contorno, los profesores modernizadores de la UBA pos ’55 (el colectivo Imago Mundi, de José Luis Romero, Gino Germani y Tulio Halperín Donghi) y del Área Audiovisuales del Instituto Di Tella (Romero Brest), finalizando, obviamente, en Punto de Vista. De Sur minimiza que el grupo de Victoria Ocampo hay sido de los pocos que colaboraron con Mussolini, o que su feroz anticomunismo los haya llevado a expulsar a su jefe de redacción en 1961, por haber colaborado con Fidel Castro. De Contorno se “olvida” de que los principales intelectuales contornistas eran cuadros de la UCRI, antiperonistas y anticomunistas militantes en la universidad, y que gracias a su revista se transformaron en funcionarios del Estado frondicista. ¿Qué decir de Romero -rector de la UBA- o de Germani, a quien se le regaló la carrera de Sociología? Fueron famosos en su momento por promover la “modernización” de las ciencias sociales en Argentina, o sea, la instauración de planes de estudio y financiamiento de las universidades estadounidenses y del FMI. Lo mismo se podría decir del Di Tella, repudiado con razón en la época por promover una estética “que nos acerque a New York”, como gustaban decir.
3Terán, Oscar: “Una polémica postergada: la crisis del marxismo”, Punto de Vista nº 20, mayo 1984, pp.19-21.
4En Hora, Roy y Trímboli, Javier: Pensar la Argentina, Ediciones el Cielo por Asalto, 1994.
5En Terán, Oscar: “A las vueltas de la esquina”, en Es rigurosamente cierto. Entrevistas a José Luis Mangieri, Libros del Rojas, UBA, 2004, pp. 100 a 102.