Niñeras y payasos. La conciencia alienada en la educación privada.

en El Aromo n° 12

Por Lic. Rosana López Rodriguez,
Docente – CEICS
En una entrevista a Slavoj Zizêk publicada en el semanario del 15 de mayo pasado, el filósofo esloveno manifiesta que la clase obrera como sujeto de la historia no ha desaparecido, sino que por el contrario, hay una “explosión laboral de actividades más empobrecedoras”. En este sentido, compara la situación de un obrero de fábrica con la de una niñera y afirma que el primero es más libre pues “su vida interior no está atada”. Y aún más, “en el caso de la niñera, como parte de su trabajo es ser amable con los chicos, esto es más terrible aún porque su vida interior se convierte en un producto.” Esta situación no es
novedosa para el análisis marxista. Ya Marx afirmaba que las mercancías podían ser objetos materiales o inmateriales. Cuando un payaso cumple con su labor en forma asalariada está produciendo un objeto no material: la diversión. Esa podría ser, creo, la base material de la tristeza necesariamente oculta del payaso. Lo es, seguramente, la de la “fobia social” y otras patologías que afectan a los docentes sobre todo, de escuelas privadas.
Hoy en día, muchas voces declaman, por un lado, la mala calidad de la educación que reciben los chicos en Argentina y claman, por otro, que para que ello se resuelva basta con que los docentes avancen intelectualmente y se involucren afectivamente con los alumnos y el proceso de aprendi- zaje. Ya hemos analizado en otro artículo cómo la solución “más trabajo (bajo el disfraz semántico de “compromiso”) por el mismo salario” en realidad, no resuelve nada. (Ver , Nº 4, El Aromo agosto de 2003) Ahora veremos que las presiones contradictorias a que es sometido un docente de la educación privada complican aún más la situación. Si pensamos en qué aspectos involucran la fuerza de trabajo de un docente, podemos encontrar tres. El primero es el aspecto material, el esfuerzo físico que implica llevar adelante una clase; el segundo, el aspecto intelectual: desarrollar contenidos, lograr la comprensión de los alumnos y el tercero, el emocional, igual que una niñera o un payaso. Esto quiere decir que seremos tanto mejores docentes, cuanto más involucrados estemos afectiva, espiritualmente con los alumnos y nos comprometamos con ese aprendizaje puesto en nuestras manos. Así, el trabajo desarrollado tendrá un componente fundamental: se nos pide que seamos formadores de personas. Que demos más de lo que puede dar una enciclopedia en la casa, porque si no ¿en qué consiste nuestra función? Y en esa relación interpersonal los docentes estamos involucrados como personas completas. Es casi imposible escindir en el trabajo del docente el elemento intelectual del emotivo. Es imposible que ese “involucrarse” no tenga consecuencias físicas. Esto quiere decir que si hemos obtenido para nuestras vidas un grado de conciencia social y política, no podremos dar una clase como si fuéramos una enciclopedia. Si un docente en tanto trabajador debe vender su conocimiento, no sólo de su disciplina, sino también de cómo su disciplina encaja en su vida (para que cumpla una verdadera función en la vida de los alumnos), para que sea parte de la vida de los alumnos no podrá separar la conciencia adquirida de su actuación en el aula. Aquí aparece una gruesa contradicción: cuando un docente toma conciencia de que su tarea implica ser un intelectual íntegro, debe asumir el costo de sus decisiones políticas, íntimas, personales, que forman parte del componente emocional de la educación. En tanto ha encontrado el sentido que esa disciplina tiene para su vida (y para la vida en general) se ve obligado a enseñar esto a sus alumnos. Pero en las escuelas privadas argentinas (nos referimos a las laicas, porque va de suyo que en las confesionales las reglas de juego explícitas indican que no hay posibilidad de disenso con respecto a decisiones personales divergentes de la escuela en cuestión) bajo el discurso de la libertad de expresión, la de cátedra, la democracia y otras farsas por el estilo, los docentes concientes son acusados de dictar sus materias con tendencias “ideológicas” que transformarían sus clases en clases de política.
¿Cómo explicar el Romanticismo, nos preguntamos, si no es hablando del triunfo de las revoluciones burguesas? ¿Cómo hablar, inclusive, del darwinismo si desdeñamos, aun conociéndolas, las teorías que lo han reformulado: la naturaleza avanza a saltos, también produce revoluciones? Y eso por no mencionar los conflictos que se le pueden plantear al docente de historia o cívica… Sutilmente, o a veces no tanto, se le pide al docente que se remita a dar su materia y no hable de “revolución”, “comunismo” o “aborto”, porque en estas instituciones los dueños burgueses y sus clientes se sienten molestos. Allí el trabajo
docente consiste en convertirse en un mecanismo reproductor, enciclopédico; por eso se encontrará “emocionalmente implicado” en lo que no cree. Se le pide que disocie su vida de su trabajo. Para un obrero manual, eso es relativamente sencillo. Para un profesor es prácticamente imposible. Sin embargo, hay muchos que, por necesidad, realizan el esfuerzo y lo logran. Si eso se produce, los alumnos habrán perdido una posibilidad única de llevar a cabo un aprendizaje significativo y acumularán datos inútiles que olvidarán a la primera de cambio. ¿Qué sucede si el docente se niega a dar clase como un esquizofrénico? Las presiones no cederán, los cuestionamientos se profundizarán y se habrá convertido en un “profe sor indeseable”. Indeseable para los padres, indeseable para los directivos de las instituciones privadas, incluso para algunos alumnos ya crecidos (y aprendidos) en ese ambiente hipócrita, mediocre y decadente que no puede hacerse cargo de sus propias contradicciones. En cualquier caso, tanto si el docente acepta ser esquizofrénico o si se resiste a ello, los alumnos que podían aprovechar un conocimiento significativo con un contenido emocional real, se lo pierden. En este sentido, la educación privada es aún más empobrecedora que la estatal, pues aquellos que claman a gritos que algo debe mejorar, que la comunicación y el diálogo y la no discriminación y la libertad son imprescindibles para la educación, son los primeros que muestran sus limitaciones para cumplir con esos objetivos. Esto demuestra que el crecimiento y el avance de la privatización de la educación, antes que un síntoma de la “pluralidad de pensamiento”, termina siendo (entre otras cosas) una ofensiva intelectual burguesa contra la creciente conciencia de clase de los docentes y su no menos creciente vinculación emocional a la posibilidad de otro mundo, de otra historia. De un mundo del trabajo liberado de caricias mecánicas y lágrimas falsas. Y de aulas liberadas a una conciencia verdadera.

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